Los ocupantes / Jaime Moreno Villarreal

Mexicanos

Las familias construyeron los túneles para protegerse. Los iracahuas, no satisfechos con asaltar las recuas de mercaderes, entraban a saco al pueblo. Los túneles unieron todas las quintas. De ese tiempo nadie guarda las fechas. Vinieron luego las guerras, ya había entrado el ferrocarril y los iracahuas fueron exterminados. Algunos túneles se vinieron abajo tragándose viviendas y haciendo socavones en las calles, otros se clausuraron para uso propio de algunas familias y para encuentros secretos. En algunas cuevas se enterró oro. Después hubo la leyenda de los túneles. Entretanto, los apellidos siguieron siendo los mismos aunque la gente ya era otra. Cuando iba a pasar una guerra, en cada huerta se excavaba la boca del túnel bajo la pila de agua o el pilar falso de un soportal, y ahí bajaban a esconderse las gentes.
     Eran cinco las familias fundadoras. Los niños llevaban, por poco que se contara, los apellidos de cada una. Las noticias llegaban a veces con retraso de un año, luego al revés, se adelantaban a los acontecimientos. Cuando se oyó venir la última guerra ya quedábamos muy pocos. Primero fueron las mujeres, luego los patrones que salieron en bandadas llevándose los títulos de propiedad. Los mayordomos se quedaron a esperar a los ocupantes. También nos quedamos algunos inocentes.
     Los ocupantes tardaron en llegar. Entraron muy fatigados. Hacían columna de dos en fondo, en la polvareda, las monturas sudando. Entraron pidiendo que abrieran los apantles para refrescarse. Lo primero, dispusieron de los árboles frutales. No venían a matar a nadie de valía, sólo a comer y robar. Puerta por puerta tocaron en todas las quintas, el oído atento para escuchar los imperdonables susurros. Llegaron a nuestra puerta. De par en par, el mayordomo abrió el portón del cercado y corrió a levantar la esclusa. En unos minutos, la huerta se inundó. Lo ocupantes entraron arrastrando los pies, caminando en las aguas, y varios se dejaron caer de bruces. Pronto hallaron asiento bajo árboles de sombra. El mayordomo abrió la cancela que daba a los corrales y el establo. Los empapados entraron sigilosamente. Primero un aullido, y luego el agitar de sombreros. El establo estaba lleno de vacas y el granero repleto, y la casa del patrón estaba completa con sus muebles, sus recámaras, sus cuadros, sus lunas y espejos, su comedor y cocina y sus platos. La orden del patrón al mayordomo había sido una súplica: nomás que no quemen la casa.
     Los ocupantes dispusieron de todo, dejaron libres los pájaros, jugaron a la guerra con guayabas y blanquillos, se encueraron bajo el surtidor del acueducto, se dieron al mezcal de la sierra nombrándolo «aperitivo», y al caldo de cabeza con frijoles. Cazaron al aire la cristalería. No rompieron espejos, porque es de mala ventura. Tres metros bajo tierra, el terror de nosotros era que los ocupantes descubriesen cualquier acceso o un respiradero para entrar a los túneles. Por las frases completas que se colaban y los olores de humo, parecía que las casas iban desapareciendo. Sentíamos ser las ánimas del purgatorio y en un momento nos metimos en malacates para llorar abrazados.
     Fueron muchos días, o quizá no más de dos días. Arriba, todos los puercos fueron asados, todas las telas orinadas. Algunos ocupantes comenzaron a retirarse antes de la madrugada. El mayordomo pidió como gracia que le dejaran una vaca. Se lo concedieron. Al amanecer, fuimos saliendo de los túneles. Como fantasmas al lado de cada olla que hervía, rodeando a las últimas soldaderas les pedíamos de mamar. Éramos quizá diez niños. No quedaba un ave en los corrales.
     Paredes adentro, se veía pura desgracia y ninguna señal de existencia. Chamusquina en las fogatas extinguidas, zopiloteras en los traspatios. Subí a mi cuarto. Todo estaba como antes. El cielorraso pintado de estrellas, los juguetitos de madera y latón en los estantes, el mesabanco en el rincón y la jarra de agua en la jofaina, la ropa almidonada, el olor a talco. Mi hermana se peinaba bajo el tragaluz. Pronto volverían nuestros padres. Se oyó un mugido. Nos apiñamos de un golpe para mirar por la ventana. El sol ya tajaba una porción del patio. El establo estaba repleto. Los ocupantes habían reunido ahí todos los espejos que ahora reflejaban a la vaca única. El mayordomo colgaba del fresno.

 

 

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