Más allá de las consideraciones comerciales ligadas a la publicidad, la mercadotecnia, la facilidad o dificultad de lectura y la disponibilidad de una traducción (en su caso), siempre son algo misteriosas las razones por las que una obra literaria es conocida, reconocida, ignorada, o bien, se vuelve un secreto bien guardado, tanto en el tiempo histórico como en el espacio geográfico. En el continente americano, un ejemplo claro del aparente capricho que parece regir el destino de muchas obras literarias es el trabajo de la novelista, cuentista, ensayista y dramaturga francesa de padre senegalés Marie Ndiaye. Con dos novelas traducidas al español (La hechicera, Siruela, 1999; y Tres mujeres fuertes, El Acantilado, 2010), Marie Ndiaye es, sin embargo, escasamente conocida entre los lectores latinoamericanos. No así en su natal Francia, donde ha sido galardonada con el prestigioso Premio Fémina en 2001 por su extraordinaria y temible novela Rosie Carpe, y con el Premio Goncourt (máximo premio literario otorgado en su país) en 2009, por su novela-tríptico Trois femmes puissantes. Asimismo, su obra de teatro Papa doit manger es la segunda obra escrita por una mujer que ha sido incluida en el repertorio de la Comedia Francesa.
A sus escasos diecisiete años, cuando estaba por publicar su primera obra, Marie Ndiaye fue considerada una promesa
—precoz, si las hay— de la literatura francesa contemporánea. En ese tenor, uno no puede dejar de recordar de inmediato a Arthur Rimbaud, quien, siendo adolescente, todavía se quemó rumbo al infierno metafísico para escribir una de las obras poéticas más sobresalientes escritas en la lengua de Molière. La Ndiaye ha estado a la altura de ese estrellato anunciado en su juventud, si bien su escritura sólo puede embelesar a los conocedores, pues su obra —alejada de toda clase de facilismos— pide lectores cultos, refinados y exigentes. No estamos, por ende, ante una escritora sin letras de nobleza en su continente natal. Pero hay, huelga decirlo, un desfase abismal entre la calidad literaria que nos regala Marie Ndiaye casi como un tesoro envenenado y la poca difusión (y traducción) de sus títulos entre los lectores hispanoamericanos.
He leído hasta la fecha cuatro novelas de Marie Ndiaye en su lengua original. Debo confesar que quedé todavía más hechizada con sus textos que el padre de Lucie, la bruja protagonista de la novela La hechicera, que inicia a sus frívolas hijas adolescentes en las artes del encantamiento, de la metamorfosis y del sortilegio cuando éstas llegan a la edad en que, por tradición, deben ser instruidas en los oficios esotéricos. Sin embargo, el verdadero truco de pasapasa no lo efectúa la bruja Lucie (que llora lágrimas de sangre cuando tiene una visión a distancia), sino la propia narradora aludida, con lo que yo llamaría un verdadero «encantamiento verbal y metafórico». La Ndiaye es capaz de empalmar a la perfección una fábula de corte fantástico con una narración digna del más puro, más crudo, más concreto hiperrealismo. La magia y el realismo antimágico que pide la postmodernidad se codean extraña y magistralmente a lo largo de la obra novelística de Ndiaye. Esa fractura cosida con zurcido invisible invoca en mí la imagen de un esposo y una esposa casados desde hace cuarenta años, pero que no supieran que viven en la misma casa y no recordaran el momento de su boda, unidos por votos que pronunciaron mientras estaban dormidos, somnámbulos o inconscientes.
La tensión dramática está en la narrativa ndiayiana tan finamente hilada que el lector con trabajo se da cuenta a qué hora la trama pasa del cuento de hadas a la realidad más concreta, de lo verosímil a lo cabalmente inverosímil. Y para desplegar, cuan anchas son, sus dotes cuentísticas, la autora hace gala de un estilismo casi anacrónico en el que brilla un lenguaje pulcro y altamente literario. Pese a los bruscos saltos narrativos que caracterizan la obra (y que no tienen que ver con el realismo mágico, sino con una cesura mucho más tajante entre lo materialmente o psicológicamente posible y lo material o psíquicamente imposible), el lector nunca se siente defraudado. Esa habilidad de conversión, de constante canje entre lo increíble y lo increíble, es tal vez la hazaña más asombrosa del quehacer novelístico de Marie Ndiaye; es, sin lugar a dudas, su rasgo distintivo, lo que hace de esta autora una novelista única en su género. Ella logra hacer un palimpsesto perfecto con dos historias hábilmente entrelazadas, que pertenecen sin embargo a dos géneros distintos, dos registros diametralmente opuestos: se unen en una sola trama factible una historia digna de la más estrafalaria tradición del cuento fantástico (cuando no de la mitología más estrambótica, léase aquí la de dioses que se sacan hijos del muslo), y otra donde se dan sucesos cotidianos, dramas llanos en los que la presencia de elementos sobrenaturales resultaría inconcebible.
En Rosie Carpe, por ejemplo, unos personajes periféricos muestran de pronto un cambio radical de personalidad, difícil de creer. Pero, milagrosamente, esa transformación casi mágica e inexplicable no compromete la mezcla de compasión y aversión que el lector se ve casi forzado a sentir hacia la protagonista desvalida de la novela, una protagonista tan moderna que podría ser la vecina de la esquina. Sin razón aparente, estos personajes vicarios —que casi son extras, pero explican gran parte de la tragedia de la novela— experimentan un rejuvenecimiento inexplicable que evoca la ingestión del elixir de larga vida o de la panacea alquímica. Y lo hacen mientras se desenvuelven como si nada en medio de un drama familiar tan real, tan contemporáneo, tan actual que parece sacado de la nota roja del periódico local o del consultorio de un terapeuta moderno.
En La hechicera, el mismo procedimiento literario es aplicado, otra vez con suma maestría. Unas hijas portadoras de celulares —insertadas de lleno en los valores de la sociedad de consumo, la tecnología cibernética y el frenesí que suscitan la moda o los objetos de marca— se vuelven de pronto cuervos. Por sus poderes sobrenaturales, son capaces de emprender vuelo a su antojo, mientras que otra mujer en su entorno, completamente normal e inocua bajo la pluma experta de la Ndiaye, puede convertir a un hombre en alimaña con un simple encantamiento. Gravitan a su alrededor otros personajes tan terrenales que jamás podrían encontrar un rol en una obra mínima fantasiosa, pero la autora encuentra la manera de darles un papel en una narración fantástica sin que el lector se dé cuenta del pastiche.
En la novela En famille, la protagonista —muy anclada en su poco glamurosa vida de mesera— pasa, sin previo aviso, del estado más carnal al de espíritu capaz de atravesar paredes. De pronto, un personaje sin dones imaginativos se convierte en espectro con la naturalidad con que una sustancia pasa del estado líquido al gaseoso. La hagiografía, la angelología y los bestiarios fantásticos nunca se alejan de las historias que cuenta Marie Ndiaye. En Tres mujeres fuertes —aunque los relatos del tríptico que componen la novela no remiten nunca a cuentos de hadas o hazañas sobrenaturales—, una de las tres protagonistas, víctima de explotación y de un maltrato rayano con la inhumanidad, es equiparada con un ángel. Con los recursos propios de la poesía, la autora alaba su grandeza de espíritu, su habilidad de vencer los avatares de la materia: «[Su] característica, menos que un soplo, apenas un movimiento del aire, era ciertamente la de no tocar tierra, flotar eternamente, inestimable, demasiado volátil para estrellarse nunca».
Así como la obra novelística del sudafricano J. M. Coetzee gira sin cesar alrededor de los conflictos de jerarquía (el blanco sobre el negro, el hombre sobre la mujer, el ser humano sobre el animal, el colonizador sobre el colonizado, el cuerdo sobre el loco, los padres sobre los hijos, el sano sobre el moribundo, el poderoso sobre el desvalido, el de cuerpo entero sobre el mutilado), la obra de Marie Ndiaye explora reiteradamente las mismas obsesiones. Su trabajo narrativo se explaya alrededor de temas recurrentes, ¡y cuán modernos, además!, entre los que podemos destacar los tópicos siguientes: las migraciones acarreadas por la descolonización y la disparidad económica entre continentes (cuyas vertientes son el desempleo, el racismo y otras formas modernas de esclavitud); el maltrato infantil (que hunde sus raíces en el desamor, la violencia de género, la desintegración familiar, la depresión, el vacío existencial y la angustia); la trata de personas, el hostigamiento y el comercio sexual; y, last but not least, el fanatismo religioso. Esos temas van y vienen en la obra de la Ndiaye como ingredientes de una receta digna de la más alta gastronomía literaria.
Fina observadora de la sordidez bajo sus múltiples facetas, Ndiaye hilvana en su telar de palabras una poética que es, a la par de su corte humanístico y sociológico, un compendio de interioridades. En su mesa de quirófano narrativa, la autora diseca el corazón del hombre. Descuartiza, sin tratar de remendarla, el alma humana. No hay intimidad, sentimiento, emoción, sobresalto afectivo, tipo de lágrimas, que no esté abordado sutil y largamente en su discurso literario. Estamos ante una obra lunar, profundamente femenina, donde lo que siente el personaje —es decir, sus altibajos y conflictos emocionales— se vuelve el eje mismo de la trama. No es casualidad que Rosie Carpe (novela aún no disponible en español, pero sí traducida al inglés) haya ganado el Premio Fémina, un galardón reservado a una obra de ficción o poemario de lengua francesa, cuya característica es que su jurado calificador siempre está compuesto exclusivamente de mujeres. Tenemos aquí tema para las controversias que suscitan —y seguirán generando mientras haya machismo y repulsión hacia lo arquetípicamente femenino— la problemática del género.
Aunque se baña constantemente en las aguas del afecto, la obra de Ndiaye es, indudablemente, todo menos complaciente, todo menos melosa: me atrevería a decir que se constituye esencialmente como una denuncia feroz de la incapacidad de muchos de sentir amor. Hablando de padres que abandonaron a sus hijos a su suerte, la narradora dice, en el escalofriante thriller psicológico que es su obra maestra Rosie Carpe: «pero porque eran incapaces de amar [a sus hijos] lo suficientemente como para temer verlos extraviarse, para temer otra cosa que no fuera el escándalo, aunque ese escándalo fuese, para éstos, una fuente de desgracia más grande aún que el escándalo en sí». Las descripciones de negligencia y maltrato infantil que constelan la obra de Ndiaye son tan conmovedoras que a veces parecen versos extraídos de un poema de amor.
Marie Ndiaye no escatima recursos para arrastrar a sus lectores en una montaña rusa emocional donde, incautos, éstos pasarán alternativamente de la identificación o la empatía a la condena vehemente o el rechazo visceral; de la indulgencia a la incomprensión; de la lástima a la admiración, y viceversa. La escritora argentina María Negroni dijo en su novela El sueño de Úrsula que escribir es una lucha entre el deseo de herir y el de agradar. Los grandes escritores como Marie Ndiaye ponen esa máxima en práctica. Saben cauterizar su producto con un barniz de belleza. Y cuando hablo de belleza me refiero al giro poético, a la maestría estética de la prosa ndiayiana. Refiriéndose, por ejemplo, a la angustia, escribe: «Le parecía a él tener en el pecho una piedra, enorme, rugosa, que lo volvía más pesado».Hablando de la necesidad de guardar la compostura y salvaguardar las apariencias, dice:«Su cama muy alta y muy ancha, dura como una piedra plana, tendida y arreglada cada mañana apenas despierta ella, había sido escogida para guardar la nobleza de su cadáver, cuando llegara el momento». Hablando de los ángeles guardianes, diserta con estas palabras:«Están entre nosotros, puros espíritus, y se dirigen a nosotros con el pensamiento, incluso en la mesa, incluso para pedir la sal y el pan».O bien:«¿Quién es tu ángel de la guarda […]. ¿Cuál es su nombre y cuál es su rango en la jerarquía angelical?». Hablando de un revés del destino, comenta: «[Él] había descuidado a su ángel, tratando a su perro con más consideración, por lo que tuvo un final tan triste, ya que su ángel lo había perdido de vista o se había agotado buscándolo entre las tinieblas de la indiferencia y del pragmatismo».Describiendo una nostalgia casi aséptica del pasado, escribe: «En realidad, él nunca había sentido allí repulsión hacia lo que fuera, como si la alegría, el bienestar, la gratitud hacia los lugares hubiese quemado con brillo purificador los gestos habituales». Estamos aquí ante una finura estilística, una prosa que se desenvuelve como gemela siamesa de la poesía, aunque sea ciertamente perversa. La Ndiaye se saca de la manga esas frases con alto sentido de lo metafórico y lo simbólico para que el lector —pese a la dureza de sus juicios, la aspereza de sus palabras, la innegable sordidez de sus historias— pueda aceptar la ofrenda sin huir despavorido.