El último verano en el que fuimos

Fausto Salcedo

(Guadalajara, 1996). Ha publicado el relato «Las extrañas primaveras» en la revista Sarao, historias mexicanas lgbtiq+ (2020).

Mi tía Laura falleció a finales del mes de mayo. Era una mujer jovial, radiante, de cabello esponjado teñido del color intenso de los rosales, que resaltaba la palidez de alabastro de su piel y la melancolía de sus ojos tristes. Su figura emanaba la elegancia de un cisne, y tenía una vanidad anacrónica que la hacía parecer una belleza de los setenta. Decir que su muerte fue devastadora para mí sería adjudicarme un luto que no me corresponde. Me dolió, por supuesto, pero he de reconocer que, más que por ella, por las circunstancias injustas: un derrame cerebral fulminante le arrebató la vida en la plenitud de sus cuarenta años, mientras lavaba el baño de su casa, y enfrente de sus hijos horrorizados, quienes vieron cómo se desplomaba con las extremidades engarruñadas, retorcida desde dentro por algún mecanismo cruel que en un segundo le puso punto final a sus días. Como congéneres, mi tía Laura y yo no teníamos otra relación que la impersonalidad afable de dos personas sin otra cosa en común más que la sangre. En las reuniones familiares me abrazaba junto con un beso estrepitoso en el cachete, me preguntaba cómo estaba y yo le respondía siempre Bien, tía, gracias, y se aseguraba de que no me faltara nunca una cerveza, pues había algo en ella que al parecer no la dejaba estar cómoda a menos que viera a todos bebiendo. Después, silenciosa como era, se apartaba en un rincón para fumar con su solemnidad triste, bellísima, con el mentón posado en una mano de dedos tiernos, como reina de antaño, y disfrutando de la música con los ojos cerrados.

Al menos en lo que a mí concierne, mi tía jamás estuvo tan presente como habría de estarlo entre nosotros después de su muerte. Al día siguiente, en el grupo familiar de WhatsApp, todos acordaron seguir saludándola como si ella siguiera ahí, viva, del otro lado de la pantalla. Le escribieron Buenos días, Lau, Cómo estás, Lau, Ten bonito día, Lau, esperando que no respondiera, pues nunca lo hizo en vida, ya que incluso en los ámbitos de la virtualidad a mi tía Laura le era suficiente demostrar su existencia con las terribles líneas azules  de leído. Estando, pero sin estar. Aunque en lo personal esto de seguir saludándola me pareció más doloroso, pues ahora el mensaje enviado no pasaba de la única línea, más terrible, del no recibido: la nada, la incertidumbre total—, me quedaba claro que era la única alternativa contra el desamparo de la familia, pues a causa de la pandemia y sus cuarentenas postergadas no hubo funeral. No hubo cuerpo al que llorar, no hubo féretro al que velar, no hubo una noche fría y eterna que dedicarle para que cada uno de los suyos le llorara a su gusto. No hubo oportunidad de darle sepultura y cubrir su féretro con las flores parsimoniosas que en vida tanto le gustaron. La entregaron al hospital física, entera, todavía respirando, y a mis primos confundidos les devolvieron una cajita desangelada con las cenizas de la que apenas una semana atrás fue su madre.

La vida no volvió a ser la misma. De pronto nos llegó la noticia de que ya no estaba, pero no la certidumbre para asimilarlo. No era concebible que apenas una semana atrás la familia se hubiera reunido a través de los sucedáneos sin gracia de las redes sociales en una tergiversación radical de nuestras costumbres, en una videollamada grupal para felicitar a la abuela por su octogésima primavera, y viéndonos sin ver a través de cuadritos que reducían lo que éramos a un desastre logístico, pues no había plataforma para que pudieran conectarse casi sesenta personas al mismo tiempo y acordar turnos para hablar y que así no se congelaran las pantallas ni se desplomara el internet, el Telmex, el Totalplay, es que está carísimo, ni con lo que está pasando se apiadan de uno, ya viste que según eso van a dar apoyos económicos de cinco mil pesos por familia, eso no es cierto, cuando vas a cobrarlo ya no hay nada, nomás dicen que te lo dan pero los culeros se lo embolsan, de modo que no fue posible cantar las mañanitas al unísono ni contratar mariachi para que hiciera una aparición súbita, pues en esas circunstancias cibernéticas resultaba una sorpresa sin sentido, y al final sólo pudimos estar juntos en la fracción de segundo de una captura de pantalla que alguna tía exagerada compartió en todas sus redes, Aquí reunidos Familia bonita Saludos y bendiciones: sesenta tíos, sobrinos, primos y abuelos congelados en miniaturas virtuales que apenas se alcanzaban a distinguir, y la tía Laura en el centro, con el cabello como rosal en llamas, la piel de marfil. En esa captura de pantalla quedó inmortalizada: sin mirar a la cámara, como si sus pensamientos fueran pétalos en constante caída en el viento, y con una sonrisa que no lograba ocultar la inmensidad de su tristeza interna, que, según muchos aseguraron, fueron las melancolías acumuladas, y ninguna otra cosa, las razones principales de su muerte.

Ésa fue, de algún modo, la última vez que estuvimos todos juntos, ya que, por rendición tácita, habíamos decidido no vernos de momento en la vida real. Cuando la cosa inició, decíamos con optimismo que no podía durar tanto: íbamos a la contraria del mundo, impenitentes, sin dejar de reunirnos, sin dejar de vernos, sin dejar de abrazarnos, sin dejar de besarnos en los cachetes mientras en la nueva vida extraña cerraban los negocios y las escuelas, cancelaban el transporte público y declaraban encierros preventivos pero obligatorios, hasta que el discurso constante de la fatalidad y la paranoia se volvió una realidad en nuestros cuerpos, y aceptamos la distancia por temor de que nuestro contacto acarreara consigo la muerte. Pero esto implicaba no ser nosotros: saludarnos como si fuéramos desconocidos, manteniendo distancias equívocas, con temores que nunca habíamos tenido, con los rostros cubiertos por máscaras y lentes y filtros como si las palabras mismas llevaran en su contenido un hálito de decadencia y flores tóxicas, y sucumbimos a la tristeza.

Las circunstancias del mundo impedían los ritos antiguos, y amenazaban con modificarlos para siempre. Pues no sólo la familia comenzó a dividirse en dos bandos irreconciliables respecto a la pandemia, los que creían y los que no, los que no se acostumbraban a la nueva modalidad y los que por cuenta propia habían decidido refugiarse a cal y canto de la amenaza invisible, sino que por aquellos días se habían recrudecido las medidas draconianas para mantener a raya los contagios con toda clase de recursos que escapaban a la razón. Se volvió común ver helicópteros patrullando por los cielos de la urbe indicando con altavoces amenazadores Quédate en casa, y videos en redes sociales de ciudadanos siendo arrestados por no portar el cubrebocas en la calle, y el gobernador anunciando que no hacía más que cumplir con su labor mesiánica, calificando de pendejos a todos aquellos que desacataran la nueva política oficial.

Fue por esos días de desavenencias e incógnitas cuando nos llegó la noticia de que la tía Laura, con cuarenta y un años, madre de tres hijos, divorciada, hija intachable, compañera de fiestas, silencios gratos, belleza solemne, cabello de arbusto desordenado, añoranzas irremediables, sonrisa de melancolías, reina de todas las primaveras, dueña del verano, había fallecido, y no a causa del virus, sino de sus tristezas. Que la última vez que la vieron lloró mucho. Que, víctima del derrame, se desplomó como la Venus de Milo que siempre fue, y que el rosal de su cabello quedó derramado sobre el azulejo del baño. Que sólo comía los sábados y los domingos, y que entre semana mantenía su cuerpo con placebos y suplementos alimenticios. Que no fue necesario hacerse cargo de la burocracia del fallecimiento, pues ella ya se había anticipado, y desde hacía mucho antes se había pagado su paquete funeral para que los trámites de su muerte no le complicaran la vida a nadie. Que hasta su último día mandó al gobierno a chingar a su madre porque encontró infame esta medida de no abrazarse, de no besarse, de no quererse, de no dar amor, porque creía que todo en este mundo podía ser ilegal, todo, pero menos el amor. Y sólo por eso a veces me da gusto que se haya ido, que ya no esté aquí, que no alcanzara a ver cómo también en este mundo es posible que nos quiten el amor.

Ha pasado más de un año y mi papá es el único que sigue saludándola a diario, ya no en el grupo familiar, sino por mensaje privado. Porque en el grupo poco a poco desistieron de la costumbre, por razones del dolor o por obra del olvido. Mi papá, no obstante, sigue escribiéndole Buenos días, Laura Ten un bonito día, Laura, Te extraño siempre, hermana. Tiene de fondo de pantalla aquella captura en la que salimos retratados todos, por última vez, llenos de pixeles, desorientados, casi ridículos, y la tía Laura en el centro, como un lucero de tristezas infinitas en cuyo eje orbitaba la lógica de la familia. Mi papá dice que ya nada volvió a ser lo mismo.

—Éramos bien felices —suspira.

Hace poco, en un vicio un tanto narcisista de las redes sociales, y sin tener nada más que hacer, revisaba las solicitudes de amistad a las que nunca había respondido, y en un espasmo de incredulidad que me sacudió los intestinos, me encontré con la de mi tía: Laura Gutiérrez te ha enviado una solicitud de amistad. Fue como si me hubieran atravesado el corazón con un picahielos. Cuando mi tía me mandó su solicitud, tres años atrás, cuando a ninguno de nosotros se le ocurría pensar siquiera que alguno de nosotros pudiera morir, conscientemente decidí no aceptarla. Pues por entonces yo recién había salido del clóset, seguía teniendo pie y medio dentro, y rechazaba las tentativas cibernéticas de mis familiares por miedo a que se dieran cuenta de quién era yo y qué me gustaba en realidad. Los años me llevaron a modificar esta postura, y terminé aceptando a mis tíos, a mis primos, a todos, pero la solicitud de mi tía Laura se quedó en el olvido de lo virtual. Me pregunto qué pensó, si sus pensamientos estuvieron enfocados algún momento en este sobrino culero que no se dignó a aceptar la solicitud inocente de una tía que siempre lo saludaba de brazos abiertos, con sus labios listos para dar un beso que dejaba en el cachete su carmín impreso como una rosa fresca, y atenta a que jamás me faltara una cerveza. Acepté la solicitud de mi tía, tres años después. Sólo entonces me arrepentí de no haberle dicho nunca lo mucho que la quise.

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