En la obra de Daniel Espartaco Sánchez destacan títulos como Cosmonauta (Malaletra, 2012), Gasolina (Nitro/Press, 2012) o Autos usados (Mondadori, 2012). Al ser un escritor del norte de México, su obra literaria posee algunas características que coinciden con otros escritores nacidos en las mismas latitudes: esos inviernos desoladores, la violencia como telón de fondo o el desierto mismo.
Mucho se ha hablado acerca del redescubrimiento, en el marco de la literatura nacional, de ese otro territorio inhóspito, agrio, sensible a las influencias de los norteamericanos, a los autos importados y a las modas en la vestimenta. No obstante, el norte de México es mucho más que una extensa frontera: es el paso de la droga; es el límite de la ruta de los migrantes; es la línea en la que lo que somos se difumina con lo otro; y, hacia dentro, en nuestro propio país, los norteños poseen una composición emocional y lingüística (por mencionar sólo un par de rasgos) que también los separa de quienes nacieron en las provincias del centro y el sureste.
La polifonía de escritores que, como Daniel Espartaco Sánchez, nacieron en el norte del país (él nació en Chihuahua en 1977), dificulta hablar de una «literatura del Norte». La región geográfica aporta un panorama que puede ser recurrente o no en cada uno de ellos; pero la literatura no sólo se nutre de paisajes ni la incidencia del ambiente es asimilada y referida de idéntica manera entre unos y otros. Si la literatura se trata del manejo de la lengua, de temas y formas de narrar que vuelven específico el universo personal de un autor, debemos convenir que más allá de la situación geográfica existen rasgos que los diferencian, y ahí (en la diferencia) se asienta la riqueza de una literatura que da cabida a rostros y voces, a crestas y amaneceres vistos con ojos propios y asentados en el papel con rasgos particulares.
En el más reciente libro de Daniel Espartaco Sánchez, Memorias de un hombre nuevo, (Random House Mondadori, México, 2015), destaca, en primer lugar, la economía del lenguaje. La simpleza de los medios mediante los que el autor logra transmitirnos imágenes que insinúan la soledad de sus personajes, el desarraigo y la inutilidad de cambiar de panorama ante la certeza de que aun cuando se viaje mucho, muy lejos, y se quiera olvidar el pasado, lo que somos nos persigue para teñir de abulia todos los días que al futuro se le ocurran. La premisa de Cavafis, «Te seguirá la ciudad…», puede aplicarse a esta obra en la que los personajes centrales pugnan por huir de un marco geográfico que los oprime, pero sin olvidar las adherencias de su propia tierra.
Ejemplo de ello, en la novela que nos ocupa, es Miriam Urueta, quien —siendo joven e idealista— sale de México con la esperanza de encontrar en la República Socialista de Ruritania una sociedad que, guiada por las máximas del comunismo, sería más igualitaria. La decepción es previsible, el frío también. Lleva la soledad impregnada en su ropa de algodón con bordados típicos. Pero Miriam no viaja sola: está embarazada. A pesar de que cumple con los requisitos para practicarse un aborto legal, la naciente república festeja el nacimiento de nuevos prosélitos a tal grado que entre trámites burocráticos y sanitarios el tiempo para abortar se esfuma.
El niño. que se convertirá en nuestro narrador, aparece como un cebo para publicitar las noblezas de la República Socialista. Las palabras enfurecidas de Miriam a un periodista que desea entrevistarla se suavizan cuando el periódico las publica. Ponen en sus labios elogios a la república que ella jamás pronunció: ese niño nace bajo el signo de la nueva ideología. Sus raíces apenas en desarrollo ya comienzan a ser utilizadas como simiente de un hombre nuevo, en una sociedad que, en realidad, no se aparta de la sevicia que tanto critica en el vecino capitalista.
El narrador nos introduce en dos universos personales que se distancian por alrededor de treinta años. Nos narra sus primeros recuerdos, cuando le toman una fotografía fechada en 1981 y, por otro lado, a través de giros que contradicen la linealidad de la narración, describe su vida en la Ciudad de México. Cuando él y su madre han regresado al país, más aún, cuando se han terminado los años de aprendizaje al lado de una Miriam que ahora cuenta la edad de cincuenta y tres años y se ha quedado en Chihuahua.
Tal como habíamos adelantado en las líneas precedentes: el sueño de Ruritania se desvaneció. Resulta peculiar que el autor haya elegido una región imaginaria, como si los sueños de igualdad estuvieran encerrados en un limbo inalcanzable. La utopía no es algo que merezca los linderos de la tierra, ni éste es, hasta ahora, su reino.
Con la dureza propia del desencanto amoroso, político, académico y familiar, Daniel Espartaco Sánchez logra configurar una novela reflexiva. Regiones y tiempos, etapas en la vida de un personaje que están marcadas por una análoga sensación de frío, de vulnerabilidad. Por ello no resulta gratuito el epígrafe de Dostoievski: esa nieve derretida, amarilla, sucia, que dispara los recuerdos y nos permite reflexionar sobre las ilusiones perdidas; pero, también, sobre esos momentos de plena felicidad.
En Memorias de un hombre nuevo no hay hombre que pueda preciarse de serlo; salvo que la novedad se asiente en el descubrimiento, lúcido y descarnado, de una condición humana arraigada en el estatismo. Semejante a lo que Schopenhauer denominaba como presente perpetuo: esas generaciones que atraviesan el espacio temporal de la novela representan siempre la misma tragedia con actores más o menos diferentes.
Y la tragedia sucede como en la vida: se da sin grandes cataclismos. Lenta, se desenvuelve como esa lluvia que de tan fina sólo se ve por la luz de los faros que los automóviles irradian. Es esa lluvia que en palabras del narrador se llama«mojapendejos» y que todos sabemos que existe, nos salpica, nos enferma, pero difícilmente entendemos cómo llegó a ser tan constante y natural o, peor aún, cómo remediarla.