Los libros son como los árboles / Stefano Strazzabosco

 

Los libros son como los árboles:
aproximaciones a la narrativa italiana contemporánea.

La rapidez con que Italia ha avanzado a causa de cambios que, en poco menos de veinte años, han modificado radicalmente la que se quisiera definir como su «alma» —si un Estado moderno pudiera permitirse todavía tener una—, hace más difícil la articulación de un razonamiento claro acerca del estado de la narrativa italiana en la actualidad y, más generalmente, sobre la posibilidad de narrativizar el presente de este país y de dar cuenta de todo lo que ha sucedido y está sucediendo día tras día.
    Como en una mala parodia de la leyenda faustiana, se tiene la impresión de que Italia ha sido forzada, más o menos conscientemente, a vender su alma, para adquirir no fama o riqueza, sino simple supervivencia, desdichadamente en menoscabo suyo y de otros. El desarrollo económico de fines del siglo pasado ha llevado, de hecho, a las áreas más avanzadas del país a un grado de competitividad que, para sostenerse en términos redituables, obliga a deshumanizarse cada vez más, decretando de pasada el fin de la familia como núcleo constitutivo de la sociedad, y la muerte de esa civilización —campesina primero, industrial después— que por siglos fue la base de la tradición común y de la identidad nacional, para bien y para mal. Estos modelos están siendo sustituidos, por un lado, por un concepto de las relaciones de producción cada vez más flexible y funcional para el mercado, visto éste como valor en sí; por el otro, por una concepción atomística de la comunidad, que a menudo existe únicamente como erogadora de bienes y de servicios en beneficio tan sólo del individuo
    El proceso de vaciamiento de la identidad nacional profunda que, por otra parte, estaba muy lejos de haberse consolidado como algo homogéneo, encontró al menos dos factores muy importantes de aceleración, si no es que incluso concausas: en primer lugar, la televisión, con todas sus implicaciones de homologación del pensamiento y de invención de escenarios ficticios adecuados para compensar la creciente pobreza de la realidad; en segundo lugar, la política, que se ha valido abundantemente de la televisión para sus propósitos, pero que representa el verdadero cáncer que devora al país y que, poco a poco, le está cambiando la fisonomía, para volverlo más afín a sus planes de negocios, cada vez más elitistas.
    En este contexto, en el que una política invasora busca controlar los principales medios de comunicación para asegurarse el consenso de la masa; en el que la independencia de la magistratura se pone en discusión y aparece como un obstáculo para el desarrollo, y el parlamento se halla en peligro de ser desautorizado por el poder ejecutivo; en el que, finalmente, la crisis económica estructural y la presión de la gran masa de desesperados que llegan a Italia en busca de trabajo están produciendo un clima de intolerancia, sospecha y xenofobia que cala en los peores impulsos de las personas, no es extraño que un semanario católico, por lo general prudente y de amplia difusión, Famiglia Cristiana, haya hablado hace poco de derivaciones fascistas, atrayéndose las críticas del propio Vaticano, subrayando de este modo un problema que muchos de los más agudos y liberales comentadores habían puesto de relieve desde hace tiempo. Y no se trata, naturalmente, del regreso del fascismo histórico, con sus mitos de papel maché, el imperialismo colonial, los garrotes, la censura y todo lo demás; sino de una forma rastrera de dictadura de facto que vive del vaciamiento progresivo de las instituciones democráticas, reducidas a simples fachadas de edificios más bien secretos y tenebrosos, poderes que escapan al control de los ciudadanos y que sin embargo los condicionan y determinan a priori sus opciones, casi siempre sin su conocimiento pero sí con su consenso.
