En portugués debería escribir Introdução ao Realismo Mágico, o Realismo Mágico-i, más ajustados a los hábitos universitarios lusitanos, pero la verdad es que todos estos años de América han acabado por pasar factura a mi jerga. Y de hecho es por estas tierras de Colón donde he encontrado más veces de la cuenta descripciones de cursos sobre la susodicha industria acuñada en el título de esta narrativa, anunciando análisis en letanía laudatoria de sus pergaminos innovadores en la literatura con imaginative flights of fancy, el concepto mítico de tiempo, la visión animista y vitalista, la simbiosis natural-sobrenatural imano-transcendente, la ósmosis humano-telúrica, lo hiperbólico y lo monumental. Como si esto no fuera suficiente, tenemos además la fluidez ontológica, el meta-récit, la técnica de evasión semántica y la reticencia autoral, la convención transculturada, nociones místicas de la causalidad, y toda esa cantinela evocando en mí a un poeta guatemalteco hoy de nombre muerto en mi memoria, pero que en los años juveniles, via Livraria Morais, en el Largo do Picadeiro, 11, en Lisboa, atravesó el mar y me lo hicieron llegar a las islas Azores, un engagé que abofeteaba a los intelectuales alienados, tantas veces apaleando versos en los filósofos con su ontológica manera de llegar a las monedas. Estoy siendo cruel, cazurro hasta más no poder, como si estuviera desdeñando lo real maravilloso de Carpentier, la esquizofrenia cultural en Miguel Ángel Asturias, el juego mágico con lo imposible de tantos otros autores, por no hablar de la etnografía imaginaria del omnipresente García Márquez, endiosado él en coro universal porque el elemento fantástico en su obra no es ni obtrusive ni gratuitous, sino enriching, supporting and enhancing de la narrativa. En Macondo, un cadáver incorrupto, el cura que levita, la joven que sube al cielo, el bebé que nace con cola de cerdo, al que la gente le llamaría rabo de puerco, alfombras que vuelan, muertos que resucitan, y hasta lluvia de flores, agitaron el mundo entero a sus veintitantos años, pero estremecieron poco mi cabeza obtusa de basalto. La verdad es que nací empírico y temprano me gustó la repetida frase de un profesor de música (sí, por increíble que parezca aprendí, o mejor, intentaron enseñarme): ¡Las coles nacen de la tierra! Nunca me he llevado bien con éxtasis teóricos y me he interesado sobre todo por cosas visibles y palpables, como el alumno de medicina al que sólo le gustaba estudiar anatomía por el método de Braille. Cuando viajé por Hegel, en un cursillo por azar opcional, me deleité interiormente en el instante en que Andy, conocedor del desdén que el filósofo nutría con sus actos (hasta el punto de, un día, enfrentado con unos cuantos de ellos, haber dicho arrogantemente: ¡No me importan los hechos!), no se contuvo a mitad de un preámbulo del profesor lanzado estratosfera afuera en devaneo delirante y, después de haber esperado ansiosamente un párrafo, ya que en las clases de los States queda muy mal interrumpir a alguien, profesor o alumno, da lo mismo, soltó: Haga el favor de tomarse un descansito para que yo pueda estropear esas teorías con un simple puñado de hechos.
Cuando somos como nos han parido, no hay tu tía. Así que el lector me perdone este razonamiento rastrero que no empaña ni de lejos la honra, fama y gloria de escritores que, felizmente para la humanidad, nacieron de otra estirpe y son por eso capaces de rasgos que transportan a sus lectores para fuera de este mundo mezquino, pesado y de chirigota donde sólo suceden cosas previsibles como la muerte, las enfermedades, el matrimonio, la fiebre y la necesidad de limpiar la habitación. ¡Ah! Y los impuestos, como nos recordaría Woody Allen. Si estaba, amable lector, indignado conmigo, sepa que no busco imponer mi gusto, naturalmente o por natura sellado, abandonándome por completo a evaluar todo lo demás en función de él. Lo arriba dicho ha tenido sólo la intención no consciente, y por señal totalmente oriunda del casi-azar, de expresarle sentimientos antiguos como quien se confiesa al amigo que espero que sea el lector.
¿A qué viene entonces este espeso e inoportuno prefacio?
A eso voy, sí, que ya va siendo hora. He hablado de «casi-azar» y de hecho fue un casi-azar lo que me llevó a Colombia, más precisamente a una ciudadcita dueña del nombre de lugar más bonito —Cartagena de Indias— siempre y cuando sea pronunciado debidamente en la lengua y con el acento de las nativas (bueno, Magdalena del Mar tampoco se queda atrás, pero para aquí, para la estória, dejemos que se quede). Estaba decrépita la ciudad por aquellos años, como una mujer que tras su edad dorada desoladamente ha empezado a descuidar su aspecto y se ha acostumbrado a ni siquiera peinarse. Un bañito el día de Resurrección y ya está. Las fachadas de la arquitectura eran testigo de los años áureos pero lejanos. Sin embargo, incluso en aquel abandono todavía se podía imaginar asomándose a los balcones a los súbditos de su majestad imperial Felipe el Grande, quien había mandado construir allí un castillo más imponente que el que se irguió, también por su orden, en Angra, este recorrido por mí en tiempos antiguos.
Igualmente por casi-azar supe que me quedaría en Aracataca, tierra natal de García Márquez, más allá de Barranquilla, y ésta a su vez no exageradamente lejos de Cartagena. Y eso ayudaba, además, a cimentar mis convicciones sobre el irrealismo del realismo mágico porque, si Macondo ha dejado de existir para siempre, como nos informa el final de Cien años de soledad, y su gente no había tenido otra oportunidad sobre la tierra, Cartagena de Indias, por el contrario, exhibía una sólida realidad que se parecía más a la Lisboa y el Río de Janeiro de antaño que a las invenciones de la tremenda broma literaria de García Márquez. El tercer y último casi-azar sucedió días antes de viajar a Cartagena, con la llegada del más reciente libro del gran Gabo, Crónica de una muerte anunciada, remitida por un librero amigo de viaje por América Latina, entusiasmado con la edición de ochocientos mil ejemplares ampliamente publicitada en su lanzamiento. Decidí por eso llevarlo conmigo como compañero de playa y me extendí, tal cual, a leerlo en la arena por detrás del Hotel las Velas. La verdad es que la lectura fue un acto mecánico casi, porque anunciada estaba en mi mente la ausencia de entusiasmo por ella. A lo mejor un círculo vicioso, pero de mis preconceptos y defectos ya he pre-avisado al lector. Tres casi-azares, por lo tanto, trinidad imposible de subestimar incluso para quien, como yo, no es supersticioso.
***
Joanne aceptó de buen grado la sugerencia de que fuéramos a Barranquilla y, desde allí, a Aracataca. El problema era el transporte. Conmigo quedaba la incumbencia de discernir una solución a través de contactos con los locales. Vino auspiciosa: un taxista nos llevaría a la ciudad por un precio muy módico y nos traería de vuelta al anochecer. Fue por lo tanto así, según el plan anunciado en las vísperas, que comenzó al día siguiente lo que vengo a contar en este relato.
No caí en la estupidez de hablarle al taxista del realismo mágico. Aunque sólo fuera por una razón vital: él entendía con lapsos graves mi portuñol silabado y yo poco más que conseguía leerle los gestos de las manos. Con el rodar del coche y de los minutos, fue aumentando el número de sonidos y palabras descifrables, pero nunca llegué muy lejos en ese trabajo insano. De cualquier modo, a media hora de viaje consiguió transmitirnos un plan muy superior al de Barranquilla, donde, según él (y los taxistas siempre lo saben todo), no había nada mejor que Cartagena —«Ésa sí, ¡una bella ciudad!»— y donde ni siquiera se desvenda cualquier rastro de García Márquez. Prometía llevarnos hasta el inicio de una selva tan fascinante como el Amazonas —como mínimo, nos garantizaba— o tal vez incluso mejor. Desvió el curso, se metió por carreteras con más agujeros todavía y, en un momento dado, detuvo el coche, inspeccionó los alrededores y, al regresar, se enredó con un montón de frases aparentemente explicando que la carretera se presentaba inesperadamente intransitable, pero que no valía la pena desistir del proyecto si no nos importaba ir por la playa. De todas formas yo protesté objetando que el Amazonas no tenía nada que ver con el mar Caribe y que su prometido sosia no podía estar en aquella dirección. La verdad es que, sin mapa, no tenía argumentos, tanto más que no sabía dónde estaba, condición sine qua non para, si tuviera mapa, discernir para qué lado dirigirle. Así, estábamos allí, Joanne y yo, totalmente a merced de nuestro taxista. Y no nos había mentido, porque después de algún tiempo fuimos a dar a un inmenso arenal, una playa hasta donde se perdía la vista. «¡Mire, señor, mucho mejor, mucho mejor!». Sí, el piso no tenía agujeros y ni siquiera había tráfico. Teníamos aquella pista enorme enterita para nosotros, lo que, retrospectivamente hablando, hace pensar en cosas terribles que en aquel momento no se me ocurrieron. Del Amazonas o algo semejante, sin embargo, ni por el forro.
