Nacionalismo y color: el caso de Tomás Coffeen

Javier Ramírez

(Guadalajara, 1953). Ha publicado varios libros de poesía y de trabajos de investigación sobre artistas jaliscienses, así como crítica de artes plásticas en diversos medios de Guadalajara.

De los artistas extranjeros que llegaron a Guadalajara a mediados del siglo xx, sin duda los que dejaron una huella más profunda en el ámbito de la enseñanza artística fueron Tomás Coffeen (South Bend, Indiana, 1910-Tlaquepaque, Jalisco, 1985) y Mathias Goeritz (Danzig, Polonia, 1915-Ciudad de México, 1990). El primero lo hizo en la entonces Escuela de Artes Plásticas, y el segundo en la Escuela de Arquitectura, ambas de la Universidad de Guadalajara. Además de eso, desarrollaron una destacada obra personal que en sus primeros años de estancia en Guadalajara no fue bien recibida, e incluso provocó que sufrieran ataques y descalificaciones por parte de algunos artistas y de un público conservador, reacios a aceptar propuestas estéticas que no encajaran con la tradición figurativa imperante. Sin embargo, al paso del tiempo sus obras fueron revaloradas y hoy forman parte del patrimonio cultural de los jaliscienses.

El propósito de este trabajo es mostrar cómo Tomás Coffeen encontró en esta región los temas que le permitirían desarrollar una obra plástica genuina y original, en la que desplegó sus conocimientos y hallazgos en el uso del color. Asimismo, mostraremos cómo esos saberes los puso a disposición de sus alumnos, mediante ejercicios que permitieran al estudiante experimentar las interacciones de los colores y la valoración de las gamas cromáticas. Pero antes de ello, analizaremos los argumentos de trasfondo xenófobo con los que sus detractores descalificaban a su persona y a su obra, los cuales partían de un celo nacionalista fomentado por los representantes y seguidores de la llamada Escuela Mexicana. También se verá, de manera general, qué entendían por «arte mexicano» diversos estudiosos e investigadores del tema. Tomamos el caso de Tomás Coffeen porque es el ejemplo más claro y cercano que tenemos de un pintor que utilizaba el color con pleno conocimiento de sus potenciales expresivos.

Desde su llegada a Guadalajara en 1947, Coffeen percibió un ambiente amable y un clima apropiado para sus condiciones de salud. Se inscribió en la Facultad de Bellas Artes, que por ese tiempo estaba en el Museo del Estado, bajo la dirección de José Guadalupe Zuno, y se graduó como maestro en Pintura, en 1952, con mención honorífica; para entonces el director era Arturo Rivas Sáinz y el plantel se llamaba Escuela de Artes y Letras, que había cambiado sus instalaciones al Politécnico. Cabe aclarar que Coffeen no fue el único extranjero inscrito en esa escuela, hubo también otros estadounidenses que luego de concluir los cursos se fueron de la ciudad. En 1953, las autoridades universitarias designaron como director a Jorge Martínez, quien cambió la planta de profesores y propuso que en adelante se llamara Escuela de Artes Plásticas, la cual se mudaría de manera definitiva a una calle de distancia del Teatro Degollado y en donde Coffeen ejercería la docencia durante veintisiete años.

En 1948 Coffeen fue invitado a participar en una exposición colectiva en Villa Montecarlo, en Chapala. Sus cuadros aún traían la influencia de sus estudios en el Instituto de Bellas Artes de San Francisco, donde predominaba la escuela del expresionismo abstracto, y causaron extrañeza y hasta disgusto en algunos asistentes. En un texto publicado bajo el pseudónimo de Pepe Grillo en la revista Guadalajara, el autor escribió que el artista no tenía «el menor sentido de las vibraciones del color», y lo calificó como un gringo que sólo pintaba por hobby, con un mero afán de lucro. Al año siguiente, Coffeen expuso en la Galería de Arte Moderno, que dirigía Francisco Rodríguez Caracalla en la Ciudad de México; ahí también se dividieron las opiniones acerca de su obra. Mientras un comentarista apreció su manejo de la forma con valores escultóricos, otro opinó que su dibujo era absurdo y que los colores amarillos sólo pudo verlos en su imaginación; también lamentó que «sus trabajos sólo puedan gustar a los anormales, en sentido estético». Coffeen resintió los comentarios adversos, pero siguió fiel a su manera de pintar, pues tenía claro lo que andaba buscando.

