Manos ajenas / Petra Ivanov

1

Rosa Finocchio se irguió rápidamente en su cama. Quedó sentada con la rigidez de una vela en medio de las flores de colores pastel de las cobijas. Trató de aferrarse al sueño que amenazaba con escapársele. Como en un caleidoscopio se habían fijado en su cabeza imágenes de calcetas mojadas, de su hija adulta y de labios rojos. Los labios tenían una expresión de grito enmudecido. Los números dorados de su despertador indicaban la una con veinte. Poco a poco Rosa comenzó a percibir ruidos. Voces enfadadas, pasos rápidos, una ventana que se cerraba. Descalza corrió hasta la puerta de su departamento y se puso a espiar el vestíbulo de las escaleras. Su mirada quedó fija en la puerta del departamento de enfrente. Estaba segura de que alguien había gritado.
      «El Yugo», murmuró, y trató de detectar gotas de sangre sobre los escalones. La piedra artificial mostraba solamente los tonos grises habituales. La puerta se abrió y salió un hombre. Llevaba una chaqueta oscura de cuero; «robada», se dijo Rosa. No era el Yugo, sino un desconocido. Bajó de prisa las escaleras. Maldiciendo sacudió la puerta cerrada, se dio la vuelta y subió otra vez corriendo. Abrió bruscamente la puerta y chocó de frente con el Yugo. Ambos emitieron un silbido iracundo dirigido al otro. El Yugo agarró un manojo de llaves, y de tres grandes zancadas llegó a la puerta principal. Abrió rápidamente. En la casa reinaba el silencio. Rosa vio sorprendida que en el pasillo había un par de botas de mujer.
      Antes de que pudiera revisar si también había otros zapatos, el Yugo le tapó la vista. El corazón de Rosa empezó a golpear; se imaginó que el hombre la atrapaba espiando, a pesar de que él no podía ver a través de su puerta. Pero el Yugo estaba ahí, siguiendo con la vista al hombre de la chaqueta de cuero robada al que la oscura noche de Schwamending se había tragado. Luego se dio la vuelta y desapareció en su departamento.

Aurora corría a través de la neblinosa noche de noviembre. Jadeaba intentando inhalar más aire, pero no se permitía ninguna pausa. El barrio residencial parecía muerto a la una y media. En una ventana parpadeaba la luz azulosa de un televisor, Aurora pasó a un lado corriendo. No sabía qué rumbo tomar, todas las casas se veían iguales. La hierba estaba húmeda y resbalosa. Un parque de juegos infantiles abandonado hacía recordar días más largos y noches más cálidas. A pesar del frío, un hilo de sudor recorría la espalda de Aurora. El pánico que sentía le aguzaba todos los sentidos. Intentó advertir pasos. No oyó ninguno.
      El sendero llegaba hasta los terrenos de una escuela. Un tanto aparte había una construcción de cemento baja y alargada, cuyas ventanas estaban pintadas de varios colores. En este mundo infantil creyó hallarse a salvo. En la parte trasera del jardín de niños dio con una casita de madera para jugar. Se asomó cautelosamente y vio que el piso estaba seco. Se sentó y recargó la cabeza en la pared.
      El primer avión —era el f 27 proveniente de Colonia— despertó a Regina Flint a las 6:05 horas. Desde hacía algunas semanas la llegada de los vuelos al aeropuerto de Zúrich se efectuaba desde el sur. Desde entonces había aprendido a orientarse con el ruido de las máquinas al aproximarse. Cinco minutos después siguió el Airbus 343 procedente de Manila. Los primeros quince minutos dejó pasar el estruendo en el duermevela. Después del md 11 arribando de Johannesburgo a las 6:15 abrió los ojos. El Airbus 332 que llegaba de Bombay dio la señal de levantarse. Félix siguió durmiendo a su lado. Él llevaba más de un año oponiéndose a la nueva ruta de llegada de los vuelos. Había amenazado con mudarse de Gockhausen si esa desgracia no podía ser evitada. Si bien a Regina el ruido de los aviones le parecía igualmente molesto, lo que a ella le enfadaba era que la mayoría de las personas sólo se activaba cuando se trataba de su bienestar personal.
      Bajo la ducha intentó estructurar la semana de trabajo que se aproximaba. Como fiscal de distrito estaba llevando más de cien casos, y seguían en aumento. A veces ya desde la noche del domingo la invadía la sensación de ser aplastada por tanta carga.
      En sus pensamientos repasó las dos audiencias que estaban en el programa de hoy. La primera cita estaba programada a las diez. La evidencia del caso estaba clara, el testigo había observado a detalle la entrega de la heroína. La segunda audiencia le deparaba a Regina más problemas. Un esposo veleidoso que había golpeado a su mujer en repetidas ocasiones negaba todas las acusaciones vehementemente. La vecina de la pareja afirmó de pronto que nunca había percibido ningún ruido proveniente de la casa. Regina sospechaba que el esposo violento estaba detrás del cambio de opinión.
      El primer Boeing de esa mañana, el b 744 procedente de Bangkok, exhortó a Regina a darse prisa. Por suerte, en las mañanas no necesitaba verse mucho al espejo. Algunas pasadas con el cepillo, una línea angosta en los ojos con el delineador, algo de polvo encima de las pecas, esparcidas como un leve montón de canela sobre la nariz y los pómulos, y ya podía enfrentarse al día. Mientras se deslizaba en sus botines, el aroma del café inundaba toda la casa. Al mismo tiempo, el Airbus que llegaba de Nairobi anunció el momento de marcharse. Regina tomó precipitadamente unos tragos de café negro —no alcanzaba el tiempo para leche—, y al hacerlo se quemó la lengua. Reprimió una maldición y salió de prisa.