El hombre no dejaba de elogiar el piso, tan duro y liso, que le permitía acelerar. Después de unos buenos pocos kilómetros giró a la izquierda y se metió de nuevo tierra adentro por más atajos y curvas, senderos que se adensaban y desembocaban en espesa mata verde. Joanne y yo nos mirábamos. El taxista era debilucho y exhalaba una bondad imposible de asociar a la personalidad de cultivador de artes marciales. Físicamente no constituía amenaza. Además, él sabía que el dinero que llevábamos era prácticamente el necesario para pagarle el viaje. Un asalto no le haría obtener ninguna plusvalía que valiera la pena.
Un golpetazo y el coche se paró. «¡Estamos bien!», pensé. Pero no me dio tiempo a decir nada porque el taxista exhibía una sonrisa eufórica: «¡Hemos llegado!». Y yo volví a pensar: «¿A dónde?».
Un mozo negro, estatua negra en versión africana, vino a abrirnos la puerta. Alto, proporcionado, musculoso, no sonreía. Habló con el taxista y supuse que estaban quedando en una hora para que este último viniera a buscarnos. Ahora teníamos que seguir a pie a nuestro guía unas centenas de metros, porque supuestamente el coche no podía seguir. Allá fuimos entonces los dos, sin comunicarnos entre nosotros la aprensión que empezaba a asaltarnos. ¿Estupidez ingenua de turistas tontitos, o temores irrealistas de americanizados recelosos de las culturas extrañas? Lo mejor era silenciar las dudas y ahogar los miedos.
La verdad es que todavía no habíamos recorrido un kilómetro del atajo mal calcorreado entre una intensa arboleda con claros en las alturas, aquí y allí, cuando llegamos a una zona abierta con agua, medio estancada y salpicada de hojas y raíces, aunque, todo sea dicho, el verde era cristalino. Un claro en el cielo solariego pero filtrado por una capa de neblina grisácea. El muchacho nos mandó saltar. «¿Para dónde?». Había allí un barco y yo no lo veía. ¿He dicho un barco? ¡Qué va! Una canoa. Cavada en un tronco negro con espacio para el guía, de pie, Joanne sentada en el medio haciendo de lastre y yo atrás, de plantón también, en un virgencita que me quedé como estoy. Iniciamos un viaje, entra en el canal, sal del canal, penetrando más y más en la selva, a veces, sin tener otro remedio que agacharme para no darme en la cabeza o incluso en el pecho contra gruesas ramas atravesadas que nuestro conductor evitaba con naturalidad congénita y que a mí casi me cogían por sorpresa con el riesgo de hacerme caer y —¿quién sabe?— servirle de merienda a algún cocodrilo.
La serenidad del agua y del aire era sólo perturbada por el ritmo de la vara que buscaba el fondo del canal para impulsar el avance de la embarcación que aquel gondolero trasladado hacía deslizar. Todo lo demás era ruido suave de hojarasca, trinos de aves sin nombre, saltos inesperados de sapos o familiares suyos, patos bravos de repente en desbandada, bandos de pájaros planeando entre espesas nubes, fauna y flora anónimos para mí, irreconocibles en mi catálogo isleño de chichinabo donde nada existía de tropical figura. Toda una sucesión de telas, colores, arboleda sin etiqueta en una especie de documental de National Geographic en versión muda.
El guía, de explicaciones nanay; ni siquiera hablaba. Nada tenía allí nombre, sólo imagen. Eran aves y peces, árboles como en la narrativa del Génesis en los días de la creación. Él iba concentrado en la proa y ni sé si le preocupaba si todavía estábamos a bordo o si nos habíamos caído al agua. Tal vez su atención se fijase en vigilar caimanes o, qué sé yo, parientes de hipopótamos para precaverse a sí mismo y a los anónimos pasajeros bajo su responsabilidad. Momia egipcia, especie de un libremente-condenado-a-canoa haciéndola navegar, a ritmo acompasado, bajo un intrigante y misterioso silencio.
Juro que llegué a avistar a lo lejos cabezas bien definidas de bichos semejantes a hipopótamos que después, en una especie de síndrome de Sancho Panza, acababan por transmutarse, como si de dibujos de Escher se tratase, en troncos de árboles o rocas que el timonero sorteaba con pericia. El matorral verde se adensaba, un túnel por momentos oscuro avivaba los ruidos de vivientes en las aguas más y más impenetrables a la luz, y yo sospechaba que espíritus del otro mundo se escondían en aquellas entrelazadas ramas y raíces, troncos y hojarasca, y seguramente se pasearían durante las noches. Lo cierto es que abundaban por allí mariposas-hechiceras sobrevolándonos y salpicando con furtivos colores las márgenes de los canales.
De súbito, el guía se gira y dice que tenemos que saltar. Pensé, pero no me autoricé el pensamiento, así que no voy a revelarlo. Simplemente obedecí, igual que Joanne, mientras él agarraba la canoa para echársela a la espalda y después, cual Hércules, con los dos brazos la aupó hasta la altura de la cabeza. Subió una peña y volvió a bajar hacia el canal que, al final de cuentas, seguía más adelante, llamándonos para embarcar de nuevo y proseguir viaje.
El guía casi-mudo por fin habló: «¿No tienen hambre?». Pensé en qué milagros iba a hacer. ¿Coger un pez y ofrecérnoslo crudo?, ¿cortar raíces y, mezcladas con hojas, agasajarnos con una ensalada? Pero el plan era otro. Su madre tenía un restaurante y podríamos ir a comer allí por un escueto monto. Nuevo asentimiento por parte de sus poco exigentes pasajeros. En un plis-plas estábamos desembarcando en un arenal inmenso, con el mar lejos, como lejos estaba yo de saber si aquella había sido nuestra autovía horas antes. El escenario se estaba volviendo gris. No llovía, pero abundaban las señales de haberse desplomado mucha agua de los cielos. No diría yo que habría estado lloviendo durante cuatro años y seis meses, como en Macondo, pero el cielo era en realidad una sustancia gelatinosa y gris y en el aire estaba suspendida una humedad caliente y pastosa. Donde el paisaje empezaba a perderse de vista había indicios de barcos y, en la zona para donde nos encaminaba el mozo, leves señales de viviendas que, a medida que nos aproximábamos, se revelaban simples cenadores urdidos con troncos y ramas. De dentro de uno de ellos emergió una negra corpulenta, lozana y saludable con la que el guía entabló conversación —dedujimos que sería su madre— antes de encaminarse en dirección a uno de los barcos. La mujer sin nombre (¿Úrsula? No lo sé; todo prosigue, por otra parte, sin nombre en esta estória, en ese mundo en el que habíamos entrado pausadamente, muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo) llamó precisamente con el dedo a un chiquillo, negro también, que en un ápice se sacó de la chistera dos cajones usados, obedeciendo a la señal de Úrsula, para que nos sentáramos junto a la tosca mesa de cañas atadas sobre un grueso tronco, mientras ella iba dentro y regresaba con un gran cuchillo reluciente y un manojo de tubérculos y otros vegetales que sumergió y retiró inmediatamente de un estaque de donde salían escurriendo. Nos quedamos allí observando la laboriosidad de aquella mujer activa, a menudo severa en aquel paraíso de humedad y silencio anterior al pecado original, espacio de soledad y de olvido. Ella peló, decepó, truncó con energía y fue llenando dos platos, más tarde desapareció y volvió de nuevo con una escoba y, barriendo la casa, volvió a sumirse y volvió a hundirse en el trabajo, perdone, lector, ya me estaba distrayendo otra vez y no sé quién me trae este castellanizar a la pantalla. Me pregunté, sin llegar a decírselo a Joanne porque me censuraba cualquier reparo etnocéntrico, europeo o americano, si no sería aquel el único rincón de seguridad establecido por los pacíficos negros antillanos que construyeron una calle marginal (sí, aquella playa era justo eso, una calle, por la que yo incluso había viajado en taxi) y si no estarían hablando en un farragoso papiamento. En papiamento parecía comunicar el hijo, nuestro guía (¿José Arcadio?), que volvía con un chaval, cargado con dos enormes peces que le entregó a la madre, que se vio inmersa en el bullicio de dominarlos y matarlos, encender una hoguera en un rincón y ponerlos en una parrilla. Sólo el gruñir de los cerdos nos hizo girar las cabezas y vimos entrar en nuestro espacio (recinto no era, dada la ausencia de compartimentos), moviendo la cola, encaminándose derechitos a los restos de los tubérculos que Úrsula-a-lo-mejor había cortado. José Arcadio (¿o sería José Gabriel, el único que quedó en Macondo?) dio órdenes a una joven que pasaba a nuestro lado, y daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de niños y animales —perdone otra vez, benévolo lector, estos descontrolados tropezones en las páginas de Cien años de soledad, quería yo decir, inoportunos para la buena marcha de la narrativa de aquella comida frugal y bucólica.
Mamá Úrsula confeccionó ante nosotros dos colosales platos de vegetales, sobre todo tubérculos, de entre los que conseguí distinguir una especie de pepino, coco con arroz y frijoles. En el centro de cada uno de los platos, un garboso pescado (¿mojarra? ¿sábalo?) untado de apetito. El mío me miraba fijamente queriendo hablar en papiamento también; los cerdos ya a nuestro lado rondando la mesa esperando por las espinas y yo sirviéndoles de buen grado la cabeza y el rabo y el cerdo más grande meneando feliz la cola, bien educado, casi pidiendo permiso o disculpándose por cualquier gesto más desatinado, salivándole el morro como si se lo estuviera limpiando antes de la comida, y Úrsula-tal-vez con una enorme familiaridad abriendo camino entre aquella piara para venir a preguntarnos si deseábamos algo más. «¡No, muchas gracias!», y ella de vuelta a hacer caricias al cerdo más grande y yo, sin querer, juro que sin querer, miré al muchacho para ver si tenía cola de cerdo, aunque confieso que nada vislumbré. Madre Úrsula siempre en un vaivén alborozado y yo queriendo darle conversación, que Macondo parecía un pueblo feliz y ella que en Macondo no ha pasado nada, ni está pasando nada ni pasará nunca y murmurando cosas que no entendí bien pero que traduje más o menos por hay mucho que cocinar, mucho que barrer, mucho que sufrir por pequeñeces. Ya me he vuelto a distraer, querido lector, y comprenderé que de la furia le sea imposible perdonarme un fallo más, pero juro que no volverá a suceder de nuevo otra intrusión del castellano en esta nuestra purísima lengua en que comulgamos.
El resto fue así, todo en aquel misterio de lugar, de gente, sin nombre y sin nada, sólo con una gran paz para los ojos y para las almas de los viajantes que éramos nosotros en aquel otro mundo. Sólo después, ya en casa, a mí curiosidad botánica le dio por sospechar de nombres ligados a figuras e intuyó los términos de lo que probablemente habíamos comido: patacones, yuca, berenjena y tal vez rábano; pero no juro ni por todo el oro del mundo haber acertado ni siquiera en uno de esos vegetales convertidos en manjares.
Llegó el momento del retorno (no hubo que pagar, eran cuentas con el hijo), la entrega atinada de este vuestro criado y narrador y de Joanne al final de la tarde al taxista, que nos esperaba de regreso de aquel más allá ignoto teniendo ahora una preocupación en el rostro que se explicaba así: la marea estaba alta y sería complicado regresar por la playa, sin embargo no quedaba otra, por no existir mejor alternativa. Entramos en el coche-anfibio para seguir avanzando y reculando, esperando el retroceso de las olas para de nuevo avanzar unos metros más, y siempre en ese para-avanza-para-avanza, haciéndome dudar de si los agujeros de la carretera serían tan tremendos que justificaran que resultara más seguro viajar en un casi submarino. Una ola más grande dio un zarpazo en el coche y sentimos la frescura del agua en las piernas y el sorber de la ola succionadora queriendo arrastrarnos con ella.
Era de noche cuando llegamos a Cartagena y, en la entrada del hotel, mientras pagábamos a nuestro taxista arquitecto de ese desvío no anunciado de Barranquilla hacia Macondo, yo ya me estaba arrancando a contárselo todo a una pareja de americanos que habíamos conocido días antes, pero que no se habían atrevido a unirse a nosotros en aquella aventura por lo incógnito. Sospeché ya entonces, en ese mismo momento, que no se estarían creyendo nada de lo que nos había pasado porque estaba viendo, sobre todo en él, Jack, señales de escepticismo. Pero aceptó escuchar el relato narrado con minucia, embelesamiento y élan. Joanne fue la que le oyó, por lo bajito, comentar escépticamente a su compañera que nunca había sido santo de su devoción eso de la literatura fantasiosa, ni mágica, ni fantástica, negándose en redondo a leer un sonadísimo best-seller en traducción inglesa de un latinoamericano García-No-Sé-Qué que una literatonta exnovia le había intentado endiñar.
***
Hoy reconozco bien la dificultad de García Márquez para conseguir que creyeran en él. De Macondo, dijo, no quedó nadie, tal vez sólo Gabriel, que yo sospecho que sería el mozo de la canoa. Mi relación con Joanne acabó y ella me acusa ahora de delirios ficcionales, y me tiene tanta rabia por naderías que se interponen en las vidas de un par de amantes (naderías que lo estropean todo, especialmente la alegría de las esperadas noches) que, si por azar el lector se la encontrara e intentase indagar sobre la veracidad de mi estória, ella tendría estómago para mentirle con una cara tan serena y seria que se haría imposible levantar ni sombra de duda sobre su palabra. Podría sugerirle, muy estimado lector, que se pusiera en contacto con Jack y Ann —así se llamaba su novia, por si todavía no lo he dicho—, que al menos habían oído mi relato recién sucedido. La verdad es que —y apuesto a que esto va a hacer que se acabe de convencer de que le estoy contando milongas— perdí el contacto con ellos y no hay manera de descubrir su paradero.
La historia con Jack es simple, y se cuenta en unos minutos, si al lector todavía le quedan algunos antes de cerrar el libro y tirarlo a un rincón con su desazón. Jack y Ann no habían salido nunca de los States. Quiso el destino que ellos cogieran, como nosotros, una ganga en forma de paquete de vacaciones. Se quedaron toda la semana en el hotel porque no hablaban español y tenía piscina y playa con todo servido en inglés. Jack me reveló una mañana durante el desayuno estar fascinado con la nunca vista generosidad del hotel que le rellenaba todos los días el bar del frigorífico de la habitación. Decenas de pequeñas botellas de las más variadas bebidas que él no conseguía consumir completamente y por eso las iba empaquetando para llevárselas de regreso. Le expliqué que recibiría la cuenta de todo, pero él se negaba a creerme porque no había pedido nada y nada estaba en el contrato. Que no iba a pagar por lo que no había solicitado. Aun así, intenté insistir; pero sólo cuando a la salida le obsequiaron con una brutal demanda de quinientos cincuenta dólares de bar, de lo que fui testigo porque estaba en la cola esperando mi turno para el check-out, fue cuando él me dio furiosamente la razón. Maldijo sin ningún efecto y, desesperado, vació sobre el mostrador la bolsa donde guardaba las botellas que no había conseguido consumir todavía.
En aquel mismísimo instante tuve una idea perversa. Fui directo a la habitación (le pido al lector que aguante un poquito más, que verá a dónde llega todo esto y, sobre todo, entenderá las razones por las que perdí el contacto con Jack) y cogí una hoja de papel timbrado del hotel que metí en la maleta.
Ya en casa, unas semanas después, escribí a Jack (los cuatro nos habíamos intercambiado nuestras direcciones) felicitando a la pareja por haber ganado el premio al Mejor Cliente del Hotel Las Velas, gracias a su consumo de verdaderos campeones del bar. El premio consistiría en una semana de hospedaje gratuito cuando volvieran a Cartagena. Terminaba con mil gracias, más felicitaciones, y la firma de El Gerente para servirle, Andrés Nacimiento Martínez.
Carta de cabeza al correo, rumbo a algún lugar en las montañas de Pensilvania y, a los pocos días, tenía a Jack llamándome eufórico con la noticia del giro que había dado aquella historia de provinciano bobalicón que terminaba al final en oro sobre azul. Era tan generoso el regalo del hotel que Ann y él tuvieron claro que querían aprovecharlo cuanto antes, porque además les había encantado Colombia, o, vamos, el circuito cerrado de Las Velas. Me vi acosado por el recelo de que fueran a ir de verdad. Armándome de valor, respiré hondo y le confesé la broma.
Ruptura inmediata. Todo terminó allí con Jack colgando ríspido y yo sólo alcanzando a oír el resonar de la furia, el embate del teléfono en su reposadero.
Aquí tiene, querido lector, la razón de la no existencia de testigos de mi viaje real y auténtico a aquel mágico sitio, donde todo lo escrito era irrepetible para siempre y donde me parece que yo tampoco tendré una segunda oportunidad sobre la tierra.
Traducción del portugués de Raquel Madrigal