En el ámbito de la plástica nacional, por esos años se estaba gestando ya un movimiento de pintores que se autonombraron independientes y que darían origen a la llamada Generación de la Ruptura. Estos jóvenes artistas estaban en contra de los dictados estéticos de los grandes muralistas y de su ideología nacionalista, cuyos productos artísticos consideraban anquilosados y repetitivos. Veían en Rufino Tamayo el ejemplo a seguir en la búsqueda de nuevas y diversas maneras de hacer arte, sin apegarse a un solo criterio o tendencia, ya fuera figurativo o abstracto.

La historiadora de arte Judith Alanís observa que, cuando el modelo del nacionalismo decayó, se pasó de un arte al servicio del pueblo y democratizador a un producto de consumo; mientras que la exaltación de lo popular, sustentada en el indigenismo, cayó en actitudes xenófobas, populistas y demagógicas, propicias para que se considerara que la Escuela Mexicana había agotado sus posibilidades formales y expresivas. Según Carlos Blas Galindo, los artistas que empezaban a emerger en los años cincuenta se rebelaron contra el nacionalismo mexicano, y algunas de sus razones fueron el prestigio que habían logrado en el extranjero, la posibilidad de viajar a otros países y conocer la producción extranjera, así como la necesidad del mercado del arte de contar con obras nuevas y originales que el nacionalismo mexicano ya no podía satisfacer. Por otra parte, no hay que perder de vista que una vez que fueron desapareciendo los políticos surgidos de la Revolución y tomaron el poder los civiles, el país entró en un proceso de modernización e industrialización que se vio reflejado en todos los órdenes de la vida social y cultural.

En 1952, los defensores del nacionalismo y del arte realista con contenido social se agruparon en el Frente Nacional de Artes Plásticas (fnap), con David Alfaro Siqueiros a la cabeza. Siguiendo las mismas consignas y postulados del fnap, en 1954 se creó en Guadalajara el Frente Artístico Neorrealista de Jalisco, integrado por profesores y alumnos de la Escuela de Artes Plásticas, quienes lanzaron un manifiesto para oponerse a un arte que consideraban contrarrevolucionario e imperialista. El blanco de los ataques de los neorrealistas y de algunos comentaristas de arte fueron Tomás Coffeen y Mathias Goeritz. Más aún: el conflicto se redujo a realistas vs. abstraccionistas. El pintor Guillermo Chávez Vega, miembro de los neorrealistas y acérrimo enemigo de la corriente abstracta, lo expresó de la siguiente manera: «Si el abstraccionismo sólo conjuga tonalidades plásticas, armonías cromáticas, texturas audaces, “emociones subjetivas”, la pintura realista expresa al hombre y todos los problemas inherentes a él».