—Buenos días, Regina —Antonella Mello la saludó apenas en el corredor de la Fiscalía de Distrito—, ¿disfrutaste la niebla?
      Desde que habían comenzado los vuelos de llegada por el sur —los cuales sólo se efectuaban con buen clima—, sus colegas seguían el estado del tiempo casi con más atención que Regina. Luego de un fin de semana soleado, a menudo aparecía ella el lunes en el trabajo irritada y sin haber dormido lo suficiente.
      —El sábado sí, pero ayer la visibilidad no era lo suficientemente mala.
      —¿Necesitas cartuchos de café nuevos?
      —Con gusto, dame diez, por favor, para tener.
      Entró con el café a su oficina. En el letrero junto a la puerta debajo del d 4 se leía «Regin Flint». La «a» se había caído unos cinco meses antes y probablemente el personal de limpieza la había desechado. Desde entonces estaba Regina en espera de que el letrero fuera sustituido.
      Se concentró en sus actas. Los lunes separaba los casos que habían quedado abiertos y seleccionaba aquellos en los que seguiría trabajando hasta el viernes. Además de las audiencias, cada día tenía que resolver por reglamento por lo menos un caso. La noche del viernes había empezado ya a escribir el reporte acerca de un proceso sobreseído. Ese podría tenerlo listo en media hora. En dos casos adicionales ya sólo tenía que redactar una orden penal, y así habría cumplido con las normas y habría ganado un margen para el martes. Tomó la primera acta a su alcance y comenzó a adentrarse en el contenido.
      Una hora después había disminuido el efecto de la cafeína, y su cuerpo le reclamaba combustible. Hizo a un lado la carpeta y abrió la puerta de su oficina. En el pasillo reinaba ya una intensa actividad. Cuando Regina sacaba su bote de muesli del refrigerador, se le acercó Jürg Schmid con un cartucho de café en la mano.
      —Acaba de llamar la señora Zuberbühler. Quiere que se suspenda el proceso contra su esposo.
      Regina miró sorprendida a su colaborador de la policía. Dos veces había reunido Anita Zuberbühler el suficiente valor como para poner una denuncia por lesiones corporales. No obstante, en ambas ocasiones la había retirado poco después, con el argumento de que había reaccionado exageradamente. Esta vez Regina había confiado en que ella sostendría la denuncia. La joven nunca antes había llegado tan lejos.
      —¡Pero no es posible!
      —Ella afirma que no fue su esposo quien la golpeó, sino un desconocido.
      —¿Acaso piensa que alguien realmente le va a creer eso?
      —Sin su declaración no podemos seguir adelante.
      —Primero la vecina, que de pronto dice no haber oído nada, ahora la propia señora Zuberbühler. ¿Pero cómo lo consigue él?
      Antes de que Schmid pudiera responder, Antonella se acercó a Regina.
      —La policía cantonal está al teléfono.
      Regina dejó su muesli encima del refrigerador y corrió a su oficina.
      —¡Flint! —respondió con su apellido.
      —Regina —dijo Bruno Cavalli.
      Su corazón pareció dejar de latir un momento. No había oído su voz en tres años.
      –Acabamos de recibir una llamada de Eschenholz. En la planta de incineración de basura encontraron un cadáver.
      Regina respiró profundamente. No se le ocurrió ningún saludo adecuado.
      —Estaré ahí en veinticinco minutos —dijo, y colgó.
      Antes de salir del edificio metió en su bolso el bote sin abrir de muesli. Más tarde habría de necesitar las calorías.

[Fragmento]
      Fremde Hände (Unionsverlag, 2017)
      Traducción del alemán de Gonzalo Vélez

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