Los constructores de diques / José Manuel de la Huerga

(El lector que lo desee puede convertir esta historia de lucha contra lo irremediable
en metáfora moral, sólo con cambiar una letra: donde lea
mar puede leer mal).

Los niños recogen piedras según sus posibilidades. Miguel se afana con las pequeñas, una en cada manita, a lo sumo dos. Corre a amontonarlas junto al muro, saltando de un lado a otro, sin perder tiempo. A veces locamente. Roberto y Beatriz, de mayor edad, eligen rocas grandes que trasladan de una en una con ambas manos. Ocasionalmente es Roberto el que solicita ayuda de Beatriz, que roza la pubertad, y agarran una enorme entre los dos. Son ejemplares excesivamente pesados, apenas consiguen levantarlos un palmo de la arena. Entonces los niños resoplan por el esfuerzo, y sonríen luego, cuando completan el traslado. Casi nunca hablan.
     Hasta ese momento el silencio había espesado el tiempo de trabajo, sólo se oía el oleaje continuo del mar a sus espaldas. Pero la voz de los adultos, demasiado cercana, quiebra aquella concentración inicial. Les insta a que moderen sus ansias, les hace ver el peligro de que les caiga una mole de ésas en el pie desnudo.
     A pesar de ello, la actividad comienza a ser frenética. Los tres niños sienten muy cercanas las olas que a sus espaldas vienen lamiendo la arena, incontenibles, hasta morir casi en la punta de los pies, y sus acciones se precipitan un poco más. Pretenden construir un dique capaz de resistir los envites del mar cuando éste llegue a lo más alto. Los adultos, sentados a corta distancia en las rocas del final de la playa, donde acaba la arena y se inicia el camino de ascenso a los prados, hablan mientras observan a los ingenieros. El sol del atardecer se va ocultando tras la nube del horizonte, es un sol de miel sobre las rocas blancas y grises de la playa, sobre las espaldas desnudas de los niños.
     Ellos saben que su construcción no es un sueño, lo fue antes. Ahora la tocan y la pulen, ojalá fuera más alta. Llevan buena parte de la tarde empleados en su alzado, ni se han querido bañar. Por eso algunos adultos piensan que los niños no han existido hasta ahora. La idea no salió de ninguno, vino sola, se instaló como un juego rondón cuando estaban más aburridos, primero una hilera de arena apelmazada, luego unas piedras menudas encima, y más arena otra vez. Entonces Roberto le dio alas a la ambición y propuso:
     —A que no construimos un muro contra el mar…
     Beatriz lo siguió con desgana al principio. Ella prefiere otros juegos. Por ejemplo, algo que no parezca abiertamente un juego. A Miguel, sin embargo, no hubo que repetírselo dos veces, a él, que siempre andaba intentando convencer a alguien para llevar a cabo sus proyectos fantásticos de islas misteriosas con animales prehistóricos…
     Y ahora, que está atardeciendo y se han quedado casi solos en la playa, parece que llevan allí toda la vida, tras tanto silencio laborioso.
Uno de los adultos que les acompañan, cuando una ola asesina, de las de avanzadilla, llega y derriba la parte más débil de la muralla aún en sus cimientos, ha amagado el gesto de levantarse y ayudar a los pequeños, que se desesperan. Pero se ha vuelto a sentar, disimula buscando una mejor postura y enciende un cigarrillo. El hombre se debatía entre la ternura que le inspiraba la ocurrencia imposible y la conveniencia o inconveniencia de inmiscuirse en el terreno infantil, con sus leyes. Parece que ha preferido mantenerse expectante y observar las evoluciones con más atención que el resto de adultos. No habla, fuma, se puede pensar que es mudo. Además, está un poco apartado del resto de mayores.
     Fuma y mira a Miguel, concentradísimo. El pequeño, con un bañador verde fosforito de licra, continúa cargando y transportando piedras menudas, que empiezan a escasear, para sus compañeros. Roberto y Beatriz las seleccionan y encajan en el lugar más adecuado. Miguel se entristece si le desechan alguna, pero el desconsuelo dura apenas unos segundos, y parte rápido en busca de más material. Enseguida los dos mayores revisten el muro con argamasa de arena mojada, muy dura. Golpean para endurecer las paredes con la palma de la mano extendida, rectifican luego las arrugas alisando la superficie con caricias.
     Tras uno de los viajes, Miguel se detiene, se embelesa con el trabajo de Roberto y Beatriz. Su imaginación se dispara y se saca del interior del bañador una piedra pequeña con forma de pata de animal prehistórico. Miguel ve con sumo detalle cómo el bicho se sube a lo alto de aquella cordillera inexpugnable y grita como un poseso para marcar contra otros machos competidores el territorio, como si fuera el rey de aquella creación. Mueve en giros vertiginosos su casi desmembrado cuello verde para parecer más temible y provocar el pánico entre los cavernícolas que lo admiran lanza en ristre. Por eso en un descuido de Roberto y Beatriz, el pequeño incrusta la piedra con forma de pata de dinosaurio en la cima de arena lisa y marca las huellas del animal como si pateara la construcción. Los dos ingenieros a un tiempo le corrigen, no, esa parte estaba terminada, debe seguir acarreando piedras, y prefieren de las menudas que se adapten bien a los huecos que dejan las grandes, él es porteador, sólo porteador. El más pequeño acepta su papel a regañadientes, pero enseguida redobla su ánimo, como si hubiera visto al adulto mudo que fuma asentir y reforzar así el mandato de los superiores. Miguel enseguida se recupera y pronto imagina la cantidad de posibilidades que tendrá el dique contra el mar una vez que esté terminado.
     Roberto y Beatriz levantan un segundo la cabeza para comprobar lo evidente, la mayor cercanía, y persistencia, de unas olas crecientes que desde hace un rato se acercan corriendo de puntillas y vienen a morir lamiendo la base de su construcción. Ellos también se excitan, deben continuar. No van a abandonar ahora. Roberto se ha empeñado en ganarle la partida al mar. Beatriz está contenta de hacer lo que hace, al lado de Roberto.
     El hombre mudo no se aguanta, busca la atención de Miguel, le señala la mejor cantera de piedras pequeñas tras la que él está sentado. Por señas le sugiere que se lleve el caldero de los juegos para que sus viajes obtengan mayor rendimiento. Otro adulto, padre de uno de los niños, que no parecía atento a las evoluciones de los niños, matiza la propuesta: si quiere transportar el caldero con rapidez no debe llenarlo, aún es pequeño para cargar con tanto peso, acaso el próximo verano. El niño no responde con palabras, actúa. Parece que la mudez puede llegar a convertirse en enfermedad contagiosa. Los dos padres se miran fugazmente por primera vez, como si se salvaran. Llevan muy cerca toda la tarde y es ahora cuando por primera vez entablan algo parecido a un saludo.
     Sin avisar, una ola fugitiva, de aquéllas más altas coronadas de espuma, choca contra el dique de los niños, salta y salpica. El resultado es en parte catastrófico: la cubierta de arena apelmazada ha desaparecido, sin embargo el esqueleto de piedra resiste. Algunas vías de agua se han abierto camino hasta sus pies al otro lado de la edificación. Los adultos atienden momentáneamente al suceso, gesticulan y se miran entre ellos, sonríen con piedad. Lanzan al aire palabras acerca de lo inevitable para que caigan como lluvia fina sobre la ira de Roberto y Beatriz, y los serenen. Miguel sigue embebido en sus transportes, no se queja.
     Alguien, los niños no tienen tiempo de mirarle a la cara, les propone que sólo apliquen la argamasa por dentro, abandonando la parte exterior del rompeolas a su suerte. Los niños ya trabajaban en la propuesta antes de concluir el enunciado, permiten que las palabras del adulto aquel con el que acaba de saludarse el mudo que fuma sobrevuelen unos instantes sus espaldas dobladas sobre el dique, y se pierdan con la brisa.
     Lo cierto es que cuando embistió la ola, algunos adultos se levantaron contrariados, sin saber qué hacer. Pero poco a poco vuelven a sus conversaciones, interrumpidas tras seguir durante un breve espacio de tiempo la evolución de los contendientes: de una parte el mar inexorable, de otra el loco empeño infantil. Se puede alzar la vista y contemplar la planicie abierta que avanza hacia ellos con deseo de engullirlos, y luego bajar la mirada, lentamente, hasta el nivel de los cuerpos indefensos, desnudos casi, acuclillados tras al muro, de apenas dos palmos de altura. El mudo piensa que sobra cualquier comentario. Pero una mujer, demasiado mayor para ser la madre de cualquier de los tres niños, se lamenta de que inviertan tanto esfuerzo en vano. Se queja tanto que inevitablemente acaba generalizando y convirtiendo a todos los padres en pésimos educadores y a sus vástagos en descerebrados sin voluntad de superación. El caso de los allí presentes no es más que un ejemplo de las teorías expuestas con vehemencia: padres mirando al infinito, narcotizados, y niños malgastando su energía en ese venenoso proyecto inútil.
