Lo que queda / Araceli Mancilla

Había encontrado el libro en la Cuesta de Moyano. Lo busqué para ti: Un vagabundo toca con sordina. Platiqué con el librero argentino y me ofreció un cigarro, que tomé, titubeando —qué cortés, el hombre; ante mi gusto evidente me dejó en diez euros el ejemplar de aquella preciosa edición (1941), de Josep Janés.
      Llevé conmigo el cigarro, la idea de fumarlo.
      Caía la tarde en el Retiro, con un cielo anaranjado y borrascoso, y yo iba recogiendo las imágenes de días más soleados. Retazos de fin de verano en Madrid, ciudad que amo. Y de ese parque recordé, de pronto, algún festejo comunal o una caminata en un lugar cercano; sí, el Real Jardín Botánico —alguien me regaló, hace años, un bonsái de copal de la selva de Huatulco; vino a mí su figura al entrar al sitio y ver que se anunciaba una colección de esas miniaturas.
      También vi, en la sala de exhibiciones de aquel jardín, la exposición de fotos de aves que, habiendo volado sobre sitios considerados inaccesibles, una vez muertas, al explorarse sus cuerpos arrojaron de los vientres desechos plásticos y basuras de todo tipo.
      Vi cosas que te contaría después.
      Estuve más tiempo del debido en el parque. De regreso, en el departamento, comencé a leer el libro comprado para ti. Al ver su dibujo de portada, una especie de ciervo, pensé que te gustarían mis otros hallazgos, hechos durante la Feria de Otoño del Libro Viejo y Antiguo, también en Madrid.
      Ahora era invierno y yo llevaba al vagabundo entre las manos. Iba siguiendo su soledad; su gusto por trabajar la tierra, que, sin ser suya, él araba con placer. No era suya y, sin la carga de ser el propietario, se regocijaba con la fertilidad del terreno y el esplendor del campo. Seguí al vagabundo en su andar, entre fascinado y harto, mirando las vidas de los otros. Sobre todo, se mantenía atento a la joven esposa de su empleador; pero su existencia transcurría entre el trabajo arduo y el ser libre. Al fin y al cabo, después de fastidiarse de la cercanía de los demás, el hombre siempre podía largarse, como ya había hecho, para luego volver.
      Conocí la vida del vagabundo desde mi pequeño departamento, en un quinto piso, donde alguien, inclinado sobre una mesa minúscula, escribía. Escribía y, de reojo, me observaba leer. Me observaba leer, en silencio, de la misma manera en que me había acompañado, apacible, en mi cálida vida de aquellos tiempos.
      Después dejé Madrid. Dejé aquel departamento en la Avenida del Doctor Federico Rubio y Galí, y la luz de sus ventanales. Se quedaron en él las pequeñas lámparas de lectura, el largo sillón de cuero negro y un edredón azul, entre otras tantas cosas, cobijo de mi intimidad durante un año.
      Crucé el océano, y traje conmigo el libro, para dártelo. Envuelto en papel de China color sepia, lo puse en una caja de cartón, el día de tu cumpleaños, con una carta manuscrita. No podía darte el regalo en propia mano, no podía verte en persona, pero sabía que lo tendrías contigo. No estarías tan débil como para no poder leer, quise pensar. Intuí que los acordes nocturnos del vagabundo, llenos de estrellas, llegarían a tus ojos, a pesar de tu enfermedad y del cansancio.
      Quise pensar que, aun en esos días terminales, tu corazón bibliófilo acogería, como parte de la hermosura de la tierra, las visiones del vagabundo. Que estarías encantado con sus andanzas.
      Al cabo de tu muerte, su historia, encerrada en el libro de tapas duras, de tela marrón, habrá quedado en algún estante, quizá cerca de objetos que te recordaban lugares y personas con quienes fuiste feliz. Alguien de tu familia podrá leerlo.
      Hace unos días, Madrid apareció en mi sueño. En el sueño, yo andaba a pie por sus calles, al salir de la estación del metro Cuatro Caminos y dirigirme a mi hogar. Miraba las baldosas del piso, donde se arremolinaban las hojas del otoño. Observaba a la gente caminar rumbo al Mercado de Maravillas. Era tan vívida esa belleza.
      Desperté. La melancolía se había metido en mi habitación, de madrugada, con la tibieza de la primavera. Al pasar las horas, el desasosiego fue atravesando las cosas de mi casa. Traía el eco de un desastre universal, de una pandemia viral que no querrían ver tus ojos. La pandemia alcanzaba a Madrid y, en algún momento, estaría poniendo pies en nuestra ciudad.
      Presentí entonces la violencia de una orden de reclusión a la que probablemente te habrías negado.
      Te habrías negado, pero ya no están tú ni tu sabiduría para refutarla. Tampoco está quien me miraba leer en mis tardes madrileñas y, a veces, podía consolarme. Quedan, en cambio, los encuentros, su rastro. Quedan las palabras que se han escrito para que soportemos lo que acaece. Las que abren el espacio y pueden aquietar el ruido de lo aciago, como la sordina del vagabundo.

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