Hoy como ayer / Javier Sagarna

El galeón apareció de improviso frente a la playa atestada de turistas. Fue algo tan repentino y tan vistoso que incluso se escucharon algunos tímidos aplausos aquí y allá, entre los gritos de las madres que llamaban a sus hijos y la monotonía del bombo de la música del chiringuito. Los bañistas miraban al barco y los piratas —aquella tropa de filibusteros que se alineaba en la borda, con sus cicatrices y sus machetes entre los dientes, con pistolones, sombreros y algún loro sobre el hombro— miraban a los bañistas. Transcurrió un minuto, tal vez dos, de curiosidad y codazos a los que dormían bajo las sombrillas y luego la gente de la playa volvió a sus bronceadores y a sus charlas, a estirarse al sol, al best-seller romántico del año, a los castillos de arena y a la murga de los niños que, con esa fascinación que producen en los críos los grandes barcos envejecidos y los hombres tatuados de piel curtida, mantuvieron los ojos fijos en los piratas, que enseguida echaron a correr por la cubierta a las órdenes de un tipo de barba negra. Enarbolando un sable curvo sobre su cabeza, les arengaba y juraba en arameo hasta que consiguió arrancarles un aullido común, que conmovió a los niños pero apenas levantó algunas miradas bajo las sombrillas.

      Había que concederlo, sí, la puesta en escena era espectacular, sin olvidar ningún detalle (aunque ese trapo negro a modo de bandera sobre palo mayor, sin una mala tibia ni calavera, desmerecía un tanto). Pero estaban de vacaciones y fuera lo que fuese no les interesaba, no compraban, que ya estaba bien de negros y chinos y pakis con sus cargas de pulseras y gafas, con hinchables y telas y vestidos de punto en cada esquina de la playa, de chavales del pueblo, rubios de piel bronceada, que fastidiaban con el carrito de los helados y las latas frías, voceando y tocando la campanilla cada vez que se instalaban frente a uno al borde del mar. Ya estaba bien, sí, y en cualquier caso ya se enterarían cuando aquellos tipos desembarcasen y, después del numerito —porque sin duda habría un numerito que obligaría a apartar algunas decenas de toallas—, pasasen por las sombrillas repartiendo folletos y tarjetas de descuento. Si eran de un parque temático, ¡qué remedio!, habría que ir o los niños se pondrían insoportables.
      Pero piratas, ¡qué mal gusto!, con lo vistos que están ya. Eso sí, a los niños les encantan, bastaba ver la que estaban montando sólo porque aquellos tipos empezaban a arriar los botes y abrían las escotillas para asomar la boca de los cañones. Algarabía, aquellos cañones produjeron en los niños algarabía y varios de ellos, ya mayorcitos, porque hacerse el macho es la mejor manera de gastar los últimos días de la niñez, echaron a nadar hacia el galeón, con la idea de volver a la playa subidos en las chalupas.
      —¡César, vuelve acá!
      —¡Ramiro, ni se te ocurra!
      Pero aparte de las madres siempre vigilantes y de alguna abuela que casi nos mata de risa con su credulidad de fósil de otra época, nadie presta la menor atención. Los niños sí, los piratas no pasan de moda para ellos y la voz autoritaria del barbas, el ajetreo de la cubierta, el taconear de botas y patas de palo sobre el maderamen, los anchos blusones desgarrados, el garfio del hombretón que acaba de saltar a uno de los botes, todo eso los entusiasma y allá van, casi dos docenas de ellos, y César, y Ramiro a la cabeza de todos, nadando con denuedo hacia el gran barco de madera —que está bien hecho, hay que decirlo, como galeón da el pego con las velas recogidas en sus palos y la boca de los cañones asomando por el costado de estribor—, mientras los adultos se dan la vuelta en la toalla, pasan de página, se untan de bronceador —aún es posible, en dos días que quedan de vacaciones, hacerse con un moreno decente que subir a Facebook—, buscan los ojos de la rubia de tetas grandes, que los ignora escondida tras las gafas oscuras, pasean por la orilla, traumatizan a algún bebé que, al parecer, debería reírse cuando le meten la cabeza debajo del agua, sacan los bocatas que ya va haciendo hambre, se desabrochan la parte de arriba del biquini, se rascan disimuladamente los huevos o intentan que el perro, que han traído de matute a sabiendas de que está prohibido, con el cuento de que es muy pequeño y sabe estarse quietecito bajo la sombrilla, deje de llenar a los vecinos de arena en su afán de hacer un buen hoyo y cagar dentro.
      —¡César, que te la cargas!
      —¡Ramiro, esta noche sin postre!
      Pero César, y Ramiro, y otra docena de chavales están ya lejos, nadando como locos para ser los primeros en abordar una de aquellas chalupas —y quién sabe si les dejarán subir al barco, situarse en el puente de mando y tomar el timón—, desde las que los piratas los observan venir con una sonrisa aviesa. Ellos ya están listos, la mitad de la tripulación armada hasta los dientes en los botes, veinte hombres en los cañones, otros cincuenta encaramados en el aparejo, cada uno con una carabina. A una orden del capitán (sólo eso puede ser el tipo de las barbas negras y los ojos diminutos y malignos que brillan como un aviso), las chalupas baten remos hacia la playa, donde algunos ya empiezan a echar cuentas. Si no es un parque temático —pero tiene que serlo, qué va a ser si no, aunque lo cierto es que no han oído hablar de ninguno por los alrededores—, puede ser algún restaurante, lo que igual saldría algo más barato, El Café de los Piratas, o una discoteca, eso es, la fiesta de una discoteca, aunque piratas a estas alturas, pero vaya usted a saber que si ponen bien las copas y está al borde del mar igual merece la pena gastarse cincuenta euros, porque con un par de vasos de ron, de ahí no baja ni de broma. Sea como sea la cosa promete, porque un barco tan logrado y unos tipos con esas pintas baratos no son, y una aparición como ésa, literalmente de la nada, tiene que ponerse en un pastón en efectos especiales. Sí, la cosa promete y los pocos que siguen el avance de los botes y no dormitan, o charlan, o se untan de bronceador, o se sacuden la arena, o dan la papilla a la nena que pone caritas cada vez que, entre la fruta machacada, detecta algún grumo o un puñado de arena, los pocos que se han incorporado en las toallas y miran hacia el mar o le prestan una descuidada atención mientras pasean por la orilla marcando paquete o juegan a las palas, empiezan a desear que las chalupas lleguen de una vez, que hagan su numerito (porque inevitablemente habrá numerito) y les digan cuanto antes de qué se trata. Puede ser un cambio en la rutina, algo, y esperan que los niñatos esos que nadan ya casi a la altura de los botes no los demoren, no la fastidien.
      Pero no, las dos primeras barcas pasan cerca de los críos sin detenerse, batiendo los remos con tanto brío que no los dejan ni acercarse, como si fueran peces, focas, algún molesto habitante de las aguas que no merece ni una mirada, ni un gesto, como si los tripulantes —esa partida de piratas malencarados— sólo tuvieran ojos (los que los tienen) para la multitud colorida que los aguarda en la playa sin demasiado interés, esa barahúnda de cuerpos paliduchos y taparrabos de color, todos esos hombres indolentes y semidesnudos que los ven venir como a la borrasca, tendidos sobre la arena en sus trapos de mil colores, al lado de sus mujeres indecorosas —sólo en las islas pobladas por salvajes y durante los carnavales de Tortuga han visto cosa igual— que muestran sus carnes blancas y persiguen a sus sucios críos pelirrojos. Brilla, hay algo allí que brilla por doquier y es lo que mantiene fijas las miradas de los piratas.
      Sólo la tercera de las chalupas, algo más rezagada, permite que los chavales se aproximen y allá van todos como torpes escualos, más de una docena, batiendo el agua con enérgicas brazadas, anhelando su premio, el bolsón de chunches, pegatinas y camisetas (¡qué punto sería recibir una camiseta y llevarla luego orgulloso por el centro comercial y en la piscina de los apartamentos!), la foto que subirán a Instagram y de la que presumirán durante al menos veinte minutos. Volver a la playa en esa barcaza de madera vieja, eso es lo que quieren, esa foto, por eso nadan con ganas hacia la embarcación que se diría que los espera mientras las otras dos se acercan inexorables a la orilla.
      —¡César, ya te la has cargado!
      —¿Pollo o calamares?
      —Si hubieras visto su cara.
      —Y yo le dije: tú no sabes tratar a una chica.
      —¡Helados, granizados, latas frías!
      —Imagínate, un contrato de medio millón de euros.
      —Ésa es una friki.
      —No quiere más, mujer, que lo vas a engordar.
      —Mira la Maika, qué morro. Está en Venecia.
      —Dirás lo que quieras, pero yo prefiero Breaking Bad.
      —¡Suelta el cochino iPad y haz el favor de irte al agua, María Luisa, que para esto nos quedábamos en casa!
      —¡Como te subas a esa barca te acuerdas de mí, Ramiro!
      Pero Ramiro no la escucha, ni la oye, es el primero y lo sabe, no levanta la cabeza, nada y nada sin ver que en el galeón los hombres se han echado las carabinas a la cara y apuntan con cuidado, que los cañones están listos, sus bocas fijas en la playa, que las otras dos chalupas, que ya casi han llegado a la orilla, atraen toda la atención, allí está la barca, allí está la mano, la cara de un tipo sin ojo, la cuenca vacía, repugnante, el cañón de su pistola. Y ese hedor. Ramiro alcanza a percibir ese olor asqueroso.
      Ya sólo es cosa de un segundo. El hombre de la barba negra brama desde el puente de mando del galeón y una bala esparce los sesos de Ramiro y tiñe el agua de rojo. Todo se desencadena: la cerrada descarga de fusilería y la metralla de los cañones que interrumpen las conversaciones y los bronceados y siembran de cadáveres la playa, los piratas que desembarcan y pasan a cuchillo en un instante a varias filas de toallas y al personal del chiringuito, los de la tercera chalupa que se divierten acribillando a César y a los demás nadadores. Uno a uno, cazan a los chavales uno a uno y sus cuerpos quedan tendidos en el agua boca abajo, dejando un reguero de sangre que atrae a los peces por bandadas, a las lubinas que se sacian en sus heridas. En cosa de minutos en la playa no quedan más que cuerpos ensangrentados, hombres, mujeres, niños, bebés que no llegaron a terminarse la papilla (los diarios insistirán luego en esta imagen que será pasto de tertulias en la televisión digital), toallas manchadas, sombrillas descuajeringadas, bolsas de Nivea, bronceadores, gafas de sol, chanclas, docenas de chanclas y teléfonos móviles que los piratas recogen con dos dedos y miran al trasluz con un cierto estupor. Todos los que no han muerto (o se fingen muertos para que los piratas no los rematen, como andan haciendo con los heridos) han salido huyendo por el bosque, descalzos, casi sin sentir los cantos ni las agujas de los pinos, y han atravesado la carretera y la doble pista como una turba, entre frenazos, golpes de volante y algún atropello, y han llegado al pueblo en estampida, locos, desesperados, descalzos, lorzas y pechos y tatuajes y mucho, mucho bronceador que da a sus pieles un tacto grasiento, y no han parado de gritar hasta mucho después de ver salir para la playa a dos coches de policía cuyas dotaciones, ¡cómo soñarlo!, son de inmediato emboscadas y degolladas por los piratas entre los pinos.
      Eficientes, para cuando llegan las patrulleras y las tanquetas de la Guardia Nacional, los piratas han terminado el saqueo (un botín algo decepcionante de objetos incomprensibles y pulidos y un perro pequeño que el contramaestre encontró acurrucado en un hoyo) y el galeón se ha perdido entre el centenar de islas del archipiélago. Lo cazarán, claro, la Marina, los radares y los satélites, los detectores de infrarrojos, no podrán sobrevivir durante mucho tiempo a todo eso. Y pasarán semanas hasta que se deje de hablar de bucles temporales y universos paralelos, de los cálculos de Einstein y de las profecías de H. G. Wells. Millones de personas en miles y miles de playas mirarán en adelante el mar con aprensión, un nuevo temor que sumar a los tsunamis y a los tiburones que hará agradables a los guardias armados junto a la orilla, cuya presencia sólo los radicales considerarán un ultraje, y las noticias irán y volverán, y volverá la Liga, y el centenario de Warhol, y las próximas elecciones, y un crimen pasional particularmente horrible, y un tifón atroz en algún país de Asia, y un terremoto con todos sus escombros y gentes sepultadas, y un puñado de bombas en Europa, y otra guerra en Oriente Medio y más allá, y otros premios Nobel, y la canción del verano, y la pasarela Cibeles y la Feria del Libro, y un gran plato de foie al oporto, y el próximo trending topic, y las tetas de la vecina, y las obras de la escalera y el estruendo de las motos en la avenida, y un catarro, y otro problema con el jefe, y las zapatillas de la niña, y qué verdes, qué verdes los árboles esta primavera, y ya.

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