En Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut, 1999), película testamentaria de Stanley Kubrick, Alice (Nicole Kidman) relata a Bill (Tom Cruise), su marido, una situación por él desconocida. Ella le hace saber que tiempo atrás, mientras disfrutaban de unas vacaciones, en la recepción del hotel donde se hospedaban vio a un hombre que le causó una impresión tan fuerte que, si «tan sólo la hubiera mirado», ella habría dejado todo y corrido tras él. La narración se sustenta en lo que fue posible; sin embargo, Bill la hace presente e imagina lo probable, y más, visualiza a su mujer (la muy sucia) en manos del otro. Ya está. Ella efectivamente estuvo con él: nosotros somos testigos. Y es que, si bien puede ser una perogrullada, es justo anotar que en el cine las cosas que pasan no pasan, se quedan: no en vano existía la teoría de que el movimiento en pantalla se debía a la persistencia de las imágenes estáticas en la retina. Aunque esta creencia ya ha sido rebasada, sí es pertinente asentar que lo que se ve se imprime (primero en la película, después en el cerebro del espectador), y el posible cambio de connotación (sueño, falso recuerdo, imaginación) sólo es posible mediante las mañas del montaje o los artificios de la narrativa, y ha de realizarlo el que mira y escucha.
Es por eso que, si el espectador ha de ser puesto frente a la amnesia de un personaje, por ejemplo, lo mejor es dejarlo en la ignorancia. A diferencia de Wolverine, el hombre X que fue objeto de un experimento que entre otras cosas le borró la memoria y que vive obsesionado por saber qué pasó con él y cómo llegó a ser lo que es, M (Markku Peltola), protagonista de El hombre sin pasado (Mies vailla menneisyyttä, 2002), del finlandés Aki Kaurismäki, prefiere ignorar lo que era antes de ser atracado y liberado de su pasado, y más cuando aparece alguien que sí sabe qué fue (y no era exactamente un prohombre). La felicidad posible se abre para M gracias a la amnesia (y puesta la memoria en personajes «iniciales», ¿qué no haría K si pudiera despachar lo que fue y de pasada dejara de ocupar el lugar que ocupaba en «el sistema social?»: el tema hasta sería digno de un musical). Kaurismäki es bastante inteligente (y bastante buen cineasta) como para resolver su futuro en un sesudo diálogo revelador (o pasajes explicativos) de las buenas nuevas intenciones de M: desde el momento en que sufre la pérdida de memoria el cineasta concibe una estrategia estilística que, apoyada en la luz y en el color, ofrece un panorama diáfano al atolondrado personaje, que al recuperarse se reinventa.
El hombre sin pasado es una excepción (una feliz excepción, es justo subrayar) en el cine, tanto en el tratamiento como en el desenlace propuesto. Por lo general, el amnésico sufre hasta que recupera lo que perdió, y el conflicto de la película a menudo lo constituye la pérdida misma.
(Si bien es cierto que es mucho más común seguir a personajes que son atormentados por su pasado, como Bruce Wayne, quien atosiga de manera infatigable a los malos de Ciudad Gótica, pero ni así consigue borrar de su memoria el asesinato de sus padres, del que se siente responsable). En Memento (2000), de Christopher Nolan, por ejemplo, la angustia de Leonard (Guy Pearce), el protagonista, se incrementa día a día porque ha dejado de funcionar su memoria a corto plazo (y trata de remediarla mediante notas que hace pero cuyo significado ignora al día siguiente) mientras él trata de resolver el asesinato de su esposa, único recuerdo firme (por ser distante). La estructura narrativa empleada por Nolan es eficaz en tanto que permite contagiar al espectador de la desazón del protagónico, pero aquél tiene que recurrir a su memoria de corto plazo justamente para poder armar el rompecabezas propuesto: ya lo viera tratando de entender la película si olvidara conforme ve.
La lucha contra el olvido es lo que también mueve al protagonista de Ciudad en tinieblas (Dark City, 1998), del cineasta de origen egipcio Alex Proyas. La historia registra los pasos de un hombre que se niega a olvidar y que trata de echar abajo las actividades de un grupo de extraterrestres (o «extraños») que cada día modifican el rostro de la ciudad e implantan falsas memorias en sus habitantes. Según me acuerdo, los guiños al expresionismo alemán y al cine negro son provechosos para el buen tránsito de la cinta. Es justo reconocer que no la he vuelto a ver: no vaya a ser que termine por decepcionar a mi memoria y deje de tenerla en el concepto que la tiene, como a menudo sucede con películas que se visitan tiempo después y generan una impresión que raya en la decepción. De lo que mejor me acuerdo, eso sí, es de Jennifer Connelly, que da vida al personaje femenino con mayor presencia en la trama: ¿cómo olvidarla?
Para cerrar este incompleto y parcial repaso de las películas que me acuerdo que tratan y maltratan los asuntos de la memoria, es pertinente el acercamiento a Amarcord (1973), de Federico Fellini (cuyo título bien pudiera traducirse como «Me acuerdo»). Dicen los que conocen su biografía que los eventos ahí registrados pertenecen a lo vivido en sus mocedades por el genial italiano, y que el pueblo emulado es Rímini, donde nació. Yo no lo
sé de cierto, pero estoy seguro de que Fellini llenó la cinta con recuerdos más o menos falsos, que perpetró una idealización del pasado. Tal vez ahí esté la explicación
de la felicidad con la que la cinta transcurre y se recuerda. No guardo muchos episodios en la cabeza, pero hay imágenes que no se van. Y es que el generoso italiano tuvo a bien redondear frente a su lente a mujeres de prodigiosos atributos por delante y memorables desproporciones por detrás. Puedo constatar que mi memoria se aferra
a la geometría en femenino, y tal vez las divas fellinianas no sean tan bellas como
las recuerdo, pero ¿a quién le importa?