Entre 1949 y 1952 se abrieron varias galerías en la ciudad y se organizaron múltiples exposiciones que animaron el ambiente artístico local. En las galerías Camarauz y Arquitac, Goeritz organizó exposiciones de artistas europeos como Kandinsky, Paul Klee, Miró, Picasso y Arshile Gorky, entre otros. El público se mostró desconcertado ante esas obras y su lenguaje moderno, y admitió no entenderlas. En un texto publicado en el periódico El Occidental en enero de 1951 bajo la firma de J. M. Ramírez F. con el título «¿Labor cultural o malinchismo?», el autor expresó su desacuerdo con las exposiciones de pintura moderna presentadas el año anterior, y cuestionó: «Bueno, señores, ¿se quiere elevar el nivel artístico de Guadalajara, y se trae pintura extranjera y se trae a pintores extranjeros para que la hagan y enseñen a un grupo? ¿Eso es hacer verdadera labor por la cultura del pueblo? ¿Eso es orientar al artista, al pintor tapatío, para que se encuentre a sí mismo?». En su opinión, al finalizar 1950 el resultado en materia de exposiciones fue «agrio», pues se generó un «movimiento pictórico de experimentación» por personas que trataban de «rebajar el valor de la pintura mexicana», y algunas galerías preferían traer obra de artistas extranjeros antes que exhibir a los pintores mexicanos. Otro ejemplo más de las manifestaciones xenófobas fue la opinión publicada en el mismos diario días después por Pedro M. Rivas Salmón, quien escribió: «Lo extranjero ha llegado a ser un ídolo, y esta malhadada idolatría tan perjudicial para nuestras esencias ha cundido por todo el país». Puso como ejemplo el que «a un profesor importado allende los mares, o cobijado con la bandera estrellada, se le paga en México mucho mejor que a un profesor mexicano». La alusión a Goeritz y a Coffeen es clara.

Hacia 1965, Tomás Coffeen y el escultor francés Olivier Seguin, quien ingresó como profesor en la Escuela de Artes Plásticas, expusieron de manera individual y en distintas fechas en la Casa de la Cultura Jalisciense. Al hacer una revisión de lo expuesto durante ese año, el crítico José Luis Meza Inda advirtió que las mejores exposiciones de artistas del ámbito local fueron las de Coffeen y de Seguin, quien expuso dibujos. Del primero, destacó su sello y estilo perfectamente definidos, así como sus combinaciones cromáticas que «tienen la cualidad de parecer magistrales a unos y escandalosas a otros». Al segundo lo calificó como un verdadero precursor y brillante creador de formas nuevas, pero lamentó que su obra fuera desairada por un público que no pudo entender «aquellas manchas y líneas informes», pues estaba más acostumbrado a «los caminos trillados» y a las «bellas y caducas tradiciones», ya que eran reacios a la renovación.

Pero, ¿qué es lo que define al arte mexicano, si es que realmente existe un arte con características nacionales? Para Manuel Felguérez, es difícil definir en qué consistió la Escuela Mexicana, si en la gráfica se combinaban paisajes campesinos y mensajes sociales mediante las técnicas centroeuropeas del grabado en madera y linóleo, y si Orozco y Siqueiros fueron expresionistas y Diego Rivera primitivista. Esta opinión la compartía Coffeen, quien decía que, aunque los temas de Diego Rivera eran mexicanos, su técnica era italiana, mientras que la técnica de Siqueiros era moderna y nada tenía que ver con una escuela mexicana ni con lo indígena, en tanto que Orozco estaba ligado a los expresionistas alemanes. Afirmaba que es difícil encontrar una identidad nacional en el arte. «Pintura mexicana es pintura hecha por mexicanos, no tal cosa que se pueda decir que es mexicana. Casi no hay cosa que se pueda decir: “esto es mexicano, esto es francés”, etc. Si es pintura moderna, tiene ciertas características que son modernas y no nacionales», afirmaba. Para él, quien sí podría considerarse como pintor mexicano era Rufino Tamayo.

Sin embargo, sí ha existido el interés por parte de algunos investigadores de averiguar en qué reside lo mexicano en el arte. Un ejemplo es el historiador José Moreno Villa, quien se dedicó a indagar qué caracteriza lo mexicano en las artes plásticas, y desde su perspectiva como español consideró que lo mexicano en Tamayo se encuentra en dos cosas: «una de orden psicológico, tal vez moral; otra, de orden físico. Por la primera se une este joven maestro con Orozco, por la segunda, con su tierra en conjunto. La primera se apoya en la visión dramática de la vida indígena; la segunda en los tonos sordos de esta tierra, en los colores más característicos de ella: el del tezontle en fusión con el verde sombrío del órgano y el gris verdoso del jade». Moreno Villa percibió en los pintores mexicanos «algo tan seco y hosco para mí —en cuanto europeo— como lo hay en la terrible escultura monumental de la Coatlicue. Algo que es de un mundo menos jugoso que el europeo y de un calor o pasión tenebrosa». Aunque advirtió que sus conclusiones no eran definitivas, consideró que en la pintura intervienen varios factores, como la idea, la composición, el dibujo y el color, y «cada uno de ellos puede determinar el mexicanismo». Octavio Paz, por su parte, escribió que, en sentido estricto, «es discutible que las artes tengan nacionalidad. Lo que tienen es estilo». En este mismo sentido, cabría preguntarse si existe un color mexicano o de cualquier otra nacionalidad.

