Los bombones al sol se derriten / Juan Bautista Durán

 

A la mujer hay que entregársele totalmente,
      hay que enloquecer por ella […] es un milagro
      y un espanto la mujer, es el cielo y el infierno del escritor.
      Juan José Arreola

 

Que el color amarillo hubiese tomado el ambiente no dependía tan sólo de la primavera, así como las noches eran más cortas y las calles se llenaban de gente. A Eugenia esa presión popular la absorbía, el alud de peatones y su colorido. También la de los gestores. Andaba medio loca desde que renovaron su oficina bancaria de confianza, la del barrio, sea como fuere que ahora había que llamarla. Cambian los tiempos, le decía Ramón, tú y yo ya… ¿Resignarnos? Era lo más fácil y lo más propio de ella, lo sabía, una resignación que, sin embargo, al sentirla impuesta, la fastidiaba. Es demasiado cómodo, ¿no crees? Ramón se sonreía, porque él, que disfrutaba de la teoría, lo que es creer, nada creía.
      —La comodidad —dijo— no parece mala idea: después podemos quejarnos.
      Qué vago se ponía, ése no era el Ramón que ella… La cortesía la mantenía, el tono erudito que a ella la fascinaba, pero en momentos se ponía manso como su primer marido. Y como el empleado del banco, menudo plasta ése. ¿Debía llamarlo gestor? Junto a la puerta de acceso, en la fachada exterior, ya no ponía oficina seguido del número correspondiente, sino store. Eso significa tienda, ¿no? Al muchacho le sonrió igual que la primera vez, qué remedio, no se lo podía poner en contra. Entonces fue un día convulso, de largas colas. Eugenia no entendía el motivo, y eso a pesar de que estaba al día, cómo no, entre la prensa y Álex.
      —Se van las empresas —decía éste— porque la economía no tiene sentimientos, no respeta la voluntad catalana.
      —Pero si la mayor parte son empresas catalanas —aclaraba Ramón.
      —A las empresas, ser de aquí o ser de allá… ¿qué más les da?
      —Hombre, mucho.
      La primera semana de octubre muchas trasladaron su sede social a otros puntos de España, y Eugenia, al llegar al banco, se topó con una marabunta de clientes que pretendían retirar sus fondos. La atendió un gestor que no era el suyo habitual. Se jubila, le dijeron, hoy tiene que resolver cuestiones internas. Hubo de esperar ante la cola morada de clientes, aunque menos que ésos. Hasta veintisiete personas contó, al margen de las que hacían cola en los cajeros automáticos. Un máximo de mil euros era lo que podían sacar, cantidad que a algunos contrariaba. Desde el gobierno local trasladaron la consigna de que el dinero era de los clientes y por tanto ellos debían mandar sobre éste. Pero los bancos tienen sus normas. Si cada cliente retiraba mil, pensó Eugenia, eran muchos los miles de euros que iban a salir en un mismo día. Algunos se quejaban y otros nada más que mostraban su malestar, timoratos ellos.
      Entre ese desconcierto, de pronto, escuchó su nombre. ¿María Eugenia?, decía una voz. ¿María Eugenia Montoliu? Seguro que otras mujeres se llamaban igual, muchísimas, y ninguna de ellas usaba el nombre al completo. Sólo su madre la llamaba con esa profusión, y también su primer marido, el padre de Álex, ya no Ramón. Era casi impúdico. María Eugenia, por la virgen, como si la vida fuera posible sin abrir ese canal.
      —Un placer —le dijo el empleado. Ella estuvo por preguntarle dónde estaba su antiguo gestor, cosa que ya sabía: al fondo, resolviendo cuestiones de índole política previas a la jubilación. ¿Y ahora tenía que tratar con ese pazguato, hoy y en adelante?. Debía convertir en fuerza motriz la juventud de ese personaje. Claro que, si ni siquiera a su hijo supo ajustarle el bendito Baby H.P., ¿cómo se las iba a arreglar con el nuevo gestor? La fuerza del hijo decían que el Baby H.P. la convertía en electricidad útil para la casa, lo que con ese sujeto, por tanto, tendría que ser liquidez. Era flaco y peripuesto, sin embargo, muy atildado para ser un varón sincero.