    Por otra parte, actualmente en Italia más del 40 por ciento de la riqueza que se produce es fruto de actividades ilícitas;1 las diversas mafias emplean directamente a casi dos millones de personas (sobre una población total de cerca de 57 millones);2 el 98.40 por ciento de las grandes empresas, con una facturación superior a 50 millones de euros, evade al fisco,3 y el trabajo negro y subterráneo representa 27 por ciento del PIB;4 mientras tanto, la gente experimenta un miedo creciente ante lo que es diferente y ante los extranjeros —hay, por ejemplo, una infame campaña mediática contra los gitanos y los emigrantes—, y las nuevas generaciones, al contrario de sus «abuelos» del 68, que querían cambiar el mundo, se contentan con cambiar el viejo celular por el último iPod. La Italia de hoy, en resumen, es muy distinta de la que ha dado al mundo escritores como Primo Levi, Italo Calvino, Carlo Emilio Gadda, Tommaso Landolfi y Pier Paolo Pasolini, por citar sólo algunos entre los más grandes. Sólo ahora, quizá, se comienza a entender esa poderosa, abigarrada y viva corriente artística que nació de las cenizas del régimen fascista y de la Resistencia y creció en la postguerra del Neorrealismo, que se hizo famosa en el mundo gracias al cine, representó una especie de Renacimiento novecentesco irrepetible, y que la fase que vivimos ahora puede llamarse francamente de declinación. Del mismo modo, se intuye que el largo período de paz, democracia y desarrollo del que Italia ha gozado desde 1945 a la fecha, aunque sea en modo errático y discontinuo, no era la regla histórica sino la excepción, así como el fascismo no fue un fenómeno anómalo, un caso aislado y estrambótico, sino la expresión coherente y lógica de una sociedad y de una historia que llevaban esa tentación en su ADN, en sus mismos cromosomas.
    La mejor narrativa italiana está buscando, entonces, trazar una ruta propia en ese paisaje de ruinas y fantasmas, pero mi impresión (porque, forzosamente, las mías son sólo impresiones) es que su camino no es nada fácil. El primer gran obstáculo, por ejemplo, es el mercado editorial, que tiende a premiar los libros cautivantes sobre aquéllos más indigestos —aunque con frecuencia más auténticos y verdaderos. Esto hace que se consagren, sobre todo, los narradores que saben fascinar al público de manera funambulesca, acaso participando en los talk-show televisivos o construyendo tramas tan perfectas como inútiles y estérilmente manieristas; o bien haciéndose escritores de los géneros que están más de moda en la actualidad, como el policíaco y el noir. Pero también es cierto que hay autores que saben utilizar las convenciones de esos mismos géneros para hablarle a la gente de los problemas reales, como hacen, por ejemplo, Andrea Camilleri y Massimo Carlotto, ambos autores del género policíaco, y ambos también muy capaces de arañar y denunciar los males de un país entontecido, empavorecido y distraído al borde del abismo.
    Aún más, la narrativa italiana aparece amenazada por el peligro del regionalismo. La identidad italiana ha sido siempre el resultado de lenguas, tradiciones, historias y culturas incluso muy distintas entre sí. No sólo el norte, para referirnos a lo más obvio, ha estado lejanísimo del sur, sino que también, en el interior de esta dicotomía clásica, la variedad y la especificidad de cada territorio y de cada región son tales que hacen pensar en un espléndido mosaico de un policromatismo muy encendido, en ocasiones casi enceguecedor. Así, en la actualidad, no obstante que la homologación se haga cada día más perfecta, sobreviven todavía narradores fuertemente radicados en su propio contexto, sin el cual no serían tales. Sin embargo, en algunos casos la narración de hechos de colores típicamente locales puede funcionar más como una distracción que como revelación de verdad y poesía, y entonces el boceto sustituye al arte, en una especie de perverso turismo literario de pega y corre. Pero incluso en este caso los mejores escritores, como Marcello Fois, de Cerdeña; Mauro Covacich, Tiziano Scarpa y Tulio Avoledo, del noreste; el mismo Andrea Camilleri, de Sicilia, son capaces de conservar intactas sus raíces y, al mismo tiempo, de escribir con un aliento que excede sus confines regionales, un poco como en su tiempo lo supieron hacer Leonardo Sciascia (Sicilia), Romano Bilenchi (Toscana), Cesare Pavese (Piamonte), Giorgio Bassani (Emilia), Goffredo Parise (Véneto), Salvatore Satta (Cerdeña), Tonino Guerra (Romaña), Alberto Moravia (Roma), Ottiero Ottieri (Milán), Anna Maria Ortese (Nápoles), etcétera.
