Podríamos decir que es la exactitud verbal, pero sería inexacto; podríamos decir que es la hondura de sus historias, pero sería insuficiente; podríamos decir que es su impecable ritmo y su prosodia, pero no añadiría mucho a su descripción; podríamos decir que es la inteligente construcción de sus temas y personajes, pero sería casi un lugar común de una crítica complaciente; podríamos decir, en fin, que es la sorprendente calidad de cada poema, pero sería casi obvio en un libro que ha merecido un premio tan relevante como el Elías Nandino. No. La naturaleza de Sólo esto es, sí, todo lo anterior, todo lo anterior y algo más, algo que anuda de un modo inequívoco la forma con el fondo y cada detalle con el conjunto final en un verdadero buen libro de literatura. Y aquí acabo de apuntar literatura y no sólo poesía, como sería el caso, porque estoy convencido de que la mejor literatura no tiene género, o, mejor dicho, rebasa cualquier limitativa formulación de género.
Pero antes que buscar, con un plumazo, definirlo o clasificarlo, es preferible en este caso particular la lectura detenida de, literalmente, cada página de este libro, porque es uno de esos poco frecuentes casos en los cuales no hay desperdicio y en los cuales, si uno se pierde una sola de sus líneas, bien puede quedar levitando en el aire de un fino enigma.
Veamos entonces: Sólo esto —el primero o uno de los primeros libros publicados de Emiliano Álvarez, autor nacido en la Ciudad de México en 1987—se compone de trece poemas agrupados en tres partes o secciones y, a su vez, varios de estos poemas se presentan escanciados en tres, cuatro, cinco o más estancias o particiones.
Los títulos «Iam HaMelaj» y «Pavesa» pertenecen a la primera parte del libro. Son dos episodios, diferentes pero de algún modo afines, de complicidad juvenil a la vez que simbólicas iniciaciones en la fraternidad. Su tema central es precisamente la fraternidad, una fraternidad que consigue atravesar el tiempo, sellada por duros secretos y sobrevivientes lazos:
Acaso la amistad sea sólo esto
que obtuvimos en la muerte, esto que, tercamente,
persiste, renaciendo, y que nos dice cómo
tomar agua tan dura y no desfallecer, sino aferrarnos
más enérgicos, al placer de flotar, con la vista hacia arriba,
mientras hablamos, riendo, de todo o casi todo,
mientras callamos todo aquello que no es necesario decirnos.
Donde ha surgido una amistad que ha sido templada, desde la adolescencia, por dolorosas decisiones, pero donde también hay un reconocimiento, una señal ígnea entre hermanos que, como un tatuaje, los acompaña toda la vida:
Tuvimos la misma edad al mismo
tiempo, y una afición compartida por el fuego
del ritmo y de la indagación, por el chispazo
ascendente de la existencia, por ver en el otro,
en los ojos del otro, la llama de nuestro propio
andar dubitativo. Acaso la amistad sea sólo eso también.
«Zambinella» —el segundo poema de la primera parte— se zambulle en un juego de desdoblamientos y espejeos. Los personajes de una novela de Balzac son, aquí, reinterpretados bajo una nueva luz no menos íntima que transpersonal; todo ello en un ir y venir de guiños y referencias literarias. Aparecen y desaparecen citas de Lope de Vega, Rainer Maria Rilke y Rosario Castellanos que, eso sí, Emiliano Álvarez se cuida de advertir y detallar en unas muy pertinentes «Notas» al final del libro.
Quiero subrayar, antes de seguir, que este poco habitual aparato de notas en un libro contemporáneo de poesía es mucho más que un simple anexo referencial. Denota, desde mi particular punto de vista, un quehacer permanente de intertextualidad al tiempo que un claro objetivo: afirmar que esta escritura poética no está hecha ni puede leerse en un solo plano, que en todo caso se afirma como cuerpo de una vasta tradición cultural y literaria, tradición que no oculta en ningún momento, tradición que en modo alguno la lastra sino que más bien orgullosamente la nutre. Este punto me parece imprescindible para ubicar con certeza el talante del libro que nos ocupa, pues a lo largo de casi todos estos poemas los entrecruzamientos y referentes culturales son tan sutiles como decisivos.
«Regadera» es el poema que abre la segunda sección de Sólo esto. En él se alude, de una manera discreta u oblicua, a un suicidio. Pero se toca este tema —altamente trágico de por sí— desde cifradas sensaciones personales. De tal forma que no es el suicidio el foco del poema, sino sólo el trasfondo de un haz de emociones cuyas indeterminación y complejidad llevan al autor a centrar su atención, como para asirlas o manejarlas, en ciertos objetos. Objetos que se cargan de, por llamarlo así, un inesperado peso metafísico. Esto mismo, o algo muy parecido, sucede en los textos «Chaleco» y «Topo y neblí», los cuales cierran esta misma sección. La ausencia de un ser entrañable se materializa en una prenda de ropa, un chaleco colgando en un perchero: «en realidad colgaba / de la memoria de todos nosotros, Los Que Sobrevivimos», dice el autor. Todo el poema encarna la esencia del dolor de la pérdida, pero lo hace sin buscar explicarla ni menos aún definirla. Y la cita de César Vallejo que acompaña el final de este poema da, suponemos, la clave de tal estrategia. La cita —un par de versos de los Poemas humanos— dice así: «Dije chaleco, dije / todo, parte, ansia, dije casi, por no llorar». O, en el caso de «Topo y neblí», la vejez y la ceguera se convierten en la descripción de las maneras de un pequeño animal esquivo. Aquí la estrategia parece más frontal, pero la fuerza del tema y, sobre todo, la hondura de la conciencia del poeta es la misma:
¿Qué es eso de no ver? Se asienta la vejez en tu materia,
e, igual que una gran sábana pesada, va nublando
tu forma de entenderte con el mundo.
Los títulos «La viuda», »El cuadro rojo» y »Namibia» parten cada uno de ellos de imágenes o series de imágenes que, de un modo u otro, dan pie a una reflexión sobre la acechanza de la finitud. En «La viuda» y en «Namibia» concretamente se hace referencia a dos obras gráficas, una del pintor Rafael Coronel y otra del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado; mientras que en «El cuadro rojo» la identidad de la imagen es menos rastreable y bien podría tratarse de una referencia sólo conocida por el autor. Cualquiera de estas obras gráficas, en todo caso, es sólo el dispositivo de ignición de una mirada que introspecciona agudamente bajo las luces y las sombras fotográficas o bien en los trazos de un lienzo los más tangenciales significados de una imagen.
Un lunar, bellísimo y extraño, es el poema «Trocadero» en esta media parte del libro. Poema que alude a una visita —entre la devoción y el desengaño, diría el poeta Jorge Ortega— a la casa natal de José Lezama Lima en Cuba. De allí su título, precisamente, pues dicha casa se encuentra hoy, ya convertida en un mohoso museo, en la calle de Trocadero número 162, en La Habana Vieja. El elemento inusual en este poema, aparte de la casi intachable técnica de crónica periodística, es la eliminación de puntos y comas, y acaso el atrevido salto de la escritura a una libertad no menos que vertiginosa. La libertad entendida desde el mejor lugar posible: la individualidad que crece para abarcar lo que ya la desbordaba. Así, en este poema se rompe —o se aparta por un momento— la puntuación. Se rompe pero se sostiene por el solo ritmo. Tal vez el ritmo del sol habanero. El ritmo de la clave de son:
Entramos a la casa: ¿era aquí donde el niño José Cemí sufría
entre la malla de su cuna el piquete del tábano?
¿Ese espejo el espejo donde un niño se [transformó en latidos
de octavas desmedidas? ¿Aquellas escaleras por las que una maleta
rumbo a Montego Bay o Tonantzintla —sólo a esos lugares:
tu biografía lo dice—? ¿Esa silla el portento
que soportó tu desmesura? ¿En dónde el [tokonoma?
¿Fue dentro de esta casa que hubo un lince que viajaba a través de ese resuello
y veía adentro de las cosas mejor que un microscopio?
No: nada de eso permanece en esta casa
que hoy se abre con el precio de un boleto de turista
Al llegar a la tercera y última sección del volumen, los tres poemas que lo culminan (en particular los titulados «De revolutionibus…» y «Sucesiones») parecen retomar cierta conversación epistolar o íntimamente retrospectiva planteada con aquellos poemas iniciales (hablo específicamente de los titulados «Iam HaMelaj» y «Pavesa»); conversación que, incluso, reanuda frases inflexivas muy características de las primeras líneas del poemario. Cito, por ejemplo, las siguientes, del poema «De revolutionibus…»:
Acaso la amistad sea sólo esto:
un sistema planetario que evoluciona a golpes,
un juego que sabe siempre recomenzar, un escucharse
e interrumpirse, al mismo tiempo.
Donde es evidente el reencadenamiento no sólo de un tono confesional, sino también de un tema específico, acaso de un leitmotiv del libro entero: la fraternidad o la amistad sometidas a ciertas pruebas irreversibles de la existencia.
Y ahora, en estos poemas postreros, ya no es el pacto con algún presentimiento de la juventud, ya no es el simulacro o la comedia del amor, sino la fatalidad de frente: la muerte convertida no ya en una figura prestigiosa, en una alegoría gratificante, sino llana y secamente lo que es: la absoluta ausencia. Así llegamos al final, de la mano de la voz del autor, para atestiguar que la muerte de los seres más profundos y cercanos, lo mismo que la muerte de los sentimientos que alguna vez nos parecieron inagotables, era, sin más, el oscuro óbolo de Caronte.
En estos poemas, en general, las descripciones más rigurosamente tangibles o minuciosas se entrelazan con alusiones recónditas, encriptadas, como si Emiliano Álvarez redactara en esencia una sincerísima página de un diario o una epístola a sí mismo; pero a un sí mismo disfrazado de momentánea alteridad, alteridad en la cual se atestigua a la vez que medita acerca de episodios que, como algunos sueños, reaparecen una y otra vez en la vigilia. El poema, tal vez, como un ajuste de cuentas con ciertos hechos, con ciertos recuerdos, con ciertos particulares espectros.
Con un dominio no sólo sobresaliente sino incluso virtuoso del lenguaje, este libro destaca por su precisión expresiva lo mismo que por su equilibrio entre forma y fondo. Por un lado, la forma empleada en los poemas proviene (obviamente decantada, obviamente actualizada) de la mejor tradición del verso castellano; y, por otra, los temas que aborda son entrañablemente próximos y contemporáneos.
En suma, todo lo que enumeré al principio de esta nota: exactitud, hondura de sus historias, ritmo y prosodia impecables, inteligente construcción de sus temas y personajes, sorprendente calidad de cada poema, etcétera, son atributos que se demuestran y sostienen a lo largo de Sólo esto. No es frecuente, y lo confieso como un modesto lector más o menos habitual de libros de poesía, hallar una geoda tan compleja y deslumbrante de materia condensada, hallar una joya tan genuina de verdad y vida. Sólo esto revela, qué duda cabe, a un autor inusualmente prometedor en la poesía mexicana, pero, sobre todo, nos ofrece un extraordinario libro de firme madurez.
Sólo esto, de Emiliano Álvarez. Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2018.