      —¿En qué puedo ayudarla? —dijo, siempre la misma frase, hoy también, ya primavera y ella con las piernas al aire. Las medias no le hacían falta. No recuerda si entonces llevaba vaqueros, falda o un vestido, sólo la mirada de avestruz con que el muchacho la inquirió. ¿Cuántos años tendría más que Álex? No muchos, cinco o seis como mucho, y sin embargo se sentaba en la silla con una rectitud que ni la raya en el pantalón de un ministro. Eugenia pensó que debía mostrarse amable, no ponerlo en apuros, menos coqueta que con su gestor habitual y con un punto protector, casi maternal. Las gestiones eran las mismas de cada inicio de mes, salvo que en éste había un dinero que no constaba pero se había cobrado, lo que con probabilidad se debía a un lío entre sus dos cuentas. Tenía que confirmar eso, entender el porqué, dónde estaba ese dinero.
      Atrás el follón persistía, junto a la caja, adonde los clientes seguían llegando y adonde el muchacho dirigía la mirada. El desafío que el gobierno catalán había planteado al Estado español con su consulta del primero de octubre —«¿Quiere que Cataluña sea una república independiente?»— estaba causando una crisis no sólo institucional, sino económica y social.
      —No corren ningún peligro mis cuentas por el traslado de la sede, ¿verdad? —se le ocurrió preguntar a Eugenia. Quiso decir algo que el otro pudiera responder sin problema, hacer que se sintiera cómodo. Trataba de ser la mujer que aquél desearía, una versión anterior y más tierna de las muñecas Plastisex©. Por complacer, nada más. La pose segura e infantilizada a la vez, ya no más el gesto felino que en ocasiones le dedicaba al anterior gestor, mucho más agradable ese gesto, seguido de una leve inclinación hacia la mesa.
      —Yo eso no se lo pudo decir, señora, no conocemos las consecuencias del traslado ni de la actual división política.
      Ése fue el único concepto inteligente que Eugenia registró, «la actual división política», una forma medio elegante de justificar las colas que ambos presenciaban. Caras torcidas, conversaciones destempladas y una fea desazón de fondo. ¿Se puede ser un buen catalán y español a la vez? Eran varios los bancos que habían anunciado el traslado de su sede social, y la cantidad total de empresas, ahora se sabía —la primavera trae luz—, ascendía a más de tres mil. Qué espanto, eso no será bueno. Al muchacho le podía el ardor de las colas, el desencanto que transmitían los clientes en la mirada y las formas. Los había medio exaltados que, al retirar los mil euros, increpaban al empleado del banco diciendo que aquello era una traición a la patria. Álex podría hacer lo mismo, pensó Eugenia. Y en ese preciso instante, en otra oficina.
      De la soberbia de la juventud Ramón tenía mucho que decir, ética y filosofía aplicadas al fervor de la carne —que si la juventud es irresponsable, que si se pierde entre la gracia femenina y una fuerza, la masculina, que ya no es tal, mero deseo cuyo mayor pecado no está en satisfacerlo o no, sino en no saber nunca por dónde va a discurrir—, parecido a lo que se podría inferir del fervor nacionalista. ¿Y si al muchacho del banco lo que más le preocupaba de las colas era la cuestión nacionalista? Eugenia se fijó en el modo en que dibujaba los números en el papel, un trazo perfecto, redondo pero sin perder la frescura. Qué números eran aquéllos, eso no lo sabía. Ramón habría afirmado que si los dibujaba tan bien significaba que no tenía ni idea de echar cuentas, cosa que Álex habría aprobado, ellos que tan a menudo se desencontraban y sumían a Eugenia en un silencio tácito. No tenía nada que objetar, cada vez estaba más de acuerdo con Ramón y consideraba que a Álex las correcciones no le venían mal. La agresividad masculina tan sólo. Pero sin esa fuerza, tal vez, nada llegaba a ser con el esplendor y el éxito que requieren las grandes empresas. No te fíes de la bondad posmoderna, decía Ramón, hay una parte oscura en todos los que triunfan. Y por eso mismo, pensó ella, de nada sirve dibujar los números bonitos si no sabes imponerlos.
      —No te esfuerces en dibujarlos tan bien —le soltó al muchacho.
      —No me cuadra eso que me dice —le respondió éste—, sólo si tenemos en cuenta que las operaciones que usted realiza tardan en entrar en el sistema y ese margen de error hace que ahora el banco le deba a usted dinero.
      —Eso no me lo habían dicho nunca. ¿El banco me debe dinero? —exclamó ella. Su pose solícita iba perdiendo toda voluntad y, esperando a que el muchacho le diera una respuesta sensata, dijo—: Es imposible eso que me dices, me gustaría hablar con otro gestor.
      El muchacho, con su plumaje de avestruz de las finanzas, puso los dos brazos en la mesa, se apretó el nudo de la corbata, giró la pantalla del ordenador hacia Eugenia. Nada que ella desconociera: los avestruces disponen de enormes alas y gran apariencia, pero, ni aun con el viento a favor, consiguen alzar el vuelo. Podría haber dicho que el avestruz adolece de absoluta falta de garbo, idea que no le correspondía y que si llegó a formularla apenas era consciente de ello, sólo en la medida en que una se adentra en el fervor callejero como en una conciencia ajena.
      Un nuevo gestor encontró sin problema la solución a su quebradero de cabeza y cerró las operaciones pendientes. Podría ser ése quien le llevara las cuentas en adelante, en vez del muchacho, que no entendía lo que ella le indicaba. Los que tenemos alguna propiedad, solía decir, necesitamos alguien competente que nos resuelva los pagos de cada mes.
      —Con mucho gusto me ocuparía yo, señora. Pero, verá, a raíz de la nueva oficina que aquí van a crear a mí también me jubilan. Estos muchachos van a aprender, no se preocupe, son muy espabilados y tienen mejor dominio que nosotros de las nuevas tecnologías. Es una generación muy preparada.

Las nuevas oficinas tenían una luz mortecina y, para mayor inri, las llamaban store. Si era mero lenguaje interno o un giro comercial, a Eugenia lo mismo le daba. Los números perfectos que el muchacho dibujaba debían de tener algo que ver con eso. Eran tan reales, de una perfección tal, que sólo podían tener voluntad comercial. Los volvió a ver no bien abrieron la nueva oficina. Eugenia dijo que no volvería más y Ramón le preguntó a dónde pensaba ir, si no. Esa gente que cree tanto en la belleza, convinieron, lo pagará caro en la vida. Si por ellos fuera, renacería el mercader que cambiaba esposas viejas por otras nuevas. Eso ni lo dudes, decía Ramón, una esposa nueva es lo que en el fondo financian los bancos: venden belleza y juventud, fomentan un nuevo amor. Unos cretinos son, se le escapó a Eugenia. Álex la miró como feliz de escuchar aquello en boca de su madre, pese a que no se refería al debate independentista. Todo es política, decía, también su negación. Claro que su intensa vida universitaria se ajustaba de maravilla al sentido único de los tiempos.
      —El gobierno catalán debería haberse aliado con otro país para acoger a las empresas que se sintieran en riesgo —sostenía ante la naturaleza de los acontecimientos.
      —Dime uno —lo atajaba Ramón— dispuesto a acoger esas empresas sin miedo a las consecuencias. Un país serio, por favor.
      Y era como echarse de cabeza al agua, ahora que a mediodía el calor ya apretaba. España, tenía que reconocer Álex. No sólo era el único dispuesto a asumir el riesgo, sino el único al que le interesaba.
      Las colas en los bancos ya no se producían más por motivos identitarios. La presencia del separatismo se evidenciaba ahora en los lazos amarillos que colgaban de numerosos balcones y de las fachadas de los edificios oficiales, visible también en la pechera o la solapa de muchos ciudadanos, especie de broche unisex. Álex lo llevaba en la mochila. Daba la impresión de que había pasado mucho tiempo desde el primero de octubre, poco más de medio año, con sus vaivenes y la absoluta incredulidad política. Se habían podrido todos los frutos de la cesta, y la gente, al andar, no mostraba excesiva preocupación. Cuando hay un fruto podrido, si no lo retiras a tiempo, no te queda otro remedio que ver al resto en las mismas. Esa sabiduría popular, pensaba Eugenia, se va perdiendo en el trasiego de los avestruces.
      No daba crédito a la intensidad con que la primavera había avivado a la gente. Los lazos formaban parte ya de la escenografía cotidiana. Estaban allí desde que la justicia intervino en el proceso secesionista y la ley se puso por encima de la política. Nuevas armas para el mismo debate. En la calle era imposible no rozarse unos con otros o formar cola en los semáforos, un jolgorio, en definitiva, que la tenía bastante asombrada.
      Había un señor delgado, vestido con un pantalón de pitillo a cuadros y un chaleco de color rojo, que iba y venía y se cruzaba como un lazo también. Eugenia lo vio una vez y otra, pese a la cantidad de gente que había alrededor, casi como una aparición. Tenía cierto parecido con el muchacho del banco, eso fue lo que más la sorprendió. Pero estaba todo en orden, no tenía por qué volver a hablar con él. Los pagos y los oficios, todo. Quería saber a qué se dedicaba ella, un requisito del banco, decía el muchacho, para la base de datos y las gestiones futuras. Ahí sí, Eugenia se sintió desplazada. Tenía que darle la razón a su marido: ni tú ni yo entendemos ya nada. ¿Se atrevía el muchacho a preguntarle a una señora por su oficio? Podía tratarse de una broma, no de mal gusto, sino de mala educación, de poco respeto. Son los tiempos, decía Ramón. Y los ojos de avestruz fijos en ella como la cuenta atrás de un reloj. Eugenia no era bromista, sin embargo, se reía para sus adentros y se limitó a decir que ya estaba todo listo, según se levantaba de la silla.
      La falda se le acomodó con naturalidad justo debajo de las rodillas. Dio la mano al muchacho, quien se la tendió profesional y estuvo por acompañarla hasta la salida. No podía ser que lo estuviera viendo de nuevo veinte minutos después, que él fuera el hombre del chaleco rojo. Y sin embargo tan grande es su parecido. El señor se mueve entre la gente con estratégico descuido, casi de artista, unos andares que tan pronto hacen que lo distinga como no, y que a ella se le van pegando. No camina del modo como suele hacerlo. Y no es que la cantidad de transeúntes se lo impida, es ella misma. Da pasos más cortos o más largos de lo que su gesto anticipa, e incluso alguno en sentido contrario a su intención, como si, más que adaptarse a los espacios que los transeúntes dejan, pretendiera imponerse a ellos. El deambular del señor es muy similar, de persona medio iluminada, ella habría dicho que de escritor, pero por qué no de simple funcionario. Es más bajo que el muchacho del banco, no le cabe duda de ello, lo está viendo cada vez más claro y al mismo tiempo más lejano. Sus pantalones a cuadros se mueven deprisa y denotan la misma sensación que empieza a brotar en ella, una mezcla entre agobio y frenesí.
      De los lazos amarillos decía Ramón que muestran una actitud narcisista y autocomplaciente, por el color —el mismo de la flor— y la figura del lazo —todos juntos. Álex se llevaba la mano a la cabeza, impotente, mientras que Eugenia viene sintiendo en esa abundancia secesionista el mismo agobio que entre la muchedumbre. Ramón ya no le dice las cosas bonitas que acostumbraba, o al menos no se las dice tanto ni con tanto énfasis, el que ella requiere. Que una mujer sea autónoma no significa que no quiera ser complacida. Lo ve en ese señor del pantalón pitillo y el chaleco rojo. Se están siguiendo. Él parece haberla convocado para salir de la aglomeración y soltarle un piropo que a cualquiera ruborizaría, uno de esos que las nuevas generaciones ya no echan porque las chicas se ofenden pero que a ella siempre le gustaron. Detrás del chaleco lleva una especie de esqueleto suplementario, muy discreto, cuyas ramificaciones terminan en un mismo punto.
      —Es una nueva versión del Baby H.P. —le indica éste, el pelo alborotado y feliz de haberse encontrado en la intersección de un lazo—. No podemos desperdiciar tanta energía política, hay que emplearla en el desarrollo de un amor.

Comparte este texto: