Los caballos de Alushta / Jorge Esquinca

para la colección de miniaturas de María Negroni

Hace años, en Delfos, subió a la montaña. Quería ver, hablar con la Pitia. Pedirle consejo. Y las rocas, lo que ahí resta del santuario, callaron. ¿O tal vez la respuesta estaba en los olivares del camino, en la tierra seca, en las piedras blancas que parecían, al mismo tiempo, atrapar la luz del sol y reflejarla? Viajó más, hasta la ciudad de las altas torres de vidrio y de hierro, hasta la isla cautiva entre dos ríos. Consultó a las divinidades ocultas en el mundo subterráneo, entre ráfagas de trenes y multitudes caminantes. Quiso ver ahí, en el túnel, la anunciación de una rama de oro, la promesa de ir y volver. Sombras anónimas le hablaron, le enseñaron a reconocer, anticipándola, su propia sombra.

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Dice José Ángel Valente: «La ruptura de la norma en el lenguaje corresponde a la libertad de violar el sistema de la lengua. Encuentra fundamento en ser indiferente a las exigencias del sentido prefijado y, por supuesto, a los códigos de comunicación. Es un lenguaje que se opone al lenguaje como legalidad. Atentado contra el sentido unívoco, que se disuelve o se hace explotar. Zonas contiguas, compartidas, de libertad de la palabra en la locura, en la poesía». Tal vez, en el fondo, la materia misma del lenguaje reclama la violencia de esa operación para abrirse, de igual manera que el brote del guisante revienta la semilla que lo contiene y se abre paso desgarrando también la tierra que lo sepulta, avanzando, sin tregua, hacia la luz.

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Comparo dos traducciones del Viaje en Armenia. A propósito de las maneras de ver un cuadro. «Tranquilamente, sin prisas —como los niños tártaros cuando bañan a sus caballos en Alushta—, sumerjan el ojo en ese medio material nuevo para él, y recuerden que el ojo es un animal noble pero tozudo». (Helena Vidal). «Tranquilamente, sin acalorarse, como los tártaros cuando compran los caballos en Alushta, sumerjan la mirada en un medio material nuevo para ella, y comprendan que la mirada es un animal noble pero porfiado». (Fulvio Franchi). Más acá de las sutiles, pero capitales, diferencias entre el órgano de la vista (el ojo) y su acción (la mirada), me sorprende la radical distancia de las dos versiones en la frase subrayada. ¿Qué habrá querido decir Mandelstam? Sin saber una palabra de ruso, me quedo con la primera. Aunque puedo imaginar la belleza que representa una exhibición de potros en aquellas tierras a la orilla del Mar Negro, pienso que la inmersión a la que se refieren las dos traducciones es mucho más afortunada en la de Vidal. El ojo se sumerge en la materia de la pintura (el óleo) como un caballo en las aguas del océano. Y, además, conducido por un niño, en la atmósfera de una confianza elemental y tal vez carente de palabras.

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«No se ve sino lo que se tiene ya dentro del ojo —anota Eduardo Chillida, quien sabía que es el color azul el que crea los dedos de la mano—, se ve bien teniendo el ojo lleno de lo que se mira».

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