Magdalena de Lisboa [fragmento] / Andréa Zamorano

      Los hijos heredan las locuras de sus padres.
      Gabriel García Márquez, Cien años de soledad

 

El cable

1
      Mi cabeza desproporcionada no pasaba entre la vagina estrecha de la noche, anticipando el rechazo del resto de mi cuerpo para mostrarse al día. Sólo quería quedarme con mi madre. La placenta se soltó cayendo al fondo del útero, sabía irremediablemente la separación que se aproximaba. La tempestad que se abatía sobre Lisboa en los últimos minutos en que estuve adentro de su barriga marcaría inequívocamente mi destino. Llovía tanto afuera. Las gotas carnudas de una lluvia fría se disparaban del cielo en una histeria suicida, se estrellaban contra los vidrios del hospital Alfredo da Costa. El viento devoraba el tejado, sorbiendo las tejas de un trago y dejando expuesta parte de la carcasa de barrotes. La noche contraía su pelvis, se derramaba el líquido de la bolsa. Las láminas de zinc, tablones de las calzadas de obras en la esquina de Pinheiro Chagas, se soltaron y volaron libres, golpeando cables, amputando árboles y destruyendo carros. La electricidad desapareció por segundos, se escucharon las explosiones de los generadores, el zumbido de los motores; enseguida, la luz volvió a la sala de partos. Sentía la falta de oxígeno en mis pulmones aún cerrados. Trataba de compensar haciendo latir mi minúsculo corazón con más fuerza, más velocidad, acelerando los intercambios metabólicos, contracciones y dilataciones en lugares diferentes de mi corpúsculo ya deforme, me iba sofocando silenciosa en la sangre oscura que chorreaba de las entrañas ennegrecidas:
      Los fierros. Tengo que sacarla empujando. Dar a luz.
      Si hubiera sabido gritar como la partera al pedir los fórceps, o agarrarme a las paredes, lo habría hecho. No sabía. Me apretó la cabeza con tanta fuerza que amasó mi cráneo, se volvió un hueso de mango. Nacía renga y extraña como la noche del diluvio que casi consigue invadir el hospital.

2
      La tempestad paró. El aire propagaba mi llanto avergonzado y triste, impregnado de una plañidera funesta. Todos lo escucharon, pero la angustia no era suficiente para impulsarlos. En los rincones del bloque quirúrgico desearon desgraciadamente la sordera, corrieron las cortinas y apagaron las luces. El sollozo de las lágrimas atravesaba las paredes escondiéndose por debajo de los cobertores gruesos que tapaban las cabezas de otras mujeres que ya habían parido, plantando en sus almohadas la imagen de la bebé que lloraba desnuda y sola.
      La noche se llenó de una infelicidad sofocante que impedía el sueño. El miedo era claramente audible en los silencios. Era necesario no temer la Fortuna. Entonces vivir era necesariamente sufrir.

3
      Se hizo de día. Todo el hospital se enteró de lo sucedido. Antes de llevarse el cadáver de mi madre, hablaron largo rato las auxiliares de enfermería con el personal de limpieza acerca de la tempestad y la niña que había nacido, una pobre desgraciada. Si aún existiera la rueda de los expósitos, tengo la certeza de que habría sido abandonada allí. Fui llevada por una asistente social para una Santa Casa de la Misericordia.

4
      En aquel punto no era capaz de percibir que todo en mi vida tendría un ritmo lento. Me tomó once meses dejar de arrastrarme por el suelo frío de loza de la sala de la guardería y aprender a gatear como los otros bebés. Fue con espanto que un día, casi dos años después de haber llegado, conseguí equilibrarme de pie, arrancando pequeños pasos tambaleantes a mis piernitas cortas y a mi pie chueco y deforme.
      Las auxiliares de la Santa Casa, encargadas de cuidar a los hijos rechazados, perforaban mi cuerpo con ojos de enfado. Deseaban que la creatura extraña desapareciera de ahí. Por eso siempre me arreglaban lo mejor posible cuando sabían que pasaría una asistente social por las salas en busca de una niña que cumpliera los requisitos para entregarla a una familia adoptiva. Alimentaban en mí la cruel esperanza de que un milagro pudiera ocurrir.
      Creo con sinceridad que fue gracias a esos clamores que conseguí alguna benevolencia de la Fortuna. No es que la Fortuna se apiade de los lamentos de ayudantes de educadoras en una Santa Casa, pero el hecho es que un día esa misma Fortuna apareció sonriendo tímidamente. Una sonrisa falsa y breve sin ganas de mostrar los dientes. Como si anduviera ahí haciendo un favor al que no se sentía verdaderamente obligada.
      Fue en ese día que un tío abuelo me encontró. Nadie supo nunca cómo lo hizo, tan sólo apareció por allá con unos papeles que sacó de una carpeta de plástico con elásticos en los extremos, los mostró a los responsables y quiso quedarse con la niña, para alegría de las ayudantes. Así, luego de tres años de aquella infancia precozmente siniestra, me fui a vivir con el único familiar que conocería en el barrio 5 de Julio, lugar que me adoptó junto con mi pariente.

5
      Loloca era un hombre de estatura mediana, muy flaco, esculpido a navaja. Quién sabe si no fuese él mismo una navaja delgada, sin filo, aparentemente sin utilidad; o, tal vez, todo lo contrario: dependiendo del caso, quizá era letal.
      Los más viejos del barrio le llamaban Don Loloca. Tenía una gran cabellera, crespa, en armonía con su bigote, estaba siempre bien arreglado, uniforme, sin botas rebeldes. El cuerpo enclenque se curvaba una nada al frente. A pesar de su aspecto inmaculado, mi tío abuelo no era vanidoso. Los hombres serios se quieren así. Listo para intervenir de manera precisa cuando hacía falta, su voz casi nunca se escuchaba. No le gustaba desperdiciar palabras. Me habituó desde pequeña al silencio. Aprendí a no malgastarlas.
      Al principio, vivimos en una barraca de madera sin luz ni drenaje. Afuera, cuatro cubetas vacías de veinte litros de pintura fueron convertidas en macetas. Don Loloca las mantuvo llenas de plantas útiles: romero, anís, ruda y lavanda. La barraca quedaba en un terreno que mi tío consiguió en un intercambio con su patrón. Un migrante de Moimenta da Beira que en la década de los setenta tomó lo poco que tenía y se vino con la familia a la capital, huyendo del desempleo que asolaba el interior empujando a los portugueses otra vez a la migración. Fue la época del éxodo rural, como descubrí en los libros de geografía de la secundaria. El hombre de la Beira se instaló con la familia en uno de los muchos terrenos agrícolas desocupados en Amadora, tomando posesión del mismo y demarcando otros lotes con estacas en el suelo y cercas con púas.
      A la década siguiente, ya se había convertido en un subcontratista en las grandes obras que definirían el país en los gobiernos de Cavaco Silva. Se abrían carreteras que conducían de una punta a otra de la nación, surgían almacenes, infraestructuras nacían en todas partes. Era todo imprescindible y para ayer en el nuevo Portugal, inclusive el fin de la agricultura y de la pesca, resquicios infames de un país del pasado. Nos convertimos en un país del futuro, moderno, urbano y, por fin, europeo.
      Mi tío abuelo, albañil en ese momento, recibió, como parte del pago por sus servicios prestados en la construcción del Centro Comercial Colombo, uno de los terrenos que el patrón se había apropiado años antes. No fue el único, otros trabajadores hicieron horas extras para conseguir su pedazo de tierra. El pago, hecho con sudor y callos, tenía como contraparte un apretón de manos. «Los papeles son cosa del pasado, Portugal se dejó de burocracias», afirmaba el patrón cuando llenaba a los empleados de esperanza en una vida mejor. También ellos triunfarían, creyeron. Era el inicio del barrio que los migrantes, en su mayoría caboverdiana, decidieron revolucionariamente llamar 5 de Julio. Cuando llegué aquí, otros niños ya eran hijos de ese lugar.

6
      Perversamente pobres pero honradamente limpios, barríamos el suelo de las barracas todos los días dos veces, por la mañana y por la tarde. La manía de la limpieza mi tío abuelo la adquirió en la Isla de Santiago, de un médico higiénico brasileño. Loloca era joven cuando andaba por las aldeas en la sierra para mostrarle los caminos al médico, ayudándole a cargar su ciencia. Fue en ese momento que aprendió que las dolencias de un cuerpo sano son más fáciles de tratar.
      El hábito de la isla se propagó por los lares del barrio de los alrededores de la capital. Desde muy joven, también aprendí la limpieza de la casa como todos los que aquí vivían. Eran muchos, somos aún más. De vez en cuando cortaba unos ramos de lavanda, los ataba con una cinta de seda apretada y los guardaba entre las pocas toallas del armario. Servía para evitar polillas y perfumarlas. Cuidaba incluso de retirar todo el polvo de los libros para que los muertos no ganaran miasmas.
      A la tarde, después de barrer, pensaba en casi todo lo que creía digno. Al mismo tiempo, disolvía cualquier utilidad en ese acto. Mis pensamientos eran tan frágiles que no podía pensar en ellos con mucha intensidad, tenía miedo de que se quebraran. Usaba una técnica para poder pensar con alguna libertad después de las tareas, sólo cavilaba en los pensamientos que ya habían sido cocinados cuando oscurecía. En caso contrario, todo debía ser muy rápido. A veces me debatía cuando pensamientos no planeados invadían mi cabeza sin aviso. Adoraba disfrutar de ellos cuando la realidad enmudecía, ahí me permitía pensar profundo. Sólo lo hacía antes de adormecerme, en la cama. La oscuridad fortalece los pensamientos. Posiblemente porque estamos acostados, quietos, tengan ellos más tiempo para crecer en nuestra cabeza, volviéndose más resistentes, aptos para el uso diurno.
      Otras veces, Don Loloca y yo tan sólo nos sentábamos, lado a lado, en el escalón de la puerta de la casa; mi tío sacaba un cuchillo pequeño pero bien afilado y pelaba una naranja en una espiral perfecta que nunca debía romperse. Después sangraba la naranja hasta que los gajos salían primorosos. Lo observaba callada, con una sonrisa avergonzada, agradeciendo el gesto con la cabeza. Mordía la fruta despacio.
      De niña, sin dejar que la Fortuna se diera cuenta, aprovechaba para tirar las cáscaras intactas de la naranja al aire, esperando que al caer en el suelo de tierra formaran la primera letra del nombre de mi futuro amor. En secreto, tomaba nota de la letra en un cuaderno azul, pues un día la certeza aritmética de la repetición confirmaría mi destino sin que la Fortuna supiera.
      Al final de aquella tarde, dos funcionarias del ayuntamiento aparecieron, haciendo el levantamiento de las habitaciones.

Traducción del portugués de Sergio Ernesto Ríos

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