Los sicarios de la esperanza

Vanesa Robles

(Guadalajara, 1973). Es autora del libro Cien voces de Iberoamérica. FIL Guadalajara 35 años (con fotografías de Maj Lindström, Universidad de Guadalajara, 2021).

En la sala de la casa, el mundo, antes pequeño, se volvió distante. Y apresurado, caótico, caliente. Era abril de 2020 y un virus había venido a darle otros nombres a todo lo que creíamos nombrado. Al espacio, por ejemplo. Ahora éramos los tres: ella, yo y el niño, uno frente al otro y a la vez ajenos, en un rectángulo de tres o cuatro metros cuadrados. Intentábamos estar allá, donde la masa de semiconductores de mercurio, fósforo y plomo disimulada en pantallas de computadoras nos decía que estábamos. Al mismo tiempo nuestros cuerpos estaban acá, robándose la señal, pegajosos por el calor, hastiados. Distantes y codo a codo con el otro.

Menos mal que tenemos trabajo e internet, murmurábamos la madre de León y yo, agotados durante las noches, luego de catorce horas de asuntos laborales en la pantalla, menos mal que nuestro hijo está conectado.

Ellos también lo sabían. No hubo necesidad de que nos vieran a través de las cámaras de nuestros aparatos, de que se metieran al sistema de nuestra computadora, de que les vomitáramos nuestros nombres y contraseñas. El oficio del tratante de niños es viejo y resiliente.

Justo por aquellos días León empezó a tener pesadillas.

En 2022 —nos dicen—, hay dos clases de personas: las que lograron conectarse y las que se quedaron fuera del mundo.

Somos quienes se conectaron. Eso significa que no somos ricos y tampoco muy pobres. Demostramos con soberbia que nuestra vida productiva, que ya duraba entre ocho y diez horas, puede expandirse a doce, catorce, dieciséis horas diarias.

Despojados del placer y el propósito de la vida, a veces todavía nos sentimos afortunados, con la cabeza vuelta una olla de presión y las febrículas que nos contagian los motores hirvientes de nuestros aparatos. Las computadoras nos gobiernan, no porque sean inteligentes, sino porque nos entregamos a ellas —¿«ellas»?— con histórica mansedumbre, y porque existe alguien que siempre-nos-necesita-conectados. ¿Para qué querrían ya los de CanSino meternos un chip?

León es el nombre de un niño fuerte. Eso pensamos su madre y yo cuando fuimos a ponerle nombre, al Registro Civil. Estábamos llenos de esperanza de que el mundo se salvaría gracias a él, a nuestro hijo. Pero desde entonces transcurrieron nueve años. Ahora León y otros millones somos los protagonistas anónimos de lo que en un siglo muchos leerán en los libros de historia.

En 2020, León y miles de niños, los más suertudos, estaban conectados en tediosas clases de fracciones, mientras sus raíces cuadradas los iban amarrando a las sillas y a los monitores. Cuando terminaba la escuela de León comíamos cualquier cosa, a veces de pie, y volvíamos a la pantalla, con los dedos llenos de urgencia. El mundo se estaba cayendo, pero no podía detenerse: sólo el home office podía salvarlo.

León también volvía a la tablet. Durante el día y la tarde veía muchos animés, youtubers y tiktokers. Se estremecía con el Ayuwoki, el Momo y otros monstruos líquidos como su época. Hablaba en argentino, chileno, gallego… Sus noches —y con ellas las nuestras— estaban hechas sueños tortuosos, taquicardias, gritos de horror.

Crecía a la velocidad de la pandemia. Una tarde lo sorprendí con los testículos al viento y la tablet con la cámara encendida. Ambos pasamos de la sorpresa a la incomodidad y de la incomodidad a la risa. Me explicó que intentaba retratarse el pene para conocerlo y tomarle medidas. Matemáticas puras —pensé—, y secretos de hombres: me hizo prometer que no iba a contarle a su madre. De todos modos ella estaba ausente, con los ojos vacíos de vida y rebosantes de tedio. A veces la descubría llorando frente a la computadora, a las tres de la mañana. Las conexiones se habían transformado en un monstruo terrible —decía entre chillidos—. No había escapatoria.

Otra noche, narcotizada tras horas y horas frente al monitor, se tiró en la cama, junto a León, e intentó convencerlo de que no había nada amenazante, de que el cubrebocas y el lavado de manos bastaban para alejar el peligro. León la miró, y salió corriendo de su cuarto, aterrorizado.

—¡No me entiendes! ¡Ya vienen por mí! —gritó, con los ojos desorbitados.

Les exijo a mis estudiantes que enciendan la cámara, como condición para ponerles asistencia. Sobre el monitor van apareciendo sus caras encabronadas, y los paisajes de sus hogares. Algunos, muy pocos, trabajan en casas descarapeladas o delante de libreros metálicos a punto de doblarse por el peso de las carpetas, los cuadernos y los peluches polvorientos. La mayoría se conecta desde sus habitaciones clasemedieras, muy pulcras. Desde mi pantalla puedo respirar el perfume de vainilla, eufemismo de los amoniacos desinfectantes con los que se envenenan a diario.

La cosa es que los estudiantes me tienen despreocupado. Me fascina mirar las obras de arte de sus muros. Envidio sus colchas caras y sus escritorios de parota.

Me imagino qué hay más allá de las paredes que los protegen de mí y de los otros, y me pregunto cómo ven ellos mi mundo, en el que a veces León irrumpe, hasta que lo alejo con patadas discretas.

Una madrugada, a principios de agosto de 2020, escuché su grito en la sala de la casa. El grito de la madre de León. Otra vez. Después de cinco meses de encierro y harto de sus crisis, me levanté de la cama y salí a la sala, donde ella seguía trabajando, dispuesto a escupirle todo mi odio.

La encontré sentada en un sillón de la sala, con la tablet del niño en la mano y un rictus de horror. Me explicó que ya muy entrada la noche necesitó otra pantalla para terminar pronto un encargo de su oficina. Se le hizo fácil agarrar el aparato del niño. Le llamó la atención que ahí y a esa hora alguien saludara a nuestro hijo con tanta confianza y le mandara mensajes en privado.

Pasamos el resto de la madrugada mirando, a través del monitor, cómo los mensajes iban desdoblando las fotografías de decenas de niños y niñas de la edad de León, incluso mucho más pequeños. Cansados, adoloridos, desnudos, todos ellos eran fichas en la colección de un amigo anónimo de León. Ahora circulaban a sus anchas en un par de páginas de internet. En aquel álbum de la desesperanza reconocimos el cuerpo abandonado de nuestro hijo, sus grandes ojos negros, los vestigios de su inocencia, sus testículos al aire. Igual que nosotros, él también había entregado su infancia a un mundo anónimo, íntimo y violento. La oscuridad de la madrugada agonizaba cuando salimos de la sorpresa. La esperanza agonizaba.

Comparte este texto: