Libros / Desterrados, de Eduardo Antonio Parra / Hugo Valdés

 

En Desterrados, Eduardo Antonio Parra presenta quince relatos con registros deliberadamente distintos en los que, al igual que en sus libros anteriores, figuran los marginados de un mundo que los arroja al destierro, a despecho de que algunos de ellos habrán de revelarse para demostrar que existen. Tal es el caso de «En la orilla», donde, con inocencia brutal, los habitantes de algún páramo del país descubren que vandalizando a los vehículos que pasan por una carretera cercana pueden ganar importancia ante ese progreso que, contrario a sus propósitos oficiales, acabó pasándolos de largo. En este cuento, al igual que en «El caminante», Parra parece ahora comprometerse con cadencias o patrones rítmicos que se presentan a manera de voz sibilina que, por sí sola y sin la intervención del autor, pareciera urdir el destino de un hombre: en «El caminante», el innominado protagonista, alguien deseoso de remontar el Río Bravo para mejorar su fortuna en Estados Unidos, se revela como un ser poseído por el camino, el cual no sólo es infinito, sino que vive y esconde una verdad que los caminantes perennes aceptan reconfortados: el viaje jamás termina.

El hombre del costal, en el relato así titulado, vivirá un hondo desencuentro al contrastar su idea y recuerdo de la ciudad de Monterrey que conoció décadas atrás —justo antes de ser encarcelado por un cuantioso robo— con la que, atónito y desilusionado, observa ahora. La solución paradojal va más allá de esa nota irónica que muestra al ladrón enterándose de que los billetes que recupera son inoperantes: el hombre atestigua inerme el sino vertiginoso de una ciudad cada vez menos comprometida con sus tradiciones formativas, en un franco proceso de norteamericanización que lo aturde.

En un par de relatos más, los personajes serán o buscarán ser literalmente anonimizados por el peso de la gran ciudad capital a fin de sobrevivir en ella; las criaturas de Desterrados se convierten en puntuales chivos expiatorios que, gracias a esa visceralidad que frecuenta Parra para imprimirle verismo a la narración, somatizan su angustia como inescapable condición existencial. En «Un diente sobre el pavimento» se impone como tema el poder del instinto, la vieja sabiduría del cuerpo, en una trama donde un exsicario sentirá un auténtico alivio al constatar que no ha perdido su aura premonitoria, pese al ataque que sufre por parte de un nuevo tipo de agresores, simples aficionados con los que debe ahora familiarizarse. «No hay mañana» complementará esta propuesta, pues una pareja de ancianos se convertirán en depredadores de ocasión, satisfechos de recoger los frutos de la violencia —las posesiones del hombre que en apariencia los victimaría y que finalmente cae emboscado por sus rivales—, con la convicción de que lo mejor y único que tienen es su capacidad de supervivencia. El relato más desmoralizador de esta serie es sin duda «Nadie», la saga del destino cíclico del Vikingo, alguien a quien los usos y costumbres citadinos marginan y desgastan hasta la despersonalización absoluta.

Esta desdicha permea incluso uno de los títulos de índole erótica: «Calor callado». Allí, los rituales a los que accede la insatisfecha Tania, potenciados por los maullidos de una gata callejera en celo y el encuentro sexual de su hermano con otro hombre en la habitación contigua, la confrontan con el absurdo de permanecer sola, resignada al placer que le procura una sesión de autoerotismo en la que la figura del macho es encarnada por un vecino físicamente indeseable. En contraste, «Mal día para un velorio» narra la evolución del incesto civil que, en vista de la frigidez de Lorena, consorte de Marcos, cometen éste y su suegra Ofelia a lo largo de varios años, desplegando una carnalidad que no admitirá culpas ni aun ante el cadáver de la joven esposa. Por otro lado, «Paréntesis» brinda una acabada lección de erotismo basada en la sugestión sensual y, sobre todo, en la contención física, lo cual contrasta esencialmente con el cuento anterior. Sus practicantes, dos desconocidos que comparten mesa en un restaurante, se dejarán llevar por una suerte de seducción hipnótica que inicia el hombre y que la mujer acepta, lo que deriva en un acto sexual virtualizado para solaz de los amantes, siempre impolutos.

Desterrados le da cabida también a dos reposadas historias de amor. «Nunca había oído la letra» transcurre en una cantina en la que una elegante dama madura se propone dar, en la canción, con la divisa que el esposo ausente le compartía a modo de súplica para que lo sobrellevara durante su fase terminal. Una vez identificada la pieza, servirá como puente entre la pareja, subrayando con ella un profundo amor que la dama no dudará en ir a tributar hasta el mismo cementerio. No una canción, sino una carta, en «La madre del difunto», tendrá esa misma función conciliatoria. Un botarate termina en la cárcel de un pueblo minúsculo de Nuevo León, donde al cabo morirá por congestión etílica. La custodia del cadáver por parte de Lauro lo enfrentará a indagar en las zonas que el olvido veló hasta hacer desparecer años completos de la relación con su madre. Frustrado por no haber llegado a tiempo a despedirse de Josefa, Lauro accede a un ejercicio catártico al leer la comunicación que atribuye al hombre muerto: la misiva opera como un bálsamo que, en tanto variación de la magdalena proustiana, le ayuda a recuperar sus propios recuerdos perdidos. Gracias a ese puente inesperado —en realidad de la autoría del jefe de la policía, quien la escribió para su propia madre—, Lauro hallará más sentido a las lecturas que frecuentaba Josefa y, sobre todo, podrá recordarla tal como era de joven. Sin imaginarlo, durante su largo vagar, ha encontrado, en el mismo villorrio donde nació, la anhelada tierra prometida y, al fin en paz consigo mismo, el destino final de su existencia.

 

Desterrados, de Eduardo Antonio Parra. Ediciones Era, México, 2013.

 

 

Comparte este texto: