LIBROS / Desandar (poesía reunida), de Ricardo Yáñez / Carmen Villoro

El trabajo poético de Ricardo Yáñez me lleva de inmediato a una reflexión sobre la manera de concebir la poesía que tiene Ricardo y que coincide con su manera de hacer la poesía: trabajar el poema es trabajar la vida, escribir es una forma de vivir, y cuando digo «trabajo» me refiero a proceso, a ese acto de metabolizar la experiencia emocional y transformarla, como lo entendería aquel psicoanalista inglés, Wilfed R. Bion, que nada sabía de poesía pero sí mucho de la subjetividad humana, de esos procesos íntimos que abrevan en el cuerpo y que a través de un decantamiento lento y progresivo se van convirtiendo en palabra y pensamiento. Ricardo Yáñez no es un terapeuta formal, pero ha hecho de su arte una terapéutica personal y la ha extendido a la enseñanza del proceso creativo, como herramienta de autoexploración y de florecimiento de las potencialidades fundantes de sus alumnos. Los talleres que imparte Ricardo son memorables para todos y cada uno de los participantes en ellos, entre los que me incluyo, porque el aprendizaje obtenido no se limita a la producción y a la corrección de textos, sino porque en ellos lo que se produce es un conocimiento de la verdad íntima y lo que se corrige es el alma, que ahora se puede portar con mayor dignidad y ligereza. Esta manera de abordar el trabajo poético es toda una poética que viene, no de la adquisición de teorías y conceptos intelectuales, que también los tiene, sino de una genuina y muy particular forma de estar en este mundo en el que se está sólo una vez. Una vez, una vida habla de eso que es estar vivo. Parece una perogrullada, pero muchos andamos por estos rumbos que llamamos «vida» por convención, transitando por ellos medio muertos. Ricardo Yáñez recibe la experiencia de estar vivo con todos los sentidos y eso lo transmite en su poesía. Y aquí me acuerdo de la frase de Carlos Pellicer, un poeta luminoso que en el prólogo de su primer libro de poesía, Colores en el mar, afirma: «Tengo veinticinco años y creo que el mundo tiene la misma edad que yo». Poeta al que Ricardo conoce y admira. En los poemas de Ricardo están presentes el tacto y la mirada, el gusto y el olfato, y de manera tal vez sobresaliente el oído. ¿Qué pajarillo le cantó a Ricardo en el barandal de su cuna? ¿Qué voces dulces y armoniosas le tocaron el cuerpo, que le dieron la música como materia de existencia? ¿Qué flautas suavizaron en su espíritu el dolor de estar, mitigaron el sufrimiento, construyeron canales y andamios en sus paisajes interiores? Porque esta vida que Ricardo comunica es música, cuando lo leemos sentimos el ritmo de su respiración, tan cerca está su cuerpo. Él nos entrega sonetos, redondillas, coplas, décimas, romances, con tal gracia y soltura en la métrica y la rima que en él tanta formalidad se vuelve verso libre como si fuera un acto corporal básico y necesario. Sin embargo, la poesía de Ricardo no se queda atorada en la forma, no se le pega el flotador, digamos, recorre los registros sensoriales para elaborar imágenes y acceder por entero al registro simbólico de la palabra. Muy preocupado siempre por lo que la palabra dice y por aquello que deja de decir, Ricardo se conoce un ser hablante y significa el signo tanto cuando es presencia como cuando es ausencia. Es el valor que da al silencio musical, esa redonda blanca que sí es aunque no está, o más precisamente porque no está es que es. Los múltiples niveles en los que se mueve el discurso poético de Yáñez hacen de su poesía una constante sorpresa para el lector y son los responsables de ese sentido del humor que con frecuencia hace su aparición en el ánimo de quien disfruta su poesía.

Las seis y trece son de la mañana
y oscuridad nomás por la ventana
se ve de este soneto dominguero
en que no doy con puro su venero.
¿Un soneto? Nomás un argüendero
ponerse a trabajar desde temprano.
Y no por mucho, dicen… Pero espero
Que hoy sea la excepción y que verano

haga esta golondrina. Dieciséis.
Ya tres minutos llevo, tiempo ojéis,
no me perdona nada. Diecisiete.

Ya la batalla gano, aunque es un cuete
esto de hacer sonetos en domingo.
Son diecisiete aún. Dieciocho, y ¡bingo!

El poeta brinca de lo coloquial a lo filosófico, de lo profundo a lo trivial, de lo particular a lo universal, de lo sentimental a lo lúcido, de la sensatez adulta a la ternura infantil, pero sus cambios no son abruptos porque él encuentra las transiciones naturales de un registro a otro a través de la metonimia de la palabra o del puro sonido, como un mago que descubre la flor que siempre habita en el forro del sombrero, pero que nuestra rigidez no nos permite ver. Hay una sabiduría en la poesía de Ricardo Yáñez que lo hace un autor sencillo. Ajena a los rebuscamientos y al hermetismo de las vanguardias, la poesía de Yáñez es una poesía que se entiende y que se siente como propia. Desde sus canciones hasta sus aforismos, en su poesía encontramos al hombre, a la persona que escribe esos poemas, a ese que vibra y siente, que piensa y se pregunta. Sus poemas no son un artefacto que haya que desmontar para que no nos explote, son un platillo elaborado con los ingredientes necesarios para disfrutarlo y degustarlo, o una bicicleta en la que podemos montarnos y echar a andar. A veces parece un autor del Siglo de Oro español y a veces un coplero veracruzano, pero en esa versatilidad se sostiene su clasicismo muy actual. Tal vez por todo esto Ricardo Yáñez es un autor popular. Hubo un tiempo, quizás un periodo que abarcó el siglo xx en su totalidad, en el que ser popular se miró con cierto desdén desde las élites de la cultura, pero las miradas sensibles pudieron recuperar el valor de lo genuino que había sido tapado por los prejuicios de la «exquisitez» contemporánea. Yáñez es popular a mucha honra. En una ocasión lo oí decir que prefería, en todo caso, ser cursi a no decir nada. No lo es, Ricardo nunca es cursi, pero en esta declaración se revela su deseo de tocar afectivamente al lector, y eso sí que lo logra.
     Cuando lee sus poemas, Ricardo Yáñez se conmueve y se sorprende. No de él mismo, no por él, sino por el lenguaje y su expresión verbal. Lejos de cualquier certeza, Ricardo Yáñez se asombra nuevamente cuando nombra, y su conmoción es su manera de postrarse ante la grandeza de lo que la palabra dice más allá de ella misma. Ricardo es un vasallo y un servidor del lenguaje.

Desandar (poesía reunida), Ricardo Yáñez, Fondo de Cultura Económica, México, 2014.

 

 

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