a mi tío Jorge Cubillas Escalante
Cuando tenía ocho años recibí una postal de Europa. En ella aparecía un castillo sobre un gran río. Atrás me escribió el tío Jorge, hermano de mi madre, con esa letra perfecta de arquitecto, que ése era el castillo de Sigfridbourg en el Rin, donde había vivido Genoveva de Brabante, esposa de Sigfrido de Tréveris. Aquella heroína que había logrado huir del castillo antes de que la mataran y que había vivido muchos años con su hijo en una cueva, alimentados por una corza. Una tarde, ya de regreso de Europa, el tío Jorge llegó a Orizaba cuando la niebla se comía la ciudad. Tomamos café y escuchamos por horas sus aventuras del viaje. Ya de noche le pregunté sobre el castillo de Genoveva de Brabante y él me narró, con sus grandes atributos de cuentista, aquella maravillosa historia. Al poco tiempo me encontré con un disco: Sigfrido, extractos, leí en la portada y recordé la postal, le pedí a mi madre que lo comprara y ella, asombrada, lo compró. Fue la primera vez que escuché a Wagner, y quedé transformado. Y por algún tiempo pensé que la ópera de Sigfrido estaba basada en la historia de Genoveva de Brabante que mi tío Jorge me había contado. Se lo pregunté en otra ocasión y me dijo que sí, que Wagner se había basado en esa historia para escribir su obra. Así fue que de niño escuché el gran drama musical en alemán cientos de veces imaginando la vida de la heroína del Rin. Fui comprando otros discos de Wagner y de otros compositores, y fui creciendo, y entonces me di cuenta, como sucede tantas veces cuando la infancia nos abandona, que era mentira, que el Sigfrido de Wagner era mucho más complejo que aquella historia infantil, pero ya no había vuelta atrás. Muchos años después, mientras desayunábamos en casa de mi abuela, le reclamé a mi tío aquella mentira, él se rio muchísimo y me dijo, acomodándose los lentes: «Quién iba a decir que una postal te acercaría a uno de los más grandes compositores de todos los tiempos».
Gracias a mi tío Jorge conocí a Gustav Mahler, gracias a él pude escuchar en vivo a la Orquesta de Filadelfia interpretando la Quinta sinfonía de Tchaikovsky, dirigida por Eugene Ormandy, y pude escuchar de pie el Himno Nacional de México interpretado por la Filarmónica de Tokio. Gracias a él pude estrecharle la mano a Alexander Slobodyanik, a Narciso Yepes y a Vicente Spiteri. En una ocasión escuché en su tornamesa Marantz, con los ojos húmedos, un disco donde la respiración de Leonard Bernstein, como otro instrumento, se advertía mientras dirigía el segundo movimiento de la Sinfonía número cuatro de Brahms. Ahí, en ese lugar, en el refugio del tío Jorge, lleno de figuras de Egipto y cuadros de Leonardo Nierman, podías descubrir las zapatillas de ballet de Margot Fontaine, una batuta de Karajan, una carta de Mozart, una partitura de Schubert y cientos de discos.
Uno se dejaba llevar por la voz de mi tío Jorge. De la mano de esa voz podía caminar plácidamente por el bosque con el sordo de Bonn, mirar con terror a Schumann lanzarse al Rin, asombrarme escuchando a Martha Argerich interpretar el Concierto del Río Amarillo en la Ciudad Prohibida o espiar a María Yudina mientras grababa con una orquesta improvisada, en una noche, el Concierto para piano núm. 23 de Mozart para poder entregarle, al día siguiente, el disco a Stalin.
En una ocasión alguien le dijo a mi tío Jorge que por qué no se modernizaba, que habían salido los cd, que el sonido tenía mejor fidelidad que los discos de acetato. Mi tío contestó que en su equipo se podía escuchar hasta un parpadeo de María Callas y, a veces, si se tenía suerte, se le podía ver.
Él tenía una frase que hace poco recordé: «La música siempre me dice lo que debo sentir». Más que amar la música, mi tío Jorge le dio el lugar exacto dentro de su mundo, y esto lo supo heredar a muchos de nosotros.
Hace algunos años mi tío Jorge decidió terminar su vida. ¿Por qué? Nadie lo supo. A mí me gusta pensar que fue por un desamor y no porque estaba hastiado de la existencia. No avisó a nadie, se encerró en su guarida y dejó de comer. Dicen los vecinos que pensaron que estaba de viaje, porque no se escuchaba la música que siempre invadía el edificio. No creo que haya logrado vivir sus últimos momentos en silencio. O quizá sí, quizá llegó a concebir la música como algo que debe estar sólo dentro de la cabeza de los hombres, no lo sé. Lo que sí puedo decir es que hoy, cuando los compases del preludio de Sigfrido se escuchan dentro de mi cabeza, la imagen de aquel castillo de Genoveva de Brabante y aquella letra perfecta aparece ante mis ojos y vuelvo a emocionarme con la historia como cuando tenía ocho años. Tenía razón mi tío Jorge: «La música siempre me dice lo que debo sentir».
Y un poco por eso es este libro.
Leído en la presentación del libro Antes que el oído, en el Patio Barroco de la Universidad Autónoma de Querétaro.