     Las olas los van cercando y los adultos distancian las conversaciones. Alternan diálogos con miradas prolongadas sobre los niños. La anciana persiste en refunfuñar, cuando pasa un segundo de silencio y parece que se había callado definitivamente. Unos adultos por otros piensan que la mujer pertenece a su grupo y ninguno se atreve a cortar en seco el rosario de inconveniencias. Hasta que la voz se mimetiza con las olas más altas, o al menos eso desea la mayoría, o más abiertamente, que la engullan. Cuando el sol deja de lamer la piel de los cuerpos desnudos definitivamente, alguien propone abandonar las rocas e iniciar el ascenso del sendero entre brañas. Se lo dice a sí mismo, en alta voz, pero el resto de adultos se va levantando, vistiendo y calzando perezosamente, cuesta quitarse la arena escondida entre los dedos de los pies. Los niños, sin embargo, hacen oídos sordos y continúan en su faena. El mudo, que aún sigue sentado y fumando, imagina que si se les permitiera, permanecerían hasta ser tragados por el mar, desaparecerían bajo él, y cuando, seis horas después, volviera a bajar el agua, ahí seguirían, en el tajo, cubiertos de algas, con lapas y colonias de mejillones adheridas a su espalda, Miguel transportando piedrecitas y Roberto y Beatriz alzando muros.
     Pero todos los adultos levantan la voz, menos el mudo que fuma, especialmente la mujer vieja, que continúa refunfuñando. El tiempo de construir ha terminado. Hay primero un silencio no laborioso, sí tenso y expectante. Y enseguida los niños se amotinan, desean rematar su obra imposible:
—Un poco más, por favor, sólo un poquito más.
     Algún adulto, compasivo —ha acudido con su pareja, solos, sin niños, es posible que les gustara tenerlos, están en el límite temporal—, dibuja en el aire con la mano extendida el avance del mar hasta sus pies mojados, y les explica que pronto, lamentablemente, su dique será tragado por las olas. Probablemente sea maestro. Lo parece por su voz melodiosa, no exenta de cierta teatralidad. Sabe administrar bien las distancias entre mensajes, silencios y matizaciones. Pero de poco sirve. Miguel se detiene, mira a los compañeros y calla. Espera a la reacción de los mayores. Como Roberto se enfurece y comienza a enrabietarse, lo secunda. Beatriz, por contra, ha desertado y se deja secar el cuerpo por una mujer. A Beatriz le gusta que la sequen. Es como si todavía gastara los últimos privilegios de la infancia. La mujer que la seca escucha a sus espaldas la voz de la vieja quejique, esta vez por el trato demasiado infantil y caprichoso que reciben los niños. La mujer mayor augura un futuro aciago no sólo para los pequeños y sus familias, sino para la sociedad en general. La mujer joven que seca el cuerpo de Beatriz se da la vuelta y sin decir palabra taladra con una mirada ofensiva a la vieja, que mira hacia otra parte, pero no consciente de la afrenta, sino más bien esperando encontrar algún interlocutor que la secunde y le dé la razón.
A pesar del llanto, Roberto y Miguel claudican, terminan permitiendo a dos adultos que los sequen y los vistan. Por eso la mujer mayor vuelve pesadamente a la carga de los malos augurios. Y termina sacando su tema estrella: la guerra y sus desmanes. Todo hombre debería participar en una guerra al menos en su vida, ahí se ve al hombre en esencia. Ha llegado a esa conclusión. Nadie la responde, aunque todos empiezan a sospechar de todos: probablemente la anciana esté sola, haya bajado sola a la playa. Los niños, callados, se dejan hacer, con gesto hosco, frente a su muro que viene siendo asediado con tenacidad por olas más altas y más fuertes. El mar ha terminado por socavar la parte débil, donde el dique se unía a las rocas del final de la playa. Ha entrado el agua en tromba y ha llenado la poza artificial tras el muro, de donde los constructores extraían su arena. El rompeolas continúa, no obstante, alzado, es muy resistente, ahora contiene el agua. A los niños lo que más les gustaría en este mundo es que les olvidaran allí. A Roberto se le pasa por la imaginación escaparse monte a través y volver más tarde solo, cuando los adultos anden buscándolo durante todo la noche, en patrullas con linternas y perros olfateadores:
     —¡Roberto! ¡Roberto!
     Y Roberto no contestaría, tan embebido como estaría en la terminación de la parte más alta de su muro. Tendría que haber construido unas escaleras de arena apelmazada, como en las ruinas de los pueblos de tierra que ha visto por la televisión.
     Beatriz está más preocupada por Roberto que por el muro. Es algo más pequeño en edad y estatura que ella, pero es muy guapo, muy emprendedor. A Beatriz le gustaría pasear con él por la playa y recorrer esa curva pronunciada hasta la cala de las rocas blancas, bastante lejos de la mirada de los mayores. Se lo imagina muy bien, incluso se dan la mano, sonríen y hacen proyectos para el invierno, aunque vivan en ciudades diferentes: un muñeco de nieve gigante. Beatriz se sorprende de que la vieja se moje el dedo gordo con su propia saliva y acuda con decisión a limpiarle un carrillo a Roberto. La madre de Beatriz también parece contrariada, pero no actúa en prevención. Los padres de Roberto están terminando de sacudir la arena de las toallas y de recoger sus innumerables pertenencias desperdigadas. El mudo que fuma se ríe. Parece como si le entraran ganas de sacar una libreta y empezar a apuntarlo todo.
     Miguel, aún con hipo, le ha dado la mano a la mujer que lo secó, embarazada. Imagina que Roberto y Beatriz son sus hermanos, o sus primos, que viven solos y juntos entre la rocas, en cuevas, salvajes, y cazan animales para sobrevivir, y hacen fuego por la noche. El padre de Miguel, detrás, observa que el niño se ha vuelto a llenar de arena. Hace el gesto de limpiarlo con la mano, el niño se asusta y vuelve a llorar. El padre pide disculpas. La vieja vuelve a la carga y se encuentra con las espaldas de todos.
     Los niños arrancan la marcha los primeros, curiosamente. Corren, no esperan por nadie. La comitiva parsimoniosa de adultos asciende tras ellos por el sendero empinado hacia los prados. El trazado en zigzag es escarpado, casi vertical sobre la playa, eso les permite seguir las evoluciones del mar hasta el último momento.
     La marea casi ha llegado a pleamar, la lengua de arena que se descubre cuando baja el agua y forma la playa se encuentra completamente oculta. Las olas envisten contra las rocas, saltan sobre el pedrero. Lo demás es matorral y zarza.
     Los ojos de todos, mientras suben, no dejan de mirar la cima del muro de los niños, aún no inmerso del todo. A veces, bajo una ola mayor desaparece, y cuando esto ocurre, la mirada se clava en el lugar, esperanzada. Los niños interrumpen la marcha y contienen la respiración. Los adultos no piensan nada, admiten la evidencia, siguen avanzando lentamente, miran a la vez. La anciana sube más despacio, sola, con su sombrero de paja y su bata ligera de florones lilas. Mastica más palabras, es insaciable.
     Contra cualquier desfallecimiento, de pronto se alza la voz de Roberto que reparte tareas para el día siguiente. Desde arriba se ve todo más claro, señala con el dedo. Tendrán que fortalecer la base, subir la altura dos palmos más como poco, la argamasa debe ser más compacta, acaso mezclar a partes iguales arena mojada y seca, duda aún. Lo que sí parece definitivo es que deberán comenzar su trabajo nada más bajar, mañana el mar no podrá con ellos. Le brillan los ojos mientras se explica, argumenta y critica los errores del último proyecto. Miguel le atiende con fervor, Beatriz, que estaba algo distanciada, se ha ido acercando.
     Alejados del grupo de adultos, los cuerpos de los tres niños ascienden cargados de luz, resplandecen al alcanzar en la subida los últimos rayos de un sol perezoso. Los tres caminan cada vez más deprisa, casi sin poner los pies en el suelo, se distancian aún más de los adultos. Echan definitivamente a correr, y desde la perspectiva mucho más baja de los mayores parece como si se hubieran convertido en pájaros y volaran. Beatriz roza con su mano la mano de Roberto, siente su respiración jadeante muy cerca.
     Algunos metros más atrás, el mudo, que fuma y a la vez asciende en solitario en una posición intermedia entre los niños escapados y el pelotón rezagado de los padres, se detiene a recuperar el resuello, dice, se le oye claramente:

—Angelitos.

 

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