    Otra amenaza es el minimalismo, o bien la tendencia a narrar historias en sordina, casi a hurtadillas, concentrándose en los pequeños hechos personales y omitiendo el hecho de que cada quien es parte de un contexto, de una comunidad, de un diálogo de muchísimas voces. Me parece que es justamente ésa la corriente en la cual nadan los escritores de la Italia actual, y es necesario decir que muchos de ellos poseen una técnica refinada y afinada por los editores de las principales casas, que los hacen más apetecibles al gran público y, potencialmente, best-sellers. Pero los libros que de veras aturden y dejan una impronta indeleble en sus lectores son aquellos que hacen arder el papel sobre el cual están impresos, como el reciente Gomorra, de Roberto Saviano. El libro de Saviano es más un ensayo que una novela, pero su nivel de narratividad es altísimo, tanto que logra hablar con una voz propia y clarísima a los lectores de otros países. Argumentos iguales, mutatis mutandis, se podrían elaborar para la obra de Claudio Magris y de Paolo Rumiz, que fundan el reportage de viaje con la observación, la reflexión y el análisis, incluso sosteniéndose con frecuencia sobre tenues tramas narrativas. La intensidad que se percibe en esas narraciones deriva en primer lugar del cociente de verdad y de emociones no banales que en ellas se encuentra en abundancia, y que las hace imprescindibles e importantes. Una novela «minimalista», por el contrario, debe saber calcular el riesgo de la irrelevancia, compensando su estrechez de horizonte con el vértigo de una excavación en profundidad, o con cualquier otra virtud que la vuelva universal, como son la muerte y la belleza. Paolo Giordano, el autor del libro-revelación de 2007 —La solitudine dei numeri primi (Mondadori)—, por ejemplo, parece encarrilado en este camino, así como Carola Susani y Davide Bregola, por citar unos pocos nombres casi desconocidos fuera de Italia. Pero también escritores ya ampliamente conocidos y traducidos en muchos idiomas, como Antonio Tabucchi y Alessandro Baricco, han sabido conjugar el amor por la literatura en cuanto tal con la investigación sobre el presente y la historia de todos, colocándose como posibles puentes entre las generaciones de los maestros del siglo XX y las nuevas generaciones de hoy.
    En conclusión, si históricamente Italia se ha distinguido por dos grandes filones narrativos, el del realismo que reelabora los hechos para comprenderlos y el de la inspiración fantástica de los temas y de la lengua, en la actualidad la posibilidad de sobrevivir a un pasado luminoso parece ligada, por un lado, a la capacidad de continuar caminando sobre esos surcos, conservando la memoria del tiempo perdido como un precioso talismán y una brújula, y otro lado, a su capacidad de resistir a todos los tipos de distracción, de manipulación, de evasión controlada a la distancia, de ocultamiento sobre el presente ilusorio que se nos viene propinando cada día para aturdirnos y mantenernos tranquilos, mientras alguien nos sustrae furtivamente la vida, la libertad, la dignidad, el futuro. Los grandes libros son como los árboles, dicen: entre más se elevan hacia el cielo, más profundas son sus raíces en la tierra. Dicen también que los frutos de plástico pueden incluso ser agradables a la vista, pero que probablemente es mejor no comerlos.

TRADUCCIÓN DE SILVIA CRUZ

1. Rapporto dell’Alto Commissariato anti-Corruzione, 2008.
Hace 20 años era el 30 por ciento.

2. Relazione della Commissione Parlamentare Antimafia, 2003.

3. Agenzia delle Entrate Fiscali.

4. Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OCDE).

 

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