Leo, en estos días, el libro más reciente de María Negroni: El arte del error (Vaso Roto, 2016). Se trata de un conjunto más bien breve de ensayos —todos ellos luminosos— en los que la escritora argentina continúa con su minuciosa exploración de los autores y las obras que le fascinan y, en buena medida, forman parte de su formación literaria y sentimental. Uno de ellos —«La folie Edward Gorey»— me impulsó a redactar las líneas que siguen. En este ensayo, Negroni aborda un tema que hoy en día resulta, por decir lo menos, políticamente incorrecto. Y es que Gorey, «escritor, dibujante, eximio cultor del humor macabro y especialista en el asesinato de niños», es autor de una obra, en su nodo central, provista de «un tipo de humor indescifrable que descarta, por sí solo, cualquier afán didáctico». Nacido en Chicago, Gorey amaba las coreografías de Balanchine, las novelas de Jane Austen, la pintura de Balthus; odiaba la política y el mar «porque, decía, no tiene forma. Y, en cuanto a los niños, cuando le preguntaban por qué los execraba, contestaba: “No conozco a ningún niño”».
Yo descubrí a Gorey a mediados de los años ochenta, por casualidad, al recorrer los estantes del área infantil en una librería en Los Ángeles. Compré dos volúmenes de su autoría, Amphigorey Too y Amphigorey Also, en formato tamaño carta, que, años después, hicieron las delicias de mis hijos. Me bastó con hojearlos para darme cuenta de que había en ellos algo perturbador, algo que hacía extraña su inclusión precisamente ahí, entre muchos otros volúmenes de contenido baladí que, se entiende, suelen estar destinados a la lectura de los infantes. Entre otras de sus historias, tanto como a la propia María, me llamó la atención la de Los pequeños macabros. «Se trata de un muestrario alfabético de muertes de niños. De la A a la Z: Amy rueda por las escaleras, a Basil lo comen los osos, Clara se consume de tuberculosis…», and so on. Con la agudeza que la caracteriza, Negroni añade: «Los hermanos Grimm habrían celebrado esta obra que viene, subrepticiamente, a reivindicar la suya, censurada hace años por un mercado edulcorado que ve a los niños como adalides de la inocencia, y a los adultos como seres suficientemente razonables (envejecidos) que deberían protegerlos».
¿Qué nos leían —los padres, los abuelos— cuando éramos niños, antes y después de que pudiéramos hacerlo por nuestra cuenta, en los años sesenta del siglo pasado? Respondo, de acuerdo con mi vivo recuerdo: Las mil y una noches, relatos extraídos de la mitología griega, las novelas de Julio Verne y, por supuesto, los cuentos de los Grimm y los de Hans Christian Andersen. De este grandísimo autor recuerdo, particularmente, la emoción con que mi abuela nos leía tres de sus cuentos: «La niña de los fósforos», «La reina de las nieves» y «Los cisnes salvajes». En el primero, asistimos a los últimos instantes en la vida de una pequeña que, vestida con harapos y descalza, en medio de la nieve, durante la última noche del año, trata de darse un poco de calor con los fósforos que no ha podido vender. Conforme los enciende, la niña es testigo de magníficas visiones: una gran estufa, una mesa donde humea un pato asado, un árbol de Navidad… De pronto, aparece su abuela —muerta tiempo atrás— y la niña gasta hasta el último fósforo para verla y escucharla nuevamente. A la mañana siguiente los paseantes encuentran su cadáver congelado. No me detendré demasiado en un cuento estupendo como «La reina de las nieves», otra metáfora del frío extremo, donde la crueldad y su adversaria, la bondad, alternan sus papeles. De «Los cisnes salvajes» diré que, luego de un larguísimo periplo para deshacer el maleficio con que la madrastra ha hechizado a sus once hermanos varones, Leonor —acusada de bruja y a punto de ser quemada en la hoguera— logra salvarlos a todos, volviéndolos humanos, menos a uno de ellos, que conservará para siempre una de sus extremidades convertida en ala, como una inacabada metamorfosis. Por cierto, en este cuento, Andersen habla de un libro de estampas dotado de vida, donde los personajes dejan su lugar para hablar con Leonor y sus hermanos, «pero tan pronto como la niña volvía la hoja todos se colocaban en sus puestos para que no hubiese confusión en las láminas». Borges debe de haber leído este cuento —y también, sin duda, la célebre autora de Harry Potter— cuando se preguntaba, de niño, si las acciones y los personajes de los libros que leía se mezclaban al cerrar el libro que, a la sazón, leía… Pero apenas comienzo y ya veo que de aquí pue- de desprenderse una más extensa elucubración que, entre otras cosas, reivindique el derecho de los niños a leer cualquier cosa (muchos de ellos lo hacen ya, seguramente, a través de internet) y no aquello que les está expresamente destinado, casi siempre por adultos carentes de imaginación.
«Ninguna pintura puede contar porque ninguna transcurre. La pintura nos enfrenta a realidades definitivas, incambiables, inmóviles. En ningún cuadro, sin excluir a los que tienen por tema acontecimientos reales o sobrenaturales y a los que nos dan la impresión o la sensación del movimiento, pasa algo. En los cuadros están, no pasan. Hablar y escribir, contar y pensar, es transcurrir, ir de un lado a otro; pasar. Un cuadro tiene límites espaciales pero no tiene ni principio ni fin; un texto es una sucesión que comienza en un punto y acaba en otro. Escribir y hablar es cruzar un camino; inventar, recordar, imaginar una trayectoria, ir hacia… La pintura nos ofrece una visión, la literatura nos invita a buscarla y así traza un camino imaginario hacia ella. La pintura construye presencias, la literatura emite sentidos y después corre tras ellos, aquello que se fuga entre las mallas de las palabras y que ellas quisieran retener o atrapar. El sentido no está en el texto sino afuera. Estas palabras que escribo andan en busca de su sentido y en esto consiste todo su sentido».
No resulta difícil estar de acuerdo con estas palabras de Octavio Paz. El párrafo conforma el capítulo veintidós de El mono gramático; un libro en el que Paz disuelve las fronteras entre los géneros literarios e inventa un camino para pasar a través de ellas con naturalidad. No es un libro de fácil lectura, sino que solicita nuestra frecuentación y nos invita a participar, a recorrer con el autor el sendero de Galta que se borra y se renueva a medida que nuestros ojos lo recorren y lo inventan. En El mono gramático creo advertir algo semejante a la felicidad de la escritura, que es a la vez una lectura del mundo. En él están contenidas algunas de las pasiones y los temas del Paz más profundo, sin menoscabo de una muy manifiesta pasión por nuestra lengua, a la que concibe como una lengua abierta, en constante transformación, un idioma a la vez exuberante y preciso, con hondas raíces que se abren paso, como el nim de la India o el chopo de México, en el limo de la memoria y cuya fronda se dispara al cielo formando en su trayecto una casa habitable. El erotismo, por supuesto, encuentra un nombre, un cuerpo y algo que está más allá de los cuerpos. Una mujer a la que Paz ha bautizado con un nombre cargado de energía: Esplendor. Como si nos advirtiese que en este cuerpo, al que describe minuciosa- mente, con palabras y frases de una dulce violencia, reside no sólo la fuerza del deseo y la pasión erótica, sino la vía más cierta hacia la iluminación. Y está también en este libro la que fue, seguramente, a lo largo de toda su vida, una de sus más grandes pasiones: la pintura. Al igual que Leonardo, Paz encuentra en la vista al «más noble de los sentidos» y al ejercicio de la mirada como una forma de felicidad resuelta en una frase: Los privilegios de la vista.
Atento discípulo de Baudelaire, a Paz le preocupa averiguar las correspondencias que existen entre las diversas disciplinas artísticas. Escribió, lo sabemos, numerosos ensayos sobre pintura mexicana y forastera; en todos ellos encuentra siempre una veta inédita, un camino nuevamente, una vía de ida y vuelta. No quisiera hacer aquí un catálogo de los poemas que dedicó a la pintura. Sí quisiera insistir en el hecho de que en todos ellos establece un diálogo; una conversación lúdica, una indagación que es al mismo tiempo creación, desde y hacia la obra de cada pintor. Son poemas que se dejan leer independientemente de las obras que los originaron. Claro, si uno ha visto la obra de Juan Soriano, la de Balthus o la de Joan Miró, podrá tener una más activa participación en la lectura de estos poemas. Pero no hace falta. Mediante la palabra, que pertenece al reino del tiempo, del transcurso, del movimiento, Paz nos acerca al dominio del espacio. Y es aquí donde vuelvo a la cita del principio: «Un cuadro tiene límites espaciales, pero no tiene ni principio ni fin». Con esto quiere decir que las obras de arte no son absolutamente inmutables, sino que son — que deben ser— un surtidor permanente para la imaginación de todo aquel que se acerque a contemplarlas. La gran pintura contemporánea, al igual que la gran pintura de la antigüedad, detenida en el espacio de la roca, el pergamino, la piel, el papel o el lienzo, no es inamovible. Si algo fija, como quería Rimbaud, es un vértigo. Y la fijeza, como lo dice Paz en El mono gramático, es siempre momentánea.
En un lapso apenas menos breve que sus vidas, se adelantaron en el camino cuatro amigos: Guillermo Samperio, Ignacio Padilla, Luis Alberto Arellano, Eusebio Ruvalcaba. «No perdono a la muerte enamorada, / no perdono a la vida desatenta», nos dolemos con Miguel Hernández. Rotunda, como el vocablo que la nombra, la muerte llega al oído con la fuerza de dos sílabas en apariencia inofensivas. ¿Es una palabra que asusta? Sin duda. Aun el más taimado, el más resuelto, temblará ante la fuerza que, como un límite absoluto, le impone una palabra, esta palabra. Tememos morir, la muerte nos asusta. Pero, pronunciemos la palabra muerte cinco veces, quince, veinticinco veces… ¿Qué queda? Queda, tal vez, un vacío. El hueco del sinsentido. A fuerza de nombrarla, en el cotidiano ejercicio de mirarla, la muerte, esa palabra, pierde sentido. Se convierte en algo hueco: mueren los otros, registramos su agonía, los asistimos en su muerte, espectadores solícitos o impávidos, los vemos, los escuchamos morir. Nosotros estamos vivos, respiramos y el aire dócil llena los pulmones. En la antigüedad se entiende de una manera definitiva esta diferencia: el vivo respira. La sombra del muerto desciende y ocupa un territorio irrespirable. El alma es algo semejante al aire, viene con el aire, habita el cuerpo y se desprende, soplo o mariposa, cuando el cuerpo, materia al fin, rinde la cuenta de su tránsito terrestre. La muerte viene a ser entonces un espacio inédito, único, un sitio que reclama un habitante. ¿Translación sin retorno? ¿Rito de paso indispensable para comenzar una menos incierta —y quizá más plena— vita nuova? Misterio. En todo caso, para habitar el otro mundo, es necesario morir. La muerte es condición indispensable de la existencia. Nada hay, nada hubo, nada se cumple aquí en la tierra, sin la muerte. «Muerte f. (lat. mors, mortis). Cesación definitiva de la vida», dice el Larousse. Y escribirlo así parece tan fácil. Sea como tenga que ser, yo levanto mi caballito de tequila y brindo por esos cuatro amigos hoy ausentes.