Letanía del retorno

Adriana Díaz Enciso

(Guadalajara, 1964). En 2020 se publicó su traducción de El velo alzado, de George Eliot (UNAM, 2020).

Regresa. Ve por lo que es tuyo. Están abiertas las altas rejas de todos los jardines. Todos en flor. Entras vestida de blanco, encendida por un rayo de luz. Te sigue. Arranca destellos verdes de las frondas tupidas de los árboles. Arranca destellos cobrizos de tu pelo. Sientes su calor en la piel desnuda de tus brazos, y sientes también el frescor y la materialidad distinta de las sombras. Atrás quedó la casa, fuera y remota, la puerta abierta, la casa vacía y extraña, contenida en una burbuja de cristal. La casa como un grito. No la oyes ni la ves ni existe más. ¿Te ves correr? Corres. Como creíste no haber corrido nunca. Con tus calcetines blancos, los zapatos de charol con hebilla que presumes y no te cansas de mirar. ¿Te oyes reír? Escucha. Ésa es tu risa. Tu risa y el jadeo de la carrera y una algarabía de pájaros. Lejos, campanadas. La forma en que el aire se queda quieto para oírlas reverberar.

Alza la vista, gira con el cielo que es uno con tus ojos. Mira cómo las flores son más altas que tú; oye cómo ríen, cómo cantan. Son tuyas. Las arrancaste de las páginas en que viviste entonces, en esa convalecencia de una fiebre ajena donde el encantamiento vino por ti, te cambió por otra, te hizo una de su estirpe. Mírate volar montada en un caballo de madera. Mírate dormir en una caja de cristal. Mírate descalza en la caravana del circo, diciendo adiós adiós, tocando alegre el pandero, la frente de flores coronada. Mírate descubrir la gravedad del mundo en un rayo de sol, en el fulgor que arranca de un muro, la forma taciturna en que enuncia la tarde. Mírate entender la absoluta realidad de las cosas en el brillo como vidrio molido en el suelo rojo de un patio; en la lluvia que cae de noche en la ciudad, el prolongado sisear de las llantas sobre el asfalto mojado, el lento baile de las gotas que se dejan caer, oscilantes, como queriendo hablar, su mínimo contorno iluminado. Regresa. Entra al jardín, al sueño. Tus pasos marcan el camino.

Te guiarán las canciones, el misterio de las voces y un raudal de emoción desconocida. La voz entretejida de los muertos. La voz de cristal de los fantasmas. Sigue el olor penetrante de esas flores inmensas color carmesí, esa desazón que te despiertan. Despierta al olor de la cocina a la que nunca volverás, el sol que irrumpe por la ventana enorme y todo lo ilumina: las palabras prohibidas, los cerrados corazones. Sigue el olor de las casas ajenas, con sus guisos y sus muebles, la vida de otras familias donde el tiempo transcurría de otra manera y tú imaginabas algo que era la vida toda pero no estaba ahí exactamente, ni afuera, aunque estaba en todas partes a la vez, insistente como un ansia. Estaba en los jardines, las fiestas y el griterío, tu miedo a las piñatas, el niño que murió de miedo al roce de la mano de su hermano, jugando a las escondidas en una fiesta igual, pero eso venía de un libro, y los libros eran la historia y el olor del papel y de la tinta; eran el gozo, el miedo y el gozo del miedo, porque eran las suyas sombras con sustancia, con algo dentro que latía y que nadie más que tú podía tocar. Mírate en el centro de la confitería, absorta en el olor de las figuras de azúcar que es el olor de la fiesta, llegar a la casa de otros niños, otra vez bajo el ojo omnipresente del sol, los globos, los regalos y esa timidez de animalillos que hacen por conocerse, tu falda y tus zapatos y un dolor de huesos, la promesa del pastel, la gelatina, y dentro esa conciencia del cielo azul arriba, la presencia quieta de un árbol y la danza de la brisa en sus ramas, una soledad de no correr llevada por el júbilo para caer en brazos abiertos y amorosos; todas las escenas que no iluminó el sol.

Tenías las otras, las que se abrían siguiendo las letras con la punta del dedo. Regresa. Al olor de la hierba en un día de campo, la excursión del colegio o de camino no sabes a dónde por una calle donde lo agreste se dejó crecer. La niña huérfana en la montaña con los pastores, donde el sol habría de tener otro brillo y el cielo otra transparencia; el almuerzo de pan, leche de cabra y queso; dormir en camas de paja y la felicidad como un cielo que se expande. Vuelve. Toma lo que es tuyo. El gozo aprendido de a solas adentrarte en el bosque, en el peligro, y salir con bien; de las historias donde fuiste tantas, inmersa en el ser de innumerables criaturas, humanas y no (troles de nariz y vientre enormes, el mago huraño que llora por el rubí perdido, la belleza). El despertar del mundo al salir del letargo de la nieve; un jardín nocturno, guirnaldas de luces colgando entre los árboles y, arriba, la luna como un espejo de plata pura. Había estrellas en el cielo. Había un cielo. Regresa.

Al jardín, a las historias. Las que empezaste a contarte, hipnotizada; a las canciones un poco antiguas, un poco tristes, para habitar el mundo anchuroso más allá de tu casa aunque también fuera parte de la historia ese jardín, cuando estaban aún de pie los dos duraznos y era dulce la flor y dulce el fruto, aunque el recuerdo te da miedo y te atenaza la garganta. Asómate, como al pozo insondable donde estaban, mudos, todos los ahogados. No hay fotografías. No sabes si aún existen, te da miedo volver a un pasado donde te falta el rostro, pero tienes el recuerdo y el sabor del recuerdo. El sabor ácido de esos caramelos rojos y muy duros, junto al lago. Las tormentas que hacían retumbar el cielo y derribaban árboles y dejaban luego la ciudad rendida de frescura, las calles que espejeaban y una especie de dulce melancolía. Los sueños infinitos viendo el mundo por la ventana trasera del auto. Los pirules tan altos bordeando el patio del colegio, los conos que soltaban, diminutos, que parecían hechos de papel, madera pálida, y que formaban frágiles pirámides si los ensartabas uno en otro. El misterio que espoleaba tu hablar bajito a solas, un reino donde todo lo frágil y lo extraño te hacía detenerte y mirar.

Había reinas, todas crueles, y princesas, caprichosas unas, otras encerradas para siempre en lo alto de una torre. Cantaban con la boca cerrada, un canto triste que se deshacía en el cielo muy azul y entre las nubes. Había una diosa bellísima y temible que quería arrancarte los dones que el hada dejó en tu cuna, uno por uno. Como dientes. Y un títere que hiciste con tus manos, cabeza redonda de hielo seco que rechina. Había el sabor de arroz con leche, la canela. Había un conejo blanco. Reír con las bromas de los grandes que no entendías, por reír con ellos, por ser parte de todos. Hacerlos reír por un anhelo igual. Había niños huérfanos que siempre querías ser, que siempre eras; niños que recorrían un mundo hostil y extraño con zapatos rotos, con libertad, con ojos muy abiertos. Niños en internados oscuros y enormes como castillos. El niño arrancado del tronco de un árbol que, hecho de carne, escapa. Siempre quieres volver, asomas a ese mundo hechizado por una ventana que se han olvidado de tapiar, como si algo infinitamente hermoso estuviera ahí suspendido, a tu espera, algo que es enigma y lágrimas también, también oscuridad y sufrimiento, algo como un cielo azul cobalto muy oscuro pero lleno de estrellas, otra vez las estrellas, los niños que de noche salen volando por la ventana; algo como ventanas encendidas de luz ámbar en las casas de países muy lejanos, calles viejas de piedra que suben empinadas hasta un puente que no has visto jamás pero que sin embargo ves, nítido, con un todopoderoso anhelo de llegar. Un lugar al que quieres entrar o del que no logras salir, un país donde hay algo perdido, un silencio que no encaja, donde cantas y temes, dibujas, observas, cargas una muñeca o una asombrada soledad.

Guirnaldas de papel azul y blanco tendidas de una acera a otra. Niñas vestidas de blanco; le llevan flores a la Virgen, tú entre ellas. Tú la niña de esa película en blanco y negro que ve a la Virgen aparecer en una gruta. Tú en tu vestido de pastora, que no te querías quitar. Luces de navidad; el olor caliente de los focos de colores en el árbol, el resplandor dorado de las lámparas, un abrigo rojo para el frío que era siempre el frío de otro país, nieve y trineos. Un reino portentoso que exigía los dibujos, los cuadernos, las historias, todos todos los libros, o perderte en ese circo pequeñito de cartón con todas sus figuras, leones y domador, los trapecistas, una bailarina parada en la punta de un pie sobre el lomo de un caballo, el telón pesado como oro desteñido que venía desde antes, desde allá, desde donde venían todas las historias a mezclarse, a enredarse en tus juegos, en el botar de la pelota de la matatena, en las muñecas de papel con sus vestidos. Los fantasmas, países de fantasmas y de sombras y casas prodigiosas con torres de ladrillo rojo y elaborados aleros ennegrecidos por los años; países de bosques y sirenas y peligrosos tesoros bajo tierra, con árboles que dan joyas como frutos; países de nieve, de niñas que mueren en la nieve y niños que se pierden entre árboles oscuros con ramas como brazos, troncos con rostros que hablan pero no indican el camino, bosques habitados por sí mismos y pájaros nocturnos que te siguen. Países de magos poderosos y desesperados, la espada firmemente encajada en la piedra. Los cómics con los personajes recortados, multiplicados para hacer más y más historias; bosques más gentiles con simpáticas brujas de papel. La costra de azúcar en el pan dulce de la merienda y la languidez indescriptible del crepúsculo. Los charcos que dejó la lluvia. El solitario botar de una pelota. El olor de la cafetería de un hospital. La canción en tu cabeza al subir las escaleras, tus formas de cantar el desamparo. Viajeros en un vagón de tren rumbo a un país que no conoces. La víbora que se dejó caer de un árbol centenario.

Todas las historias: las dulces las de hadas las macabras, las que no eran de niños, las antiguas fábulas, todo girando en tu cabeza, un universo que multiplica el sentido sustentado por rayos de luz. Regresa por lo tuyo. Ninguna sombra lo ha manchado. Vuelve a las historias de esos niños huérfanos, de los niños que sufren: algo buscas ahí, algo que siempre los redime, que los salva; un ángel invisible, una mirada. Entonces te fue dada la belleza. Ve por ella. Moneda de oro en tu puño. Te atraviesa la piel su resplandor. Nada la herrumbra. El oro es tuyo. Es el sol. El sol que te alumbraba y el sol dentro de ti, a merced de nadie nunca. Regresa a las historias y al asombro. Sabe que también sufrían los que hicieron las historias. Escucha la historia oculta del sufrir transmutado en joyas. Regresa a ese silencio, el latir del encantamiento en tu retina. Por él estás aquí, del lado del mundo y del asombro. No triunfó el odio, la locura, la desdicha. Respira. Existe el ángel guardián. Te sigue arropando cada noche; te acompaña en el viento y el sol y entre las flores, donde nadie desea nunca verte muerta. De ahí viene, pese a todo, tu alegría. No te la quitaron. Regresa, recobra el tesoro, despliégalo en tu falda, deslumbrante. Engárzate en la luz. Te pertenece.

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