Aunque incluida en prácticamente todas las listas que consignaron «los mejores libros» de 2013, la más reciente novela de Antonio Ortuño, La fila india, se ha convertido en un ejemplo más de cómo una campaña promocional se centra en una visión sesgada del contenido temático de la obra y refiere a duras penas las —no pocas— virtudes de un libro que representa en varios sentidos, para su autor, la confirmación de algunos rasgos de estilo pero, asimismo, algunas apuestas no exentas de riesgo que permiten suponer nuevos derroteros para la narrativa del jalisciense.
Conviene decir que, a pesar de que la mayoría de las entrevistas que ha concedido el escritor aborden su opinión acerca del fenómeno migratorio en este país y las condiciones en que se presenta de cara a la opinión pública (desde los diversos peligros que enfrentan los migrantes hasta el modo como nuestros prejuicios nos hacen apreciarlo), no hay que dejar de insistir en que La fila india es, ante todo, una novela y que, como tal, ofrece desde la ficción sus puntos de vista, exponiendo algunos de forma directa y omitiendo otros en función de que puedan «entrar en juego» —tal vez— desde la manera en que cada lector se acerque a la historia.
Así, respecto del tema, en la novela de Ortuño priman aspectos que vinculan a los personajes principales con la dinámica institucional —la Comisión Nacional de Migración (Conami)— y su relación con el crimen organizado, lo que hace de los migrantes en la novela meros objetos de mercadería en un «negocio» que, como cualquiera, obliga a quienes lo llevan a cabo a brindar «resultados» sin tomar en cuenta la condición humana de su «materia prima» (la relación que se establece con distintas realidades que acosan a este país es clara, y queda de manifiesto desde el segundo epígrafe —de Brecht— que elige Ortuño para abrir su narración, pues, con todo y que la novela «no es más que un teatro», es claro que «los mataderos que se encuentran detrás son reales»).
En ésta, su cuarta novela, Ortuño puede mostrarse quizá «más» comprometido con aspectos de índole social que en sus trabajos anteriores, pero, como escritor, elige también tomar distancia del modo en que sus personajes se pueden erigir como relatores de una historia; para empezar, aunque los eventos se cuentan a partir de varias voces, la principal es La Negra, una mujer que llega a Santa Rita para ocupar un puesto en la Conami como trabajadora social (su antecesora fue asesinada), pero que trae consigo un pesado fardo emocional (y una hija pequeña), algo que significa la primera vez que en la obra del tapatío una voz femenina encara el rol protagónico (y de excelente forma: sus ojos nos permiten apreciar lo que acontece; sus sensaciones, percibir la intensidad de los hechos que se le escapan; sus conclusiones, aproximarnos a una conclusión oculta para ella, al menos hasta el desenlace).
Por otra parte, Vidal, encargado de la Dirección de Prensa, Difusión y Vinculación de la Conami, es una presencia constante que opera desde un lado opuesto a los acontecimientos y, a diferencia de un periodista que viene de la capital del país (Luna) o la joven víctima sobreviviente de un primer atentado en un albergue de la dependencia (Yein), no se manifiesta a través de una convencional tercera persona —la excepción es el marido abandonado por La Negra, quien, desde otra ciudad, exhibe en un delirante monólogo interior múltiples facetas del desprecio encubierto y el miedo hacia los «otros» que le incordian—, sino, hábilmente, por medio de boletines de prensa que «informan» a partir de sus omisiones —que, además, el lector conoce de antemano.
Ahora, el alternado capitular de estas «voces» —más «perspectivas», creo— deviene en una estructura que no se aleja mucho de la linealidad temporal y, como bien se anuncia desde la contraportada, coloca a la historia «a medio paso de la Novela Negra»; sin embargo, no parece que a Ortuño le preocupen mucho ciertos «resultados» (algunas conclusiones se adivinan apenas se rebasa la mitad del libro), sino, más bien, el modo como ciertos puntos de tensión en la narrativa pueden ser intercambiables o dar paso a una nueva línea de acontecimientos —ésta sí sorpresiva— que «refresque» el interés de su lector.
Con todo, no hay que olvidar o pasar por alto que La fila india es, también, por decirlo de alguna forma, la novela «más política» de Ortuño; el título es una metáfora que persigue dar cuenta del modus operandi de cierta burocracia nacional marcada por un ejercicio profesional que no puede deslindarse de la simulación, la práctica delincuencial y rituales (tan ominosos como conocidos) que determinan su buena marcha; ahora, a pesar de ello, el libro extiende sus alcances y prodiga una serie de, puede decirse, «retratos» que desde su múltiple perspectiva logran producir la impresión de cercanía respecto de conductas humanas que no por vergonzosas o reprobables dejan de resultar sorprendentes, perturbadoras, censurables o, por qué no, incluso atractivas.
Sería injusto adelantar parte de los «finales» que reserva esta historia; si bien, por momentos, se puede tener la impresión de dilucidar una clave o detalle revelador en la historia, lo cierto es que la habilidad del autor se «muestra» en el grado de concisión que concede a su prosa —concreta y precisa—, porque elude con eficiencia detenerse en cuestiones «de paisaje» o entornos que no sean interiores, para mantener lo que Edmundo Paz Soldán llama su «estilo inconfundible», un modo de exhibir —a contrapelo de los propósitos o creencias de sus personajes— las siempre conflictivas relaciones entre los seres humanos y la imprecisa idea de cómo se pertenece a una comunidad y se adapta (en lo cotidiano) a sus delimitaciones políticas, ideológicas, sociales, etcétera.
Finalmente, si de acuerdo con Jean Genet «la dificultad es la cortesía del autor con el lector», en La fila india podemos descubrir a un autor efectivamente cortés, aunque, por supuesto, no deje de repartir una que otra bofetada para recordar a quien lea esta historia que, en lo que concierne a nuestras concepciones acerca de la «realidad nacional», lo único cierto es que «Nadie sabe lo que pasa aquí, nadie entiende lo que pasa en ninguna parte».
La fila india, de Antonio Ortuño. Océano, México, 2013.