El investigador francés George Roque plantea que generalmente se ha considerado al color como un adorno, el elemento con el cual se rellenan las formas, y que se le ha dado más importancia a la forma y su significado que al color. Advierte, asimismo, que para realizar a profundidad estudios sobre el color y sus distintos usos culturales se requiere la conjunción de diversas disciplinas, como la lingüística, porque los colores tienen nombres; también se necesita la química, para conocer su técnica de elaboración; la sociología y la antropología para analizar sus usos en las distintas sociedades, así como la semántica, la filosofía y la semiótica para comprender su simbología, entre otras.

Tomás Coffeen conocía el libro La interacción del color, de Josef Albers, en el que se explica la relatividad de los colores, pues cada uno recibe la influencia de otros, sobre todo de los que tiene más cercanos, y por lo tanto cambia la percepción que tenemos de ellos. Según la teoría de Albers, hay colores influyentes o colores influidos, dependiendo de sus propiedades y saturación. Otros aspectos de esa interacción son la intensidad lumínica, la sustracción, la imagen persistente, la simultaneidad o mezcla óptica, la yuxtaposición y la transformación cromática. Coffeen empleaba estas teorías tanto en su obra como en sus clases de pintura. En unas pequeñas cartulinas reprodujo algunos ejemplos del libro de Albers para explicar a sus alumnos la relación y subordinación de los colores. También llevaba a los estudiantes a la Barranca a hacer estudios de paisaje, pero pedía que sólo emplearan tres colores básicos: azul, rojo y blanco, para que al mezclarlos se obtuviera la mayor cantidad de tonos posible.

Coffeen cuidaba la calidad de los pigmentos para evitar alteraciones en los colores que aplicaba en sus lienzos. Llegó a decir que prefería comprar un buen tubo de color que un buen traje, y que prefería vivir en una casa menos moderna para tener con qué comprar colores de calidad. Le parecía que usar materiales baratos era una idea «tontamente romántica».

Hay quienes consideran que Coffeen introdujo el arte abstracto en Jalisco. En realidad no fue así, porque cuando llegó a Guadalajara venía huyendo del abstraccionismo imperante en Estados Unidos y él quería pintar escenas de toros y figuras humanas. Incluso no tenía una buena opinión del arte abstracto. En 1972, en una entrevista publicada en un periódico local, afirmó que el abstraccionismo estaba liquidado, porque se había transformado en un estilo solamente decorativo. Tenía la certeza de que había «que renovarse en contacto con la naturaleza». Con este propósito en mente se dedicó a crear cuadros basados en los referentes de su entorno, como escenas de mujeres en iglesias, cristos, paisajes, calles de pueblos, desnudos, retratos, naturalezas muertas y fachadas de casas de San Pedro Tlaquepaque, donde residió hasta su muerte. No pretendía representar sino transfigurar estéticamente estos temas, y para ello se valía del color. Usaba combinaciones de colores en contrastes no habituales, que para los gustos conservadores resultaban inadmisibles. Particularmente las fachadas provocaron entusiasmo y también disgusto. ¿Cómo una pared amarilla, unas ventanas verdes, una puerta roja y un cielo intensamente azul creaban un cuadro? Al respecto, el dibujante Humberto Ortiz escribió: «Resultaba sumamente extraño enfrentar el cuadro de una fachada donde se combinan los contrastes simultáneos con colores complementarios, y que esto transmita un mensaje de pacífica soledad y tranquilidad absoluta».

El crítico de arte José Luis Meza Inda, entusiasta seguidor de la obra de Coffeen, advirtió que éste no llegó aquí a capturar los aspectos exóticos y folclóricos de nuestra cultura, sino que «trató de expresar, a través de un lenguaje plástico propio, lo íntimo y maravilloso de este pequeño mundo cotidiano y ajeno, recién descubierto y cargado de atmósferas, objetos y personajes que se desplegaban novedosamente ante sus ojos». Todo eso lo recreó a su manera, y el cúmulo de piezas que pintó «desconcertaron y atrajeron al mismo tiempo, por aquella su aparente simplicidad de trazo y composición, y sobre todo por la peculiar explosividad del colorido, donde los rojos, ocres, añiles, verdes, magentas, encarnados y azules, contrastados de manera poco ortodoxa, eran capaces de sacudir hasta las retinas más endurecidas», completó Meza Inda. Coffeen dijo en una ocasión que su colorido quizá tenía una raíz impresionista, ya que a los dieciocho años vio una exposición con reproducciones de obras de Van Gogh que le enseñó mucho del camino del color.

Para el pintor Ramiro Torreblanca, de todas las series o épocas en la pintura de Coffeen las más importantes fueron los paisajes urbanos de Tlaquepaque y las llamadas Escarpas o Rogowo, conjunto de cuadros inspirados en los paredones rocosos de la Barranca de Huentitán, donde experimentó un cambio en el uso de los colores, quizá motivado por su descubrimiento de la obra de Giorgio Morandi, que lo llevó, primero, a realizar una serie de cuadros pequeños de un mismo florero con variantes cromáticas. Coffeen reveló que tenía un cúmulo de experiencias y bocetos de la Barranca,
y al empezar a llevarlos a los lienzos supo «que no podría utilizar la paleta usual y me di cuenta de que no estaba usando la línea con que había tomado los esbozos iniciales. En la Rogowo había una reflexión, una revelación de otro mundo que no sabía que existía. Decidí que el cuadro me llevara a donde quisiera». Torreblanca vio en esta serie tres principales variantes: la búsqueda de varios puntos de fuga en un solo cuadro; la utilización de varios planos superpuestos, y la yuxtaposición de formas en un solo plano para lograr movimiento y vibración. Torreblanca aplica a la obra de Coffeen una frase dicha por Matisse: «La estructura de estos cuadros está dada por la meditada relación de sus colores constituyentes». Tomás Coffeen consideraba que en las Escarpas su exploración pictórica fue más tonal que temática, y en cierto modo un reencuentro con la abstracción.

Las ideas de Coffeen sobre la creación artística y sobre su propia obra las manifestó de la siguiente manera: «El pintor debe ser pensante y emotivo al mismo tiempo: coherente para forjar la estructura de su obra y expresivo para manifestarse a través del color. Yo, al realizar un cuadro, me oriento hacia las relaciones que se establecen entre todos los elementos que integran la pintura, no hacia el objeto plasmado». «La forma es intelectual, el color es primitivo. Las formas nos informan de un hecho, los colores nos evocan una emoción. Los elementos formales siempre serán abstractos. Los colores, con su salvaje acometividad, turbarán nuestro inconsciente. Los colores y las formas integradas en una obra son ya autónomos en sí y portadores de ciertas emociones, ideas y sensaciones que el espectador descubre sin coincidir con el autor».

Sus reflexiones acerca de la forma y el color, y lo que éstos provocan en el espectador, lo llevaron a plantear las divergencias que hay entre las experiencias de vida del pintor y del público. Puso como ejemplo el color rojo en un cuadro, que para el pintor puede tener un significado preciso, pero no significar lo mismo para el espectador. Incluso se preguntó si el rojo puede tener un significado propio, independiente de quien lo usa y quien lo mira. Su respuesta fue que es imposible que dicho color no refleje recuerdos por asociación, y que éstos no estén presentes al mirar una pintura. Para él, el rojo le recordaba sus experiencias de infancia, como las manzanas del huerto de su abuelo, las amapolas rojas, un poema de guerra y los muertos en el campo de batalla, así como los aviones y bombarderos que veía explotar en pedazos, envueltos en llamas, en las Islas Aleutianas, adonde fue asignado durante la guerra. «De cualquier manera, yo pienso que al mirar una pintura todas nuestras experiencias a través de la vida se involucran», recalcó.

