La madre le ha dicho a Heret que se quedarán con el perrito si se come todo el plato. Un perrito tierno y pequeño que han encontrado en el parque esta mañana. Heret podrá jugar con él. Heret podrá acariciar su pelo sedoso. Darle de comer de sus manos. Lamerle y ser lamido. Convertirse en hermano perro. Revolcarse en el barro. Aullar con él en la noche. Pero antes tendrá que comerse todo y ese todo es un plato infecto de verduras cocidas. La madre no cocina bien, pero necesita ser amada, necesita que alguien le diga que su comida es buena y de ahí el chantaje.
Ahora Heret se siente traicionado e indispuesto ante la posibilidad de no poder cumplirlo. Pero no puede decepcionar al perrito, a sus ojos diminutos de amigo fiel. Y, por eso, se mete el primer bocado a su garganta. Por un momento, su cuerpo se paraliza. La garganta se ha cerrado ante el invasor. Un sabor frío y hostil y punzante. Es como si alguien hubiera entrado a vomitar en su boca. Ahí viene la primera arcada. Y lo escupe todo. La madre le mira con ojos apaleados y le dice, sin convencimiento, que si no se lo come, tendrán que devolver al perro a su sitio. Dice a su sitio. Lo remarca para hacer que eso suene horrible.
Todo en esa cocina huele a podrido y apesta. La madre también, que exige el amor del hijo. Ahora Heret sabe que el infierno es esa montaña de verduras que se levanta sobre sus ojos. Será un coloso si logra acabarla. Será un gran héroe en una ciudad sin nombre. Están duras y eso le dificulta tragar, aunque lo intenta de nuevo. Saben al tallo de hojas, al puñado de tierra que le hacen comer los otros niños en el colegio cada vez que le ven solo. Y eso a Heret le asusta, le duele y por eso escupe.
La madre no lo entiende. No quiere entenderlo tampoco. Se siente frustrada y decide aleccionar a Heret. Enseñarle que su comportamiento es peor que el de un perro. Así que coge otro plato de verduras y se las pone al perrito, que se acerca a ellas sin ganas. Las huele. Huele su insufrible olor a nada y las deja intactas. Heret se ríe y la madre siente toda su responsabilidad en ese acto. Tiene que reaccionar. Si te las comes, te doy un premio, le dice al perrito que le mira sin comprender. Así que, invencible, la madre trocea un puñado de carne bien roja y se lo echa encima de las verduras. El perrito, confundido, se come los trozos insípidos de coles, de calabacín, de zanahorias y de carne y Heret siente asco y dolor como una puñalada en el estómago. Este perro es mejor hijo que tú, parece decirle la madre con sus ojos acusativos. Heret sabe que está decepcionada y aunque en su interior no pueda, vuelve a meterse otro bocado de esa monstruosidad. Lo hace sin respirar. Lo hace bebiendo mucha agua para calmar las náuseas. Y, poco a poco, va acabando con cada uno de los trozos de comida.
Eres un niño bueno, le dice por fin la madre orgullosa. Ella siente que la bondad es comerse un plato entero de verduras. Ahora puedes jugar con el perrito. Pero Heret ya no tiene ganas de jugar con el perro traicionero. Ni siquiera tiene ganas de abrazarle. Tiene frío el corazón. Heret es ahora un trozo helado, la tempestad de un mar que no conoce nadie. En vez de eso, coge la pelota del perro y se la entrega a la madre.
Lánzamela, le pide.
Y cuando ella lo hace, él va corriendo, desbocado, por el pasillo, para poder entregársela a su dueña. Obedientemente, como sólo hacen los niños buenos.