La anarquí­a devora a la hipocresí­a

Ilija Trojanow

Ilija Trojanow (Sofía, 1965). Autor, entre otros libros, de Meine Olympiade (Argon Verlag GmbH, 2016).

«¡Anarquistas!», gruñó Donald Trump en Twitter apenas comenzaron las protestas por el asesinato de George Floyd. Es asombroso que el presidente haya estado informado con tanta precisión sobre las convicciones políticas de los manifestantes, quienes en su gran mayoría llevaban protección para la boca y la nariz (qué ironía, el que casi de un día para el otro la prohibición de andar embozado se haya transformado en una orden de enmascaramiento). Lo que no es sorprendente es que haya empleado justo ese término. Desde siempre, al anarquismo, al que se le supone un disparate fuera de la realidad, se le ha difamado de esta y de otras formas similares, con el fin de no tener que confrontarse seriamente con una importante visión política del mundo. Esto en formulaciones corrientes en los medios, como por ejemplo: «En Somalia impera la anarquía».

Si se observa mejor, ese tipo de atribuciones tiene poco sentido. Anarquía significa en griego «ausencia de poderío», mientras que las condiciones descritas con ese término casi siempre sufren no porque se carezca de poderío, sino porque existe demasiado. En Somalia, por ejemplo, en la omnipotencia de los capos de la guerra y de la secta fanática Al-Shabaab. Así que cuando se habla de «anarquistas» que «causan estragos» en las calles nocturnas, lo que más bien se intenta es desestimar a esas personas haciéndolas pasar como vándalos sin ley. O sea como bárbaros. Como enemigos de la civilización que deben ser combatidos, o incluso eliminados. A aquellos que luchan por sus derechos, siguiendo la vieja escuela se les despoja de sus derechos, lo cual es precisamente lo que justifica las protestas.

Al parecer, el presidente Trump se ha dedicado tan poco a conocer qué es el anarquismo como a saber qué es el socialismo, el liberalismo o el monismo. De haber leído aunque fuera unas cuantas páginas de, por decir algo, Michail Bakunin o Emma Goldman, Erich Mühsam o Murray Bookchin, se sorprendería de que el anarquismo no significa el saqueo de una zapatería Foot-Locker (¡bonito calzado deportivo!), sino la búsqueda del mayor bien común posible con la mayor libertad individual posible. Es decir, lo contrario de la explotación neoliberal y de la arbitrariedad policiaca. Ciertamente existen también en el anarquismo muchas corrientes, sin embargo todas guardan una cosa en común: la solidaridad como principio social fundamental (o sea justo eso que durante la pandemia del coronavirus se exigió y se exige en todas partes), no rivalidad y competencia. Una vida buena y sana para todos, en vez de una riqueza perversa y privilegiada para unos cuantos. Respeto para el prójimo humano y para la naturaleza, en vez de desprecio y devastación. O formulado de otra manera: si se desarrollan lógicamente hasta el final las consignas de la Revolución francesa, al igual que los derechos humanos universales, se termina en el anarquismo; no en Donald Trump, ni en una policía que mata a la ciudadanía. Esto último atenta naturalmente contra el derecho, no sólo contra el derecho codificado a nivel nacional, sino contra el derecho humano universal. En consecuencia, quienes están fuera del derecho no son los manifestantes a los que se les tacha de no tener ley, sino aquellos que maltratan, torturan e incluso asesinan a otros seres humanos.

Si se tratara aquí de un caso aislado, la revuelta actual se podría considerar una reacción exagerada. Pero no se trata de una excepción, sino de una tragedia más entre numerosas tragedias individuales. En 2016, la policía en Estados Unidos mató a mil noventa y tres personas. The Guardian se tomó hace algunos años la molestia de documentar dichos casos (se pueden encontrar como «The Counted»), y la lectura de estas breves necrologías es desgarradora. Las víctimas son enfermos mentales que caminaban desnudos, veteranos de guerra traumatizados, jubilados creyentes cuyos crucifijos fueron confundidos con un arma, personas que fueron detenidas por una minucia, personas que recibieron una descarga eléctrica de una pistola paralizante y a las que no se les dio atención médica, personas que fueron confundidas con los culpables. Por mencionar algunos de los casos, que en parte cuentan con una buena documentación.

Los y las anarquistas tienen el firme convencimiento de que existen mejores formas de convivencia social que el despliegue de fuerzas paramilitares de seguridad totalmente armadas, que atacan o disparan antes de preguntar. En este sentido sí tiene razón el presidente Donald Trump cuando habla de «anarquistas»: la gran cantidad de gente en las calles, y ya no nada más en Estados Unidos, exige un mundo mejor; y qué tan serias son estas exigencias lo demuestra el hecho de que en tiempos de la pandemia se exponen a un peligro doble.

La legitimación del poder se basa a menudo en justificaciones absurdas, lo cual explica que un senador de Estados Unidos como Tom Cotton pueda exigir, bajo el lema «Cero tolerancia contra la violencia», una actuación más enérgica de la policía e incluso la participación del ejército, a pesar de que las protestas son justo en contra de la tolerancia sistemática de la violencia que ejerce el Estado. Ya sea que no se esté juzgando aquí con el mismo rasero o que se trate de un sermón hipócrita, la mirada anarquista instruida es uno de los instrumentos más agudos para desenmascarar ese tipo de retórica mentirosa del poder.

No es la primera vez que una intervención violenta de la policía genera violencia como respuesta, lo cual provoca de nueva cuenta una intervención violenta de la policía. Un círculo vicioso. En esta ocasión, por cierto, las víctimas han sido también numerosos periodistas, hombres y mujeres, algunos de los cuales fueron rociados intencionalmente con gas pimienta o recibieron impactos de balas de goma (¡hasta el momento [julio de 2020] son más de ciento veinticinco casos!). No es de sorprender, pues desde hace poco son considerados otra vez como «enemigos del pueblo», sospechosos de cualquier cosa.

La feminista y activista Tamika Mallory destrozó, la semana pasada, en un furioso discurso difundido ampliamente en internet, una descarada contradicción: defensores de un modelo económico que explota de manera masiva tanto a los seres humanos como al planeta se escandalizan casi al grado de la histeria cuando los despojados de sus derechos en su ira acumulada desde hace años y desde hace siglos saquean algunas tiendas. En el original: «Looting is what you do. We learned it from you». (Saquear es lo que ustedes hacen. Nosotros lo aprendimos de ustedes). Ella se ubica así en la tradición crítica de señalar siempre: los crímenes del statu quo imperante se examinan con los ojos cerrados, en cambio las infracciones de la resistencia se analizan con una lupa.

O sea que cuando alguien como Donald Trump califica a los manifestantes de anarquistas, todas aquellas personas que desean un mundo más justo deberían responder a viva voz: Sí, somos anarquistas. Y está bien

Traducción del alemán de Gonzalo Vélez.

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