Esta afirmación de Coffeen se asocia a lo que el historiador Roger Chartier señala en su famoso libro El mundo como representación: que las obras no tienen un sentido estable, universal y fijo, sino que están investidas de significaciones plurales y móviles, «construidas en el reencuentro entre una proposición y una recepción, entre las formas y los motivos que les dan su estructura y las competencias y expectativas de los públicos que se adueñan de ellas».

Para concluir, hay que señalar que la originalidad, honestidad y calidad de la obra de Tomás Coffeen han resistido la prueba del tiempo y ahora esa obra ha sido valorada en una más justa dimensión y se le ha incluido en las colecciones de arte de las más importantes instituciones educativas y culturales de Jalisco. Incluso, obras suyas han formado parte de exposiciones de arte jalisciense presentadas en diversos espacios culturales del país. ¿Puede, entonces, considerarse que la obra de Tomás Coffeen es jalisciense, más aún, mexicana? Definitivamente, no. Es pintura moderna cuyos contenidos se refieren al entorno cultural y social de la región, pero que mantiene ante todo una coherencia estética, alejada de la pura representación temática.

Aunque admitía no formar parte de la tradición pictórica local, Coffeen se sentía parte de la comunidad en la que vivía, y así lo expresó: «No sé si mi pintura refleja a un Tlaquepaque fácilmente identificable, pero lo que hago sí refleja las raíces que yo mantengo aquí. Si pertenezco a una comunidad, es a la de aquí».

Fuentes consultadas

  • Judith Alanís, respuesta al texto de Raquel Tibol «El nacionalismo en la plástica durante el cardenismo», en El nacionalismo y el arte mexicano (ix Coloquio de Historia del Arte), unam, México, 1986.
  • Roger Chartier, El mundo como representación, Gedisa, Barcelona, 1992.
  • Manuel Felguérez, «La Ruptura: 1935-1955», en: http://www.revistaimagenes.esteticas.unam.mx/la_ruptura, recuperado el 27 de junio de 2021.
  • Carlos Blas Galindo, «Nacionalismo y neonacionalismo», itam, México, 1988, en: http://biblioteca.itam.mx/estudios/estudio/letras12/notas1/sec_1.html, recuperado el 26 de junio de 2021.
  • José Luis Meza Inda, «Panorama pictórico de 1965», El Informador, Guadalajara, 26 de diciembre de 1965.
  • «Coffeen y la pintura moderna en Jalisco», Tomás Coffeen (catálogo), Secretaría de Cultura de Jalisco, Guadalajara, 1995.
  • José Moreno Villa, Lo mexicano en las artes plásticas, fce, México, 2004.
  • Humberto Ortiz Rivera, «Tomás Coffeen, maestro de la luz y el color», Cuaaderno núm. 1, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2002.
  • Octavio Paz, Los privilegios de la vista, tomo iii, fce, México, 1987.
  • Javier Ramírez, «Tomás Coffeen, la mirada de la imaginación», Tomás Coffeen (catálogo), Secretaría de Cultura de Jalisco, Guadalajara, 1995.
  • — El arte en Jalisco: entre la tradición y la renovación. Conflictos entre artistas locales y extranjeros, 1959-1970 (tesis de Maestría en Historia de México), Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2015.
  • George Roque (coord.), El color en el arte mexicano, unam, México, 2003.
  • Ramiro Torreblanca, «Tomás Coffeen, pintor», Tomás Coffeen (catálogo), Secretaría de Cultura de Jalisco, Guadalajara, 1995.

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