(Ciudad de México, 1955). Su libro más reciente es León de Lidia (Tusquets, 2022).
Pienso en la turba de creadores que han hecho maravillas con la palabra libro y con el objeto libro o que han usado esa imagen en reverberación con un campo metafórico. Inmediatamente, me brota el nombre de John Donne. Poeta metafísico inglés del siglo xvi que dejó para la posteridad, esa posteridad que somos nosotros, una comprensión espiritual y sensorial en el terreno espacial del deseo, del vínculo amoroso, casi como una ciencia entre los cuerpos que se tocan. Aquí me permito un excursus, una digresión, para recordar una traducción de Octavio Paz a uno de los poemas más bellos de Donne. «Elegía 19, antes de acostarse». No me propongo ahondar en el tema de la traducción, pero señalaré algo que siempre he disfrutado. El ver cómo Paz inventa, o más bien, reinventa, sin traicionar jamás su sentido. Lo hace con tal maestría y con tal apego al mundo del poema que sólo un flemático malhumorado levantaría la mano para esgrimir un J’acuse. Paz lo incluye en su libro Poesía y literalidad. «Es una adaptación al español y en muchos casos me aparto del original, aunque procurando encontrar siempre expresiones de valor equivalentes a las inglesas». He aquí el cierre magnífico de su traducción:
Quiero saber quién eres tú: descúbrete, Sé natural como en el parto, Más allá de la pena y la inocencia Deja caer esa camisa blanca, Mírame, ven, ¿qué mejor manta Para tu desnudez, que yo, desnudo?
Quienes tengan la tentación, cotejen con el original. Se quedarán de piedra. Cierro el excursus para retomar la imagen del libro, tema central de estas digresiones en las que evoco otro hermoso poema del metafísico inglés. Tiempo atrás, en un viejo texto, yo misma escribí de lo curioso que resulta el que trescientos años después de la escritura del poema «El Éxtasis» de John Donne, un polémico psicoanalista, Jacques Lacan, seguido, comentado y atacado por su corriente de pensamiento, haya encontrado en el lenguaje y en el contenido de este poema una forma de interrogación al deseo.
En su seminario del 12 de noviembre de 1958, Lacan decía que el poema, como género, ofrece el testimonio de una relación profunda del deseo con el lenguaje. Se preguntaba hasta qué punto esta relación poética «se ve siempre dificultada cuando se trata de la pintura de su objeto». Para él, la llamada poesía metafísica evoca mucho mejor el deseo si la comparamos con los alcances de la poesía figurativa que pretende representarlo. Vayamos al ejemplo, a cómo Donne emplea la imagen del libro entre dos cuerpos deseantes y reflexivos, si es que pueden convivir ambas condiciones en una misma acción.
En este poema se expresa un desafío: fundir el sueño del alma con el anhelo del cuerpo. Mezclar el sueño con el otro, ese otro que a su vez está escindido y debe unirse para poder aspirar así a la fusión con el primero.
Los misterios del amor crecen en las almas: pero el cuerpo es su libro. El cuerpo es su libro.
¿Dónde podría leerse esa unión espiritual sino en el cuerpo abierto del amante? Ese cuerpo como un libro que no sabe mentir, deviene en un enlace que Donne llama los misterios del amor y que nosotros podemos ver, aceptar, como los misterios del deseo. La imagen del libro abierto es el territorio donde el espíritu del otro, hecho carne y deseo, se manifiesta y permanece.
Pienso en otras imágenes de libros y lo primero que la memoria me impone son algunos títulos. Desde El libro tibetano de los muertos (siglo viii), el hermosísimo Libro de las preguntas de Edmond Jabés, hasta un experimento más reciente (1996) de Michael Krüger. Él decide enviarles a 46 escritores, de diferentes países, un número igual de dibujos del reconocido ilustrador alemán Quint Buchholz. Los dibujos tenían un tema en común: el libro. Los textos más célebres, en esta aceptación del juego, son los de Steiner, Kundera, Sebald, Sontag, Javier Marías, Ana María Moix o Carmen Martin Gaite. El libro de los libros. En la portada de la edición en castellano (Nórdica), el dibujo de un lector con sombrero vuela en una alfombra mágica diminuta. La alfombra que lo sostiene en vuelo es un libro.
Así llego, dando tumbos mentales, al arte visual. El primero en vislumbrarse es Anselm Kiefer, el controvertido creador alemán que ha enlazado su trabajo con la poesía. Pienso, por ejemplo, en su cuadro Margarete, anclado en uno de los poemas más estremecedores de Paul Celan, «Todesfuge (Fuga de muerte)». Podría hablarse de toda una biblioteca de plomo dedicada al poeta de Amapola y memoria.
Kiefer realizó esos y otros enormes libros y Daniel Nush, un joven oaxaqueño nacido en 1991, lo describe con exactitud:
Los famosos libros de plomo pesan trescientos kilos cada uno. Kiefer tiene una biblioteca de treinta toneladas. No es trivial que setenta por ciento de su trabajo sean libros […]. No una imagen sino una monumental entidad trabajada en plomo.
He tenido el privilegio de caminar por fuera y por dentro de esos libros atlantes en la Biblioteca Nacional de París. Los visitantes parados al pie, como si se tratase de una puerta, de una casa, de un edificio, de una ciudad, de una montaña. Los libros inabarcables como esas bibliotecas personales que nos fascinan y nos entierran al mudarnos.
Más cerca de nosotros, la artista italo-suiza afincada en México, Manuela Generali, ha pintado, por años, bibliotecas. Algunas parecen fantasmagóricas, son apariciones. Más que verse, se adivinan. Otras, muestran su figura, su espíritu, su perfil y su misterio, como aquel cuerpo tendido en el poema del inagotable John Donne.