(Ciudad de México, 1957). Su libro más reciente es Nueve pájaros en una esfera de cristal (Mano Santa Editores, 2022). «Le isole di un giorno» forma parte del libro El huso de Andrómeda, que la editorial Pre-Textos publicará en España este otoño.
Supe de Emiliana D’Amalfi por Guillermo Fernández. Un día, en el verano de 2001, me llamó por la mañana a mi oficina en la librería del fce donde entonces trabajaba. Luego de un veloz saludo me lanzó la frase que, en boca del querido poeta y traductor, era siempre una invitación a la vez gentil y apremiante: «¿Cuándo vienes a casa? Quiero que asistas a mi taller de traducción y, además, tengo algo que va a interesarte». Un par de semanas después estaba yo en Toluca, en el minúsculo departamento de Guillermo. Luego de servirme el tequila de rigor me alcanzó un sobre de papel estraza bastante maltratado. Lo abrí y extraje una libreta Moleskine de pastas negras. Al hojearla noté que estaba escrita con una minuciosa y pequeñísima letra Palmer, difícil de leer. «No te claves, maestrito», me detuvo, con un guiño, «ya leerás con calma cuando te la lleves de regreso a Guadalajara. Antes, déjame te cuento lo poco que sé sobre la autora; se llama —o se llamaba— Emiliana D’Amalfi».
Y luego de vaciar su caballito comenzó, como era su costumbre, con el largo relato que aquí resumo. Guillermo Fernández vivió en Florencia, Italia, entre 1978 y 1982. Su propósito principal era traducir una antología de la poesía italiana del siglo xx. Así fue como conoció al gran poeta Mario Luzi, «el representante mayor del hermetismo florentino», y a otros más relacionados con él y esa importantísima corriente literaria. A Luzi le gustó el arrojo del traductor mexicano y lo invitaba con frecuencia a tomar el té y algún vino en su departamento, situado —según recuerda Guillermo— en Via Bellariva, muy cerca del Arno. Una de esas tardes se topó en el recibidor del edificio con una joven de unos veinte años que le llamó la atención «por la espesura de su cabello corvino» y por algo más, que Guillermo interpretó como «una actitud desafiante». Tomaron juntos el ascensor y, al entrar, la muchacha oprimió el botón del cuarto piso, que era el de Luzi. Cuando se abrió la puerta, el poeta florentino los recibió con una sonrisa y los invitó a pasar. Ante la visible inquietud de Guillermo, Luzi explicó que la joven se llamaba Emiliana y era la protégée de Piero Bigongiari, el poeta y mecenas italiano. «Es inteligente y una poetisa con recursos», añadió Luzi, «pero es una pena que sólo escriba en francés pues, lo dice ella, es la única lengua para la poesía, ¿puedes creerlo, caro Gugliemo?». De esa tarde, Guillermo sólo recuerda la nariz fina y los ojos profundos de la muchacha, que miraban «como si ya lo supiera todo» y la suficiencia con la que hablaba de Mallarmé, a quien consideraba «il più grande poeta di tutti i tempi».
Guillermo volvió a ver a Emiliana una vez más, en la librería Libri Dimenticati a la que solía acudir en busca de ediciones de segunda mano. Pronto distinguió la figura esbelta de la joven, que «vestía completamente de negro, con botines, pantalones ajustados y suéter de cuello alto, como un muchachito de esos que se hacían llamar beatniks». Luego de saludarse y sin que mediara pregunta, Emiliana le contó que buscaba libros en inglés y alemán, lenguas que estaba aprendiendo, ya que pronto iría a Roma «a estudiar filosofía y matemáticas en La Sapienza». A Guillermo le encantó este giro vocacional de la joven y la invitó —con las pocas liras que llevaba— a tomar un espresso en la cafetería vecina. Contra lo que podría pensarse, la conversación no giró en torno a la poesía, sino sobre el origen del nombre de Emiliana. «Mi madre es una profesora de francés y de ella heredé la facilidad para aprender idiomas; mi padre, ingeniero agrónomo, era un comunista apasionado por la historia de las revoluciones. Siempre quiso tener un hijo varón y nombrarlo como al guerrillero mexicano que se levantó en armas para defender a los campesinos de tu país». «¡Emiliano Zapata!». «E poi sono nata una donna». Guillermo recuerda que al despedirse la muchacha le dijo que le gustaría visitar México y viajar «muy al sur, hasta la ignota Patagonia». No se volverían a ver.
Tiempo después, pocos días antes de su regreso definitivo a México, Mario Luzi le entregó a Guillermo el sobre cerrado que contenía la libreta Moleskine. En la cubierta había sólo