Piedad Bonnett (Amalfi, Colombia, 1951). En 2018 publicó Donde nadie me espere (Alfaguara).
Pocas veces experimentamos el tiempo de una forma tan vívida como lo hemos hecho durante esta pandemia, con su secuela de confinamiento. De repente el tiempo lineal pareciera haberse roto, dejándonos instalados en un presente en el que todos los momentos resultan iguales, y los quiebres, los tránsitos hacia algo más, son mínimos o inexistentes. A menos, claro, que la enfermedad nos haya asaltado y amenazado con cortar el hilo del tiempo, o que una muerte haya hecho irrupción con su carga de dolor e impotencia, pues son momentos tan desoladores que han terminado por abolir, incluso, los rituales del duelo.
Cuando no hay sucesos diferenciables no puede haber memoria, pues ésta se construye con base en hitos, en emociones, en lo que resulta excepcional y sobresale de lo cotidiano. Así que no estamos construyendo las memorias del porvenir. En un futuro, los sobrevivientes hablarán —o hablaremos— de esta época como de un bloque compacto, bastante gris, construido sobre el temor, la falta de libertad, la tiranía de lo mismo y la conciencia de un afuera y un adentro que se relacionan de manera tensa, contradictoria.
A pesar de que el presente sea la realidad más absorbente, con su sensación de hacernos flotar como corchos en un remolino — ya que la circularidad pareciera la esencia de este tiempo estancado—, el futuro no sólo no ha dejado de tener peso sino que encarna en un miedo sobre lo hipotético —«puedo contagiarme y morir»— o en una fantasía salvadora —«esto tendrá que pasar algún día». Esta frase, ahora tan socorrida, encierra la noción de futuro como esperanza, como reanudación de lo que fue interrumpido y convertido en paréntesis. Es un futuro añorado con impaciencia: deseamos que regrese el tiempo histórico, donde no existe la parálisis, donde el transcurrir es lo habitual. A nivel más intelectual, el futuro se ha formulado constantemente en estos días como interrogante, pues tendemos a suponer que toda hecatombe —una guerra, un terremoto, una peste— presupone cambios. De modo que medio mundo está entregado a la especulación y al análisis, y muchos, también, a la escritura, porque el aislamiento, con su porción inevitable de ensimismamiento, le es propicio.
Un escritor es, para decirlo en palabras de Borges, un hacedor. Alguien que crea, que añade al mundo un «comentario» sobre el mismo mundo. Y la escritura es «camino que se hace al andar»: mientras el presente atomizado no tiene direccionalidad, la escritura, que es por naturaleza transitiva, se dirige naturalmente a un futuro. Por supuesto, mucho más la narrativa que la poesía. En la narrativa todo es encadenamiento, secuencialidad, a pesar de que haya ires y venires o pequeñas islas reflexivas. Pero incluso en la poesía, un arte cuyo tiempo se parece más al tiempo mítico, y que pareciera interesarse más en lo vertical que en lo horizontal, existe un transcurrir, aunque sea mínimo. Tanto en la narrativa como en la poesía se persigue un final —aunque sea un final abierto— pero también una finalidad. Más que en la acción, que en el tema, el futuro en la creación literaria aparece como pulsión en búsqueda de sentido.
Por otro lado, la literatura, aunque aupada en el pasado, quiere construir futuro, romper, innovar y descubrir. Eso nos lleva a preguntarnos por su destino inmediato, presuponiendo, como ya dije, que la pandemia ha significado un remezón cultural que no dejará nada intacto. Desafortunadamente, toda conjetura es vana. No será una literatura eufórica, por supuesto que no. No sólo porque la humanidad está de duelo, sino porque el coronavirus puso en evidencia, de manera dramática —como corresponde a las crisis— todo lo podrido de un sistema que se niega a transformarse. Yo imagino obras llenas de ferocidad creativa, de utopías y distopías, obras amargas, o que expresen el desconcierto ante lo que Montale llamó la «divina indiferencia» de la naturaleza. Motivos no le faltarán, porque la pandemia está llena de revelaciones. Y futuro, tampoco, porque la literatura se alimenta del dolor y de la conciencia de fragilidad que despierta la muerte cuando arremete con tanto brío.
PIDO AL DOLOR QUE PERSEVERE
Pido al dolor que persevere.
Que no se rinda al tiempo, que se incruste
como una larva eterna en mi costado
para que de su mano cada día
con tus ojos intactos resucites,
con tu luz y tu pena resucites
dentro de mí.
Para que no te mueras doblemente
pido al dolor que sea mi alimento,
el aire de mi llama, de la lumbre
donde vengas a diario a consolarte
de los fríos paisajes de la muerte.