Los antípodas / Juan Manuel de Prada


 También imaginaron que nuestros actos proyectan

un reflejo invertido, de suerte que si velamos,

el otro duerme, si fornicamos, el otro es casto,

 si robamos, el otro es generoso.

 

Jorge Luis Borges

 

 

Rehuiré los pormenores de mi biografía, más bien triviales y delictivos. Mencionaré, no obstante, que, ya desde la juventud, por fatuidad o resentimiento, había renegado de las ventajas que nos procura la vida civil: participé en las algaradas contra la dominación del general De Gaulle en mi país y, a continuación, en una vorágine de geografías y noches insomnes, colaboré —por dinero— con los fundamentalistas islámicos, reavivé —por dinero— rencillas entre las tribus del Sudán, ideé —sí, sí, por dinero— artefactos medianamente explosivos que las guerrillas mozambiqueñas utilizaron para imponer sus argumentos más estrepitosos. He cultivado un terrorismo (desdeño esta palabra por inexacta, pero la empleo por economía expresiva) exento de entusiasmo, he matado a víctimas anónimas sin el ensañamiento que presumimos en un asesino con pedigrí. Calificarme de sicario (al menos por aquella época) hubiese sido una hipérbole que no merezco. Matar, al igual que profesar una orden sagrada, exige una elección moral, una actitud reflexiva de la que yo carecía mientras duró mi juventud. Hoy mis convicciones han cambiado: detesto las ráfagas de ametralladora que se estrellan aleatoriamente en la multitud, el amonal que destruye por igual hombres y edificios, el secuestro estúpido de turistas borrosos e igualmente estúpidos. Por eso abandoné el cultivo de esa forma de horror; por eso elegí otro horror más íntimo y selectivo, aquel que, previo pago y delimitación de su víctima, la sigue y acosa y acompaña y estudia antes de exterminarla. Ahora, en mi madurez, después de arduos años de aprendizaje, he entendido al fin que un asesino a sueldo no tiene vocación para la violencia, sino para la minuciosidad; ahora, por fin, he aceptado mi elección moral.

     Otto Heumann no era mi primera víctima. Tampoco la decimoséptima, pero dejémonos de cifras y de alardes. Me encomendó su muerte una compañía minera de Ciudad del Cabo, dedicada a la extracción de piedras preciosas y con gran predicamento en los círculos gubernativos; ofrecían una recompensa nada vulgar, de una fastuosidad casi literaria (la literatura, creo, aspira a ser fastuosa; intentaré no incurrir ahora en ese vicio). Había trabajado Heumann como administrador de dicha compañía durante casi cuatro lustros, y siempre había disfrutado de una confianza monótona por parte de sus superiores. Una inspección contable encargada a expertos londinenses delataría, sin embargo, sustracciones —nunca demasiado copiosas, pero la constancia suplía la copiosidad— achacables al administrador. La compañía decretó entonces diversas medidas, enérgicas pero tardías, puesto que Heumann ya había volado a Francia.

     Llamaba poderosamente la atención comprobar que la estrategia delictiva del administrador había sido concienzuda y paciente, poco acorde con el vértigo de los desfalcos. Hasta entonces, se me había encargado la muerte de pobres diablos que habían decidido obtener un sobresueldo con la filtración de documentos o mediante las argucias de una contabilidad falsaria; pobres diablos que, una vez descubiertos, me los encomendaban, en un encuentro que yo procuraba presentar con apariencia azarosa, pero fatídica. La conducta de Heumann se apartaba de los móviles del enriquecimiento rápido, tan practicados por otros pobres diablos; urgía, sin embargo, exterminarlo: la compañía minera pagaba por anticipado, y hubiese denotado mala educación o flojedad contrariar a un patrón tan inusualmente pródigo con inquisiciones impertinentes (se supone que un mercenario no inquiere). Me suministraron una fotografía de Heumann: así me tropecé por primera vez con su fisonomía modesta (a diferencia de la mía, más bien orgullosa), correspondiente a un hombre de unos cuarenta y cinco años, de ascendencia germánica, labios afinados (los míos, por imposición genética, se pueden calificar de carnosos), piel desvaída (la mía cetrina, pido disculpas) y ojos de acuarela (los míos negros y hondos). Me guardé la fotografía con esa simpatía siniestra que acomete a los sicarios cuando sabemos que, durante las próximas semanas, vamos a perseguir a una víctima de aspecto contrario al nuestro; la misma simpatía que le habría acometido a Stan Laurel de haberle correspondido asesinar a Oliver Hardy.

     Viajé a París desde Ciudad del Cabo, en un vuelo privado que la compañía dispuso para mí. Funcionarios poco escrupulosos me facilitaron con sus informes la búsqueda. Otto Heumann (que, por cierto, no se había molestado en cambiar de nombre, quizá por desidia, quizá por atavismo) había consumido en París cerca de un mes, frecuentando embajadas y visitando mandatarios que habían querido imponerle medallas y condecoraciones en reconocimiento por no sé qué misiones humanitarias. Después del ajetreo diplomático, Heumann había viajado a la región bretona, empujado por su temperamento pacífico; al parecer, deseaba introducir en su vida un paréntesis de inescrutable quietud o quizá lo que lo impulsase a viajar sólo fuese la nefasta curiosidad del turista. Pero nada más ajeno a mis propósitos que denigrar los hábitos de Heumann.

     Ya declaré antes que, cuando me incorporé al gremio de los sicarios en detrimento de mi anterior oficio (llamémoslo terrorista, a pesar del rechazo que este vocablo me provoca), lo hice movido por una elección moral. Me sublevaba matar indiscriminadamente, sin conocimiento exacto de mis víctimas. El sicario o asesino asalariado, frente al terrorista, dispone para el desempeño de su misión de otros elementos de juicio, además del lugar o la hora y una serie de nombres propios o consignas: puede plantearse conflictos de conciencia, indagar su propia valentía o pusilanimidad, combatir esa influencia perniciosa (llamémosla misericordia) que a veces despierta en nosotros la víctima y obtener ese sucio consuelo de la recompensa, después de la traición o el envilecimiento. El oficio del asesino, como el del sacerdote, consiste en asumir las culpas ajenas: que esa asunción se revista de barbarie o insidiosa piedad es lo de menos. Seguí a Heumann en sus excursiones bretonas inscribiéndome en los mismos hoteles y subiéndome a los mismos trenes que él. Descubrí en mi víctima hábitos opuestos a los míos: cierta resistencia a viajar en automóvil, cierta proclividad al insomnio, cierto gusto anacrónico por los balnearios. A la tercera semana, se hospedó en uno no especialmente notorio de la costa, que incluía aguas termales y paisajes desvaídos. Balneario de Melchinais, se llamaba; se llama, quiero decir.

     Transitábamos por plena temporada alta; conseguir alojamiento en aquel balneario no implicaba, sin embargo, dificultad alguna, ya que su clientela —fija a lo largo de los decenios— se iba diezmando por imperativos cronológicos, con el consiguiente aumento de habitaciones vacías. Obtuve, a cambio de obstinación y algunas propinas, una contigua a la de Heumann; a través de la pared, me llegaba el eco de sus pisadas, el rumor de sus excreciones y abluciones y carraspeos. Vivía con método, con un excesivo método que no descartaba la alegría: lo contrario que yo, más o menos. Tuve que cambiar mis costumbres para coincidir con él en el comedor, vencer ciertas reticencias (nacidas de la timidez, no de la repugnancia) para invitarle a compartir mi mesa, renegar de ciertas convicciones (nacidas de la repugnancia, no de la timidez) para hacer coincidir mis preferencias culinarias con las suyas: Heumann abominaba de las carnes, en especial de la porcina, y practicaba una dieta vegetariana que también excluía el vino: todo al revés que yo.  

     Bajábamos a cenar con el crepúsculo, cuando el aire era apenas un jirón de luz turbia, y nos entendíamos en un francés espurio, algo macarrónico el suyo, demasiado argelino el mío.       Heumann (que hablaba con una voz sibilante, casi ofidia, en contraste con mi voz imprecatoria) bromeó a propósito de las dificultades que nos ocasionaba el intento de conciliar nuestros menús a partir de gustos dispares; luego (bebía agua a pequeños sorbos; yo lo escuchaba saboreando un vino terroso), expuso una teoría abstrusa sobre hipotéticos hombres de talante disímil que, para sobrevivir, necesitasen del complemento de su contrario. Procuraré reproducir esta teoría respetando sus términos; Heumann hablaba con efusividad pedagógica:

     —Imaginémonos dos hombres de caracteres opuestos, de hábitos irreconciliables. No es necesario que vivan en regiones alejadas del planeta; sí se requiere que cultiven aficiones, virtudes y veleidades contradictorias. Denominémoslos espíritus antípodas. Pues bien, sostengo que estos dos hombres precisarían el uno del otro, por muy distantes que estuviesen. Me explico: habría un hilo secreto que fatídicamente los vinculase, un indescifrable sistema de acciones y omisiones, de pecados y penitencias. Serían el anverso y el reverso de una misma moneda. Esos dos hombres hipotéticos, esos dos espíritus antípodas, no podrían existir si dejase de existir su complementario. A la muerte de uno se sucedería, irremediablemente, la extinción del otro, por ley de simetría o designio divino.

     Salimos a pasear después de la cena por una vereda flanqueada de álamos. Una luz oscura corroía los contornos del paisaje. Me pesaba cada vez más la pistola a medida que Heumann me iba desgranando episodios de su vida previsible (previsible por ser un reflejo inverso de la mía propia). Me habló con emoción contenida de una mujer a la que había amado en la juventud por su inocencia casta o ignorancia de las cosas carnales; me habló con emoción desbordada de la noche de bodas, cuando descubrió que esa mujer había fingido inocencia, castidad e ignorancia de las cosas carnales: a la postre, resultó una mujer experimentada en las lides eróticas, con un acopio casi infinito de amantes. Heumann recordaba con exactitud la fecha del desengaño, por coincidir con la de cierto magnicidio célebre; yo, entonces, recordé con horror que, en esa misma fecha, había visitado un burdel de Nairobi (lo cual me exculpaba del magnicidio), donde hube de soportar el chasco o la sorpresa de yacer con una muchacha virgen, cuando lo que buscaba era el calor mercenario de una veterana. Le confesé a Heumann esta coincidencia inversa, y esto nos animó a averiguar otras circunstancias; con estupor, con incredulidad, con cansada rebeldía, nos intercambiamos nuestros natalicios: ambos habíamos nacido en pleno equinoccio, él de primavera, yo de otoño. Exaltados por las confidencias, reconocimos cicatrices y lunares equidistantes en nuestra anatomía. Heumann, no sin sonrojo, me contó que, en la infancia, tuvieron que circuncidarlo, por padecer cierta enfermedad congénita; a este episodio, no sé si baladí o irrisorio, enfrenté yo otro, más ignominioso: en mi infancia, yo no fui circuncidado (en contra de lo que prescribe la religión de mi país), como castigo inmerecido por haber nacido en el seno de una familia blasfema. El último sol nos envolvía con un prestigio fúnebre. La pistola me oprimía el pecho cuando dije:

     —Entonces, Heuman, usted se dedica a salvar hombres.

     Sin vanidad, con mayor sonrojo si cabe, Heumann me narró (era una narración desordenada, embarullada por el entusiasmo) las vicisitudes de una vida en Ciudad del Cabo, malgastada en la obtención de pasaportes falsos con los que había logrado sacar del país a más de trescientos proscritos de raza negra. Una elección moral, como la mía. Para pagar un pasaporte falso —me ponderó— había que desembolsar sumas copiosas (también mi recompensa sería copiosa): esta circunstancia lo había obligado a sustraer algunas calderillas a la compañía minera para la que trabajaba como administrador. Calló un segundo; en su mirada había una premonición de lo que iba a suceder:

     —Deduzco, pues —dijo—, que usted se dedica a matar hombres.

Asentí, fatalmente. Heumann me palmeó la espalda; su sonrisa le afinó aún más los labios:

     —Adelante, cumpla con su misión. No olvide que es una misión compartida. Somos «espíritus antípodas».

     Sonó una detonación en mitad de la noche que murió amortiguada entre las hojas de los álamos. La bala, disparada a bocajarro, había borrado las facciones de Heumann. De regreso al hotel, tuve el vago presentimiento de no haber consumado una venganza o una misión delictiva, sino más bien una hermosa y simétrica alianza. Ahora, cuando concluyo estas líneas, sé que estoy a punto de cerrar un círculo que inicié al matar a Heumann, ese hombre con quien me unía un intrincado sistema de acciones y omisiones, de pecados y penitencias.

Me he concedido no más de media hora para planear mi suicidio.

 

 

Comparte este texto: