Lumbre [fragmento] / Hernán Ronsino

El tecleo de la máquina de escribir es igual al ruido que hacían las cañas cuando Areco las cortaba con las rodillas. Las cañas secas. Dígame, pregunta la oficial Di Gliemo, cuándo fue la última vez que vio al señor Fernando Lernú. Recibí una carta en Buenos Aires. Quería, en esa época, construir una vida que no tuviera ninguna marca del pueblo. Que no tuviera, incluso, relación con esos hombres del barrio. Con el Viejo, en definitiva. Pajarito Lernú siempre fue, en esa constelación de hombres que trataban de imponer su trazo firme en el barro líquido, un tipo que planeó todo el tiempo escapar. Mover los límites. Pero en cada intento se le torcía el impulso. El fango abrió sus fauces. Y lo fue devorando, de a poco, lentamente. La carta que recibí en Buenos Aires, una tarde fría de finales de agosto de 1990, Pajarito la firmaba desde la Colonia Wagner. Es decir: otra vez lo acababan de internar y decía, con una letra temblorosa y chiquita, que quería verme. No le digas a tu Viejo, pero es urgente. Tuve durante dos semanas la carta susurrándome. Esa frase me golpeaba como un eco. Hasta que un viernes a la tardecita decidí viajar en tren hasta Colonia Wagner. Llegué a las once de la noche. Los plátanos que bordeaban el camino principal tenían los tallos pintados de blanco. Y unos pequeños brotes trepaban por las ramas. El hospital, con los paredones enormes, se recostaba contra la orilla del río Salado. Parecía un fortín. O un castillo medieval dibujado contra la pampa. Tal vez así lo imaginó Leo Wagner cuando le compró las tierras a Grisolía y decidió construir una colonia psiquiátrica donde antes había estado la barbarie; en esos términos, según parece, pensaba Leo Wagner. El pueblo se levantó alrededor del hospital. Cuando murió Wagner, a fines de la década del treinta, el hospital fue entrando en una situación de profundo deterioro. Hasta que cerró, finalmente, en 1941. En 1944 fue la inundación la que se comió lentamente los cimientos de la construcción original. Es decir, la nave central levantada por las manos del mismísimo Leo Wagner a mediados de la década del veinte. Durante cinco años, la colonia fue un pueblo semiborrado por el agua. Y desolado. En 1949 se lo incorporó al sistema de salud pública. Construyeron un anexo nuevo. Y asfaltaron el camino principal que conecta con Indacochea. Y, así, se reactivó el pueblo que siguió llamándose Colonia Wagner. En agosto de 1990, frente al hospital, había una estación de servicio donde paraban los micros que entraban al pueblo y una casa que alquilaba piezas para que los familiares de los internados pudieran pasar la noche. Ahí pasé la noche. Escribí tres poemas, antes de dormirme, mirando por la ventana —imaginando, mejor, el dibujo irregular del río—, porque el río a esa hora de la noche era una mancha imprecisa, una confusión constante con el cielo o con la pampa. Cada tanto aparecía un indicio. Las luces del hospital, por ejemplo, creaban un reflejo en el río. Pero era un reflejo. Como la pampa misma. A las ocho de la mañana me presenté en el hospital. Media hora después, un enfermero me hizo recorrer un pasillo bordeado por ventanales que daban al río. El Salado, a fines de agosto, es un río caudaloso pero angosto. Hay cosas que son pequeñas, en apariencia, pero que, en su pequeñez, provocan un efecto perdurable. Siempre traté de escribir un poema que pudiera reflejar ese efecto y ese recorrido: ciento cincuenta metros, más o menos; el enfermero caminando en silencio delante mío, guiándome; una luz clara, matinal, trazando sombras en el piso; los ventanales dando al río, pequeño pero caudaloso; detrás del río, el campo. Y esperando, en el fondo del pasillo, Pajarito Lernú, silencioso, con las manos apretadas. Hay cosas que son pequeñas pero, en su pequeñez, perduran. Como los pasos del enfermero. Como el río ése. Cuando Pajarito me vio, sonrió. No me abrazó ni me dijo nada del pueblo, ni del Viejo. Sonrió. Y la sonrisa fue una puerta que disparó la verborragia. Era su forma de demostrar afecto. No sé por qué recuerdo, mientras empezó a hablar como un río caudaloso, el tamaño de las uñas de sus manos. Nos sentamos en un banco, bajo un ventanal enorme. Atrás, casi pegado al ventanal, el río. Pajarito me empezó a contar un recuerdo. Dijo que estaba escribiendo una tropilla de recuerdos. Que había días que tenía miedo de que se le escaparan del corral. Las palabras sirven para proteger a la tropilla adentro. En el corral. Como hicieron Mastronardi y Sarmiento con sus recuerdos. Construir corrales. Cómo se hace para atrapar un recuerdo. Se mueven como esos bichos que vuelan alrededor de los faroles. En verano, las lámparas están rodeadas de cotorras y bichos. Siempre me pregunté si esos bichos que se movían, inquietos, por las noches de verano eran los mismos que, al otro día, aparecían amontonados, rodeando las lámparas, muertos. Estoy escribiendo un recuerdo, dijo Pajarito. Tankel filma La sombra del pasado. La filma en el pueblo. Una película de bajo presupuesto. Con actores locales y actores de Buenos Aires. Se estrena en 1946, primero en Buenos Aires y después en Chivilcoy. El guión, como se sabe, lo escribe ese tal Julio Denis cuando todavía vivía en la pensión Varzilio. Denis daba clases en la escuela Normal. Había llegado al pueblo en el 39 de Bolívar. Pero tenía su familia en Buenos Aires, en Banfield. Por eso viajaba cada tanto, los fines de semana, mayormente, en tren a visitarlos. Denis en realidad había nacido, de casualidad, en Bélgica porque su padre era diplomático. Parece que tenía un tono afrancesado o un problema con las erres. No se sabía bien. Y como había nacido en Bélgica le decían El Muchachico Belga, contaba entonces Pajarito. Parece que Tankel justificaba ese arrastrar de la lengua por haber nacido cerca de Francia. Tankel era polaco pero tenía otras dificultades para hablar y para escribir en español. A Julio Denis la poesía de Carlos Ortiz siempre le pareció menor. Por lo menos, decía Pajarito, es lo que aparece en el guión. Denis dice que la poesía de Ortiz es una poesía menor, que hubiera quedado en el olvido de no ser por dos cuestiones. Primero: el asesinato. Segundo: Ortiz era amigo de Rubén Darío, de Lugones y toda esa crema modernista. Se murió justo para tener su estatua. Por eso Denis piensa al asesinato de Ortiz como la reescritura (la palabra reescribir Denis la pone con una e) de la dicotomía civilización/barbarie. La intención de Denis era ponerle al protagonista de la película, a Ortiz, el nombre de su héroe, el héroe del libro El poema de las mieses, Ervar. Pero Tankel era el director y el que realizaría, finalmente, la película. Y se negó. En las primeras páginas del guión Tankel tachó el nombre Ervar y escribió sobre la tachadura el de Carlos Ortiz. El guión es la adaptación del libro Sangre nuestra, de Ghiraldo. Eso hizo Denis, adaptar la compleja trama de ese libro urgente. Compilado al calor de los episodios que, incluso, comprende las actas del juicio. Denis simplifica en una trama evocativa —los recuerdos de Ortiz agonizando en la madrugada del 3 de marzo, junto al cuerpo la madre que reza—; simplifica lo que en Sangre nuestra aparece desordenado y caótico. Denis versiona, para la película que Tankel realizará, un hecho ocurrido en 1910 y que aparece narrado en el libro de Ghiraldo un año después. El hecho narrado, como se sabe, es la muerte del poeta Carlos Ortiz. La noche del 2 de marzo de 1910 se celebra, algunos dicen, un mitin político, otros, la despedida de Alejandro Mathus, profesor en la escuela Normal, trasladado a Mendoza —por asuntos de polleras con una alumna— en el Club Social. Lo curioso, decía Pajarito, es que Mathus y Denis fueran profesores de la escuela Normal y, luego, por distintos motivos y épocas también distintas, trasladados a Mendoza. Que la figura del traslado reaparezca tanto en uno de los que gesta la reunión, esa noche del 2 de marzo, y en la vida del guionista que escribe sobre esa noche del 2 de marzo, no deja de ser curioso. Como sea. Esa noche de poesía y violencia aún resuena en la memoria de todos, sentenció. Y de pronto la voz incesante se detuvo. Pajarito se quedó fijo, mirando un punto en el suelo. La luz entraba por los ventanales. Le pregunté si se sentía bien. Si quería que llamara a algún enfermero. Él me miró. Me miró, un buen rato, achinando los ojos. Logró incomodarme. Entonces se paró. Dijo que necesitaba aire. Abrió