Matar el tiempo [fragmento de novela] / Mario Szichman

para Carmen Virginia Carrillo, editora de mis escritos,
quien me enseñó a afrontar nuevos textos

I
Inspeccionó la multitud: los que iban a morir y los que iban a sobrevivir.
Los del primer grupo portaban sus rostros finales. En una semana más se trocarían en un compuesto orgánico. Prevalecerían la fibra de vidrio, el concreto y el combustible de aviación. Los sobrevivientes sufrirían vidas precarias. Las intercaladas fotos que los seguirían en su viacrucis revelarían veloces mudanzas en el avance hacia una muerte prematura.
     Era el martes 4 de septiembre de 2001, una semana antes de la caída de las torres. Estaba en la Promenade que unía la Torre Norte con la Torre Sur del World Trade Center. Circulaban a su alrededor algunas de las dos mil setecientas cuarenta y nueve personas que morirían tras la irrupción de dos aeronaves comerciales en los pisos superiores de las torres.
     El  World Trade Center, además de convocar multitudes, obligaba a circular por los mismos pasadizos, subir en los mismos ascensores, frecuentar las mismas cafeterías, barberías, salones de belleza y tiendas de souvenirs.
     A su lado pasó uno de los sobrevivientes. Era una década más joven que cuando participaría, en mayo de 2011, en el raid para asesinar a Osama bin Laden. En ese momento, el futuro sobreviviente ni siquiera formaba parte del comando seal encargado de liquidar al líder de al-Qaida. Pesaba treinta libras menos. No había sospechas de su futura calvicie o de la herida que aplanaría una mejilla y achicaría su ojo izquierdo. Sus aspiraciones eran diferentes. Pensaba estudiar Administración Pública. Estaba buscando empleo en Cantor Fitzgerald, una empresa con oficinas en los últimos pisos de la Torre Norte.
     El viajero del futuro bebió dos sorbos de un machiatto que había comprado en Starbucks. Casi de inmediato aparecieron otros dos sobrevivientes, un pastor anglicano, negro, y un pastor baptista, blanco. Siempre se habían tratado con frialdad, exhibiendo un respetuoso desprecio. Pero salvarían la vida de milagro, gracias a su mutua protección en una oficina, a escasos pasos de la nariz de uno de los aviones. El episodio los convertiría en amigos de por vida, aunque por una corta vida, marcada por desórdenes pulmonares.
     Vio entrar a la Torre Norte al hombre que caminaba de espaldas. Nunca había podido verle el rostro. Siempre le sorprendió su carrera desesperada hacia los bancos de teléfonos, el uso de los ascensores escasos minutos antes de los ataques. Era imposible conocer su suerte.
     Luego apareció la muchacha del vestido rojo. No, todavía no lucía un vestido rojo. Tampoco luciría el vestido en su futuro. Lo ostentaría apenas en el probador de la tienda. Quería lucir un vestido rojo al cumplir sus treinta años, el 15 de septiembre de 2001. Era una mujer bella, contaba con gran cantidad de admiradores, y necesitaba resplandecer en su cumpleaños. Pero la tardanza de quince minutos en el probador la obligaría a demorar su llegada a la Torre Sur, donde trabajaba como oficinista. Vería el colapso de la torre al emerger de la línea j del subterráneo.
     Aunque creía estar anclada en Nueva York, tras los ataques deambularía por ciudades cuyos cautelosos ciudadanos nunca aceptarían verla con un vestido tan llamativo. El vestido visitaría numerosos clósets, el primero en Phoenix, Texas, el último en Mobile, Alabama. Rehusaría desprenderse de un vestido que nunca querría usar.
     Hasta ese momento, el viajero del futuro había circulado entre sobrevivientes que subsistirían intactos. Luego tropezaría con algunos que resultarían gravemente dañados, abatidos por enfermedades invisibles que ceñirían sus cuerpos en un corsé, arrebatándoles lentamente el aire de sus pulmones.
En ese instante vio al chino portando su maletín. A unos treinta metros de distancia se hallaba el policía que le salvaría la vida pese a sus forcejeos. El policía le estaba entregando un ticket al chofer de una limusina. La multa era por estar mal estacionado.
     Entre la empuñadura del maletín y la muñeca del chino se extendía una cadena de metal. Dentro del maletín había un millón de dólares en billetes de cien. El chino ignoraba que el maletín encubría una fortuna. Era un simple funcionario, el gobierno de Beijing le había asignado la tarea de recoger el maletín, y de ceñir a su muñeca la cadena que surgía de la manija. Había recibido órdenes de proteger el maletín con su vida. Tras el ataque del primer avión contra la Torre Norte, una viga le quebraría la pelvis. El trozo de metal rasgaría parte del maletín, y el funcionario chino observaría aterrado asomar algunos billetes con el perfil de Benjamin Franklin. Intentaría cubrirlo con el faldón de su chaqueta, mientras se retorcía de dolor en el suelo. Impediría acercarse al mismo policía que en ese momento entregaba un ticket al chofer de la limusina. Luego, arremetería desde el suelo contra dos paramédicos ansiosos por montarlo en una camilla.
El viajero del futuro echó un vistazo al manifiesto del vuelo 11 que se estrellaría contra la Torre Norte. Una candidata para anudar destinos era la actriz Berry Berenson, viuda del actor Anthony Perkins y hermana de la actriz Marisa Berenson, de tan destacada actuación en la película Cabaret. Pero tras algunas reflexiones, el destino o la muerte descartarían esa primera opción. Parecía trillada.
     Observó a Howard Lutnick, presidente y gerente general de Cantor Fitzgerald, una de las más importantes firmas de corretaje de acciones de Estados Unidos, con oficinas entre los pisos 101 y 105 de la Torre Norte. Lutnick estaba revisando su reloj. Era un enfermo de la puntualidad. Sólo el día de los ataques llegaría tarde. Esa jornada sería el primer día de su hijo Kyle en el jardín de infantes. Howard Lutnick se ahorraría así una suerte que afligiría a seiscientos cincuenta y ocho empleados y directivos, entre ellos su hermano Gary.
     Vio a algunos pasos de distancia al arquitecto Ronnie Clifford, que se dirigía hacia la Torre Sur. El 11 de septiembre, Clifford se refugiaría en el hotel Marriot tras la embestida del primer avión contra las torres. Cerca de él, una mujer con graves quemaduras se alzaría de la pira funeraria. Mostraría uñas derretidas. Restos de sus ropas calcinadas permanecerían adheridos a su piel.
     Clifford actuó como buen samaritano, y condujo a la mujer a una ambulancia. Parte de la carbonizada piel de la mujer se había aglutinado con su impermeable.
     Entretanto, a centenares de metros de altura sobre la cabeza de Clifford, a bordo del avión de United Airlines, vuelo 175, estrellado contra la Torre Sur, estarían los restos de su hermana, Ruth McCourt, y de su sobrina Juliana, de cuatro años de edad.

II
Ese 4 de septiembre de 2001 su único propósito era salvar a Pierre Konstantin, un inmigrante procedente de Estonia, quien trabajaba como electricista en Windows on the World, el restaurante situado en la cima de la Torre Norte.
     Konstantin tenía un defecto: aunque concluía su turno a las ocho de la mañana, siempre se demoraba en su pequeña oficina. A veces tomaba fotos, o conversaba con otros empleados, o llamaba por teléfono a sus amigos en Estonia. Era difícil que abandonara el lugar antes de las nueve de la mañana. El Boeing 767 de American Airlines, vuelo 11, se estrellaría en la Torre Norte, algunos pisos por debajo del restaurante, a las 8:46 de la mañana.
     Llegó a la oficina de Konstantin a las 8:15. Al verlo, Konstantin repitió la rutina habitual. Se acostó en un enorme estante de acero ubicado encima de un sofá. Cuando comenzó a trabajar en el sitio, no había estante alguno. Por lo tanto, fue a Home Depot, compró una placa de acero de dos yardas y la fijó al borde de una viga de acero que sobresalía de la pared. Konstantin también se había tomado fotos acostado en la placa de acero que servía de estante, y las había enviado a sus amigos.
     —Si alguna vez el estante se viene abajo, la Torre Norte se irá con el estante —le dijo al viajero del futuro, y bajó del anaquel. Luego reacomodó en el estante sus herramientas de electricista, su cámara fotográfica y una lámpara que usaba para crear efectos especiales en la oficina.
     —Pude contactar al importador —dijo el viajero del futuro a Konstantin. —Tendrá los neumáticos el próximo martes. Te esperará en el estacionamiento de la torre a las ocho veinte. Pidió que no demores; necesita visitar otros clientes.
     — ¿Mantiene el mismo precio?
     —Ciento ochenta dólares. En Manhattan no podrás conseguir esos neumáticos por menos de trescientos dólares. ¿Cómo va el proyecto?
     —Ya tenemos más de quinientas fotos de la Torre Norte. Desde el garaje hasta la terraza. Puedes ver algunas en esa mesa —señaló varias fotos distribuidas en una pequeña mesa circular. —No las toques. Necesito clasificarlas.
     Se acercó a la mesa. Las fotos eran el último recuerdo que perduraría del interior de la Torre Norte. Vio oficinas vacías, mesas repletas de manjares, escaleras, equipos de cocina, ascensores con las puertas abiertas. En casi todas ellas aparecía el paisaje urbano como trasfondo. Había salidas del sol, y atardeceres. Aunque estaba acostumbrado al vacío que reemplazaría a las torres a partir del 11 de septiembre, el viajero del futuro sintió una obstrucción en la garganta.
     Las únicas fotos personales eran las de Tania, una mujer muy bella. Mejor olvidarse de ella. Konstantin era el futuro de Tania.
     —La idea es crear un archivo digital en internet y compartir fotos con personas alrededor del mundo —le explicó Konstantin. Había creado una pequeña empresa con un amigo en Estonia que ofrecía fotografías por internet.
     —¿Cuántos tickets tuviste que pagar esta semana? —le preguntó a Konstantin.
     Konstantin sonrió feliz:
     —Seis. El primero por adelantarme con mi motocicleta a un patrullero policial.
     En cierta ocasión, Konstantin lo invitó a pasear por Brooklyn a bordo de la motocicleta, a ciento veinte millas por hora. Nunca había sentido tanto miedo en su prolongada vida, excepto aquella vez que un derrumbe en una cueva lo mantuvo aislado del mundo durante tres días seguidos.
Se despidió de Konstantin hasta el martes siguiente. Konstantin estaba hablando por teléfono, y le hizo gestos amistosos con la mano.

III
Llegó a la Torre Norte a las 7:50 del 11 de septiembre de 2001. Anticiparse al futuro carecía de toda ventaja. ¿Qué podía decir a quienes lo rodeaban? No deje su vehículo en el estacionamiento subterráneo, pues será destruido. No vaya a su oficina porque perderá su vida. No transite por la Promenade, porque la mayoría de los jumpers caerán en ese lugar, luego de estrellarse contra las marquesinas de plástico transparente.
     Aceptó resignarse. No podía ser un buen samaritano para millares de personas, sólo podía ayudar a Konstantin, su amigo en las buenas y en las malas.
     Cada una de las personas que había visto en su previa incursión a las torres ya ocupaba el sitio donde encontraría la muerte o una milagrosa salvación. Por simple curiosidad, pasó previamente por el hotel Marriot, para observar al arquitecto Ronnie Clifford. Su rostro no expresaba emoción alguna. En las siguientes veinticuatro horas, una mujer con graves quemaduras se alzaría de la pira funeraria. Recién en la noche Clifford se enteraría de que a centenares de metros de altura sobre su cabeza, a bordo del avión de United Airlines, se hallaban los restos de su hermana, Ruth McCourt, y de su sobrina Juliana.
     Llegó a la oficina de Konstantin. Estaba cerrada. Golpeó la puerta. Nadie respondió. Sintió un vacío en el estómago. Miró el reloj. Eran las 7:55. Era imposible que Konstantin hubiera abandonado la oficina tan temprano. En ese momento lamentó no tener un teléfono celular. Se dirigió a los ascensores, entró en uno, y llegó a la planta baja. Extrajo su libreta de direcciones y buscó el teléfono de Konstantin. Se dirigió a un banco de teléfonos. No había uno solo libre. Miró su reloj. Eran las 8:04.
     Se dirigió a la calle. De repente, todos los teléfonos habían desaparecido de la vista. Se acercó a un guardia de la Torre Norte y le preguntó por un banco de teléfonos.
     —Es realmente una emergencia —le explicó.
     —Le voy a dar un secreto —dijo el guardia sonriendo. —El secreto mejor guardado de esta torre. Hay un banco de teléfonos en el piso dieciséis. Nadie lo usa.
     Salió corriendo hacia los ascensores. Entró en uno de ellos. Descubrió tarde que su primera parada era en el piso cuarenta y cuatro. Miró el reloj. Eran las 8:12. En treinta y cuatro minutos más, el avión de American Airlines se estrellaría contra la torre. Decidió bajar al piso dieciséis por las escaleras. A las 8:20 estaba frente al banco de teléfonos. Insertó en uno de los teléfonos una moneda de veinticinco centavos. Marcó el número de la oficina de Konstantin. Casi de inmediato, escuchó la voz de Konstantin.
     —¿Por qué demoraste tanto? —le preguntó su amigo. Notó cierta frialdad en la voz.
     —Konstantin, necesito verte de inmediato —le dijo. —En la planta baja—. Eran las 8:24 de la mañana. En veintidós minutos, el avión se estrellaría contra la torre.
     —Sube a mi oficina y bajamos juntos —le dijo Konstantin, y sin esperar respuesta cortó la llamada.
Eran las 8:30 cuando golpeó a la puerta de la oficina de Konstantin.
     —En dieciséis minutos más, un avión se estrellará contra la Torre Norte —le dijo a Konstantin cuando abrió la puerta. —Busca lo que sea necesario y bajemos por las escaleras.
     Konstantin sonrió divertido y lo invitó a pasar a su oficina.
     —No hay tiempo que perder —le dijo, desesperado.
     Konstantin ciñó con los brazos la cintura del viajero del futuro, lo introdujo en la oficina, y lo dejó caer en el sofá.
     —Lo sé todo —le dijo. —Tania me confesó su traición.     
     —Nada de dramas. ¿No entiendes que vamos a morir? Vine a salvarte la vida.
     —¿Es cierto lo que me contó Tania?
     —¿No puedes dejar los celos para más adelante?
     —Entonces es cierto.
     —Estoy dispuesto a pedirte perdón de rodillas, pero una vez que lleguemos a la calle. Prometo contarte todo en el vestíbulo del hotel Marriot.
     —Sabía que Tania me había dicho la verdad —dijo Konstantin, y tomando nuevamente a su rival por la cintura, se acercó al pequeño baño, lo arrojó en su interior, y cerró la puerta con llave.
     El viajero del futuro miró su reloj. Eran las 8:45 de la mañana. A través de la ventanilla con barrotes observó la silueta del avión. Aunque en el cielo se desplazaba a toda velocidad, desde la ventana del baño parecía avanzar como en cámara lenta, un cuadro por vez.
     Repasó por última vez las imágenes de los sobrevivientes que habían transitado a su lado, la muchacha del vestido rojo, el chino con un maletín amarrado a su muñeca, el hombre que estaría separado por algunos centenares de metros de su hermana y de su sobrina muertas, los religiosos que anudarían una entrañable amistad, el hombre que tendría por misión matar a Osama bin Laden. Menos de una decena de seres humanos que brindarían rostros a una tragedia en la que miles morirían incinerados. Y contempló por última vez al hombre de espaldas. Todos los demás eran seres visibles. Sólo el hombre de espaldas perduraba con su rostro ausente.

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