una de las ventanas. El aire del campo, más que el del río, se fue colando, lentamente. Y así, mirando por la ventana el río, el campo, terminó de contarme eso que para él era urgente, eso que me hizo viajar de Buenos Aires a Colonia Wagner en tren. Contar un recuerdo. Es decir, su modo de estar en el mundo. Su forma de querer. Un día, dijo, el director del Patronato nos hizo la libreta de enrolamiento a todos los que estábamos ahí. Y llamó a Tankel para que nos sacara las fotos. Tankel tenía un estudio de fotos en el centro. Llegó a las ocho de la mañana. Nos formaron en el hall. Y fuimos pasando de a tres a una salita donde Tankel había improvisado un estudio de fotos. Cuando pasé yo, Tankel me miró fijo, me hizo girar la cabeza de un lado y de otro. Dijo que yo tenía cara de Pájaro. Los otros chicos aguantaron la risa por lo que había dicho el hombre y por la forma de hablar que tenía. Era polaco. Cara de Pajarito, repitió Tankel con cierta ternura. Y después me preguntó si a mí me gustaba el cine. Le dije que sí, había visto dos o tres películas nada más. Es decir, las veces que el Patronato nos había llevado al cine. Yo tendría siete años. Pero el cine para mí, dijo Pajarito, no eran esas dos o tres películas que había visto; el cine para mí era el cine Español, donde había visto las dos o tres películas. Entonces Tankel me preguntó si no me animaba a participar en una película que él estaba filmando. Le dije que sí. Porque pensé que se trataba de visitar la parte que no veíamos del cine Español; hacer una película, para mí, era asomarse por ese hueco donde salía, furiosa, la luz que fabricaba las películas. Y así fue que entré en el rodaje de La sombra del pasado. Fue en el año 46. Por eso no lo conocí a Julio Denis. Hacía unos años se había a ido a Mendoza.
    
     La oficial Di Gliemo fuma y me mira a los ojos. La Olivetti está quieta sobre la mesa. Media carilla escrita cae detrás y, por eso, las aspas del ventilador empotrado en el techo las remueven. También se mueven, apenas, las incrustaciones del collar que cuelgan en el escote. No puedo detenerme mucho ahí, porque la oficial fuma y me mira a los ojos, seria. Muy linda la historia, dice ahora, pero le pregunté otra cosa. Cuándo fue la última vez que vio a Fernando Lernú. Esa vez, digo. En agosto de 1990. Hace casi doce años. Después me llegaron noticias a través de mi padre, digo, pero jamás volví a tener contacto con él. Tampoco volví más a esta ciudad. O es un pueblo, pregunto. Usted sabe por qué está hoy acá, declarando, ¿no? No, digo. Los ojos de la oficial Di Gliemo se agrandan. Los hombres que están en la oficina de atrás, el comisario o subcomisario, pero también el otro, vestido de oficial, nos miran. El que está vestido de oficial es un poco gordo y trata de darse vuelta, le resulta complejo, pero estira la mirada. Por eso la ven a la oficial Di Gliemo, nerviosa, cansada, con ganas de ser otra persona, por ejemplo, pienso yo, una maestra jardinera. La oficial remueve carpetas. Saca, con cuidado, de un folio, un par de hojas, y se pone a leer la declaración de Hugo Lorenzo Soto, de setenta y tres años, viudo, nacido en la localidad de Mechita, dice ser el propietario de un animal vacuno, que responde al nombre de Gordita, y es, según Soto, además de una compañía, porque uno se encariña con el animal, una herramienta de trabajo. El animal que responde al nombre de Gordita daba en su mejor época cerca de dieciséis litros de leche por día. Y eso es una fuente de ingreso para Soto, dice la oficial Di Gliemo, según figura escrito en la declaración que dio el Negro Soto, una fuente de ingreso que le ha permitido sobrevivir. Porque Soto vende leche sin pasteurizar, casa por casa. En total, Soto tiene dos animales. Visto y considerando que la ausencia del animal que responde al nombre de Gordita le genera un serio inconveniente en su producción láctea. Soto decide presentarse a hacer la denuncia. Según declara, entonces, el día 27 de febrero del corriente, Soto ordeña los dos animales, por no ser propietario, en la quinta de Jaltar, es decir, de prestado. Así expresó Soto. Todas las mañanas llega en bicicleta a la quinta de Jaltar, seis menos cuarto más o menos. Y a eso de las ocho termina de ordeñar y de envasar la leche. A las ocho se toma unos mates con Jaltar abajo de un tinglado que le armó en el invierno al hijo para que arregle tractores, pero que el hijo de Jaltar no usa porque vuelve siempre tarde a la madrugada, muchas veces a la misma hora que Soto llega a la quinta para empezar a trabajar. Después de los mates, entonces, Soto prepara la bicicleta de reparto, hace una primera carga de botellas —antes, dice en la declaración, cuando era más joven, y tenía una clientela más grande, hacía el reparto con la jardinera— y sale. Cerca de las once está de vuelta en la quinta de Jaltar. Dice que manguerea a las vacas, las moja. Y las lleva a un corral que improvisó, atrás del tinglado. Después se va a la casa a comer y a dormir una siesta. Cuando se levanta improvisa alguna pavada en la casa y enseguida sale para la quinta de Jaltar a tomar unos mates y a darles de comer a las vacas. En la mañana del 27 de febrero Soto hizo lo que hace todos los días. El asunto se dio cuando después de la siesta fue a tomarse unos mates con Jaltar y vio sólo a una de las vacas. La Gordita, la más vieja, la que tiene la pata lastimada, dice Soto, no estaba. Jaltar andaba lejos, a trescientos metros, cortaba leña en un montecito. Entonces Soto se alarmó. Era raro que ese animal no estuviera donde él mismo lo había dejado. Apoyó la bicicleta en una columna, abajo del tinglado y caminó los trescientos metros hasta el montecito. Jaltar recién lo percibió cuando lo tuvo a diez metros. Soto, le habrá dicho. Jaltar estaba solo, cortando leña. Había un perro entre las ramas que iba y venía. Olfateó a Soto cuando lo descubrió. Soto le preguntó qué había pasado con la vaca. Qué vaca, dijo Jaltar sin mirarlo, cortando leña. La Gordita, no está. Y Jaltar dijo: Cómo que no está. Y miró el corral y sólo se veía un bulto, la vaca más chica. Qué pasó, dijo Soto. Y Jaltar se quedó en silencio. Dejó de hacer lo que estaba haciendo y se puso a caminar hacia el corral. Cuando no entendía algo, Jaltar no hablaba. Soto lo siguió atrás, diciendo cada tanto alguna cosa. El perro largaba apenas una sombra débil en la quinta destemplada. Jaltar primero rodeó el corral. Después se metió. La otra vaca estaba quieta, movía la cola. Jaltar dijo: No está. Dijo: Carajo. Y Soto volvió a preguntar qué había pasado. Jaltar dijo que no sabía. Él había estado en el banco al mediodía. Estuvo una hora afuera. Pero el hijo se había quedado durmiendo. Después, cuando llegó no vio a nadie entrar o salir de la quinta. Soto le preguntó si la vaca estaba cuando había vuelto del banco. Jaltar dice que no sabe. Porque no prestó atención. Hacé la denuncia, le dijo. Antes, largó Soto, voy a dar una vuelta. Soto salió con la bicicleta y recorrió los caminos, las quintas de la zona. Preguntó si no habían visto una vaca suelta. A la tardecita, casi de noche, volvió a la quinta de Jaltar con el deseo de encontrarse con la vaca. Pero Jaltar, que arreglaba un motor con el hijo, le preguntó, antes de que Soto se bajara de la bicicleta, si había tenido alguna novedad. Soto dice que ahí sintió angustia y bronca. Y dice que, entonces, decidió hacer la denuncia. En la comisaría se encontró con una sorpresa. Una mujer, cerca de las cuatro de la tarde, había llamado para denunciar que tenía una vaca atada en la vereda, en una columna de la parada del colectivo local. Ahí, en la parada de colectivo, dice la oficial Di Gliemo, fue encontrado el animal vacuno cuando la patrulla se apercibió. La denunciante cuenta que desde más o menos las dos y media de la tarde una persona de sesenta años, muy flaco, estaba descansando en la vereda y había atado en la parada del colectivo local una vaca. El cuerpo de la vaca, pobrecita, dice la oficial Di Gliemo, según contó la mujer denunciante, estaba en gran parte sobre el asfalto de la avenida y mordía, cada tanto, el pasto de la vereda. Yo los miraba, dice la denunciante, desde la ventana. Hasta que a eso de las tres el tipo empezó a hablar solo. Y por eso pensé que estaba borracho. Pero no le vi ninguna botella. Empezó a hablarle a la vaca; le decía cosas en un tono cada vez más fuerte hasta que en un momento se paró, se acomodó la ropa y se acercó al zaguán de mi casa. Ahí fue cuando empezó a golpear la puerta. Yo no lo quería atender porque tenía miedo, me daba miedo y estaba sola porque soy viuda y mi hija estaba en la oficina: no salí por eso. Golpeaba el zaguán cada vez más fuerte. Retumbaba que Dios me libre. Como una bomba. Me puse tan nerviosa que me escondí atrás. En el patio. Había momentos de tranquilidad y momentos de locura. Después de un rato largo un vecino se asomó por el tapial del patio y me preguntó qué pasaba, si estaba bien; me dijo que acababa de llamar a la policía. Yo le dije que estaba desesperada, que no entendía nada. Y entonces el vecino saltó el tapial porque me vio muy angustiada. En la vereda, la señora de Quiroga parece que reconoció al hombre que golpeaba la puerta y se animó a decirle que estaba por llegar la policía, que se dejara de joder con semejante escándalo. Y el hombre dejó de golpear. La miró un rato y antes de irse pasó un papel por debajo de la puerta. Cuando la policía llegó había un puñado de vecinos en la vereda de la casa, dice la denunciante, y esa vaca atada en la parada del colectivo. La oficial Di Gliemo se detiene, deja de leer la denuncia de Soto, primero, y después el testimonio de la denunciante Mirta Carmen Frías, de sesenta y y seis años, viuda y ama de casa. Entonces me mira a los ojos y vuelve a preguntarme si sé por qué estoy ahí, declarando. Le digo que no. Que no entiendo por qué estoy declarando sobre un hecho confuso; sobre el robo de una vaca. Le digo que hace doce años que no piso esta ciudad. O esto sigue siendo un pueblo, vuelvo a preguntar. Y la oficial Di Gliemo deja que esa pregunta resbale por su cuerpo, por esa calma que la atraviesa y desemboca en los ojos. El papel, insiste entonces, que el señor Fernando Lernú pasó por debajo de la puerta de la casa de Mirta Carmen Frías lleva su nombre, dice la oficial Di Gliemo. Y dice que la vaca apareció atada en la parada de colectivos de la esquina popularmente conocida como la esquina de la carnicería de Souza, frente a la exfábrica Glaxo. Como durante muchos años en esa esquina funcionó la carnicería de Souza, y pegado a la carnicería la casa de la familia Souza, aún se sigue mencionando ese lugar como la esquina de Souza. Aunque ahora ahí viva la señora Mirta Carmen Frías. La oficial Di Gliemo, entonces, saca de otra carpeta un papel precario, escrito con una letra apretada y minúscula. Me lo estira y dice: Léalo. Me cuesta entender la lógica del dibujo, el ritmo de las palabras. Trato de descifrarlo. Pero no entiendo. Sólo se ve con un poco más de claridad mi nombre. Se lo leo yo, dice la oficial. «Acá te traigo lo prometido», Federico Souza. La oficial Di Gliemo me mira a los ojos. Seria. Le gusta jugar a los detectives. Eso pienso. Estoy por decirlo. Pero mejor largo una sonrisa. De qué se ríe, me dice la oficial. Es absurdo, insisto, hace doce años no piso este lugar. No entiendo nada. No sé de qué me está hablando, digo. Y por qué volvió, entonces, si hace tanto no regresaba. Por la muerte de Lernú. Porque mi padre me lo pidió. Eran muy amigos, digo. La oficial Di Gliemo, ahora, me recuerda que aún tenemos que ir a reconocer el cadáver pero que la autopsia realizada demuestra que se trató de un accidente que ocasionó fractura del cráneo y la inmediata muerte de Lernú. La oficial Di Gliemo agrega que hay otros antecedentes de esa misma noche que involucran al señor Lernú: después de lo ocurrido con el animal vacuno, Lernú participó de la rotura de la marquesina del cine Español, de un piedrazo, y en la sustracción de una motocicleta Gilera perteneciente al señor Raúl Miserere. El señor Lernú fue encontrado sin vida en el camino de tierra que lleva al cementerio. La moto Gilera estaba hundida en la zanja. Creemos que se trató de un accidente, dice la oficial Di Gliemo, provocado por la alteración mental que padecía el señor Lernú: tuvo más de cinco internaciones en el Wagner. Y entonces, digo, si es así, para qué me citan. Para tomarle declaración y constatar que las cosas hayan ocurrido efectivamente así. Y cerrar el caso. Eso es todo, dice la oficial Di Gliemo, y después de hacerme firmar la declaración dice que puedo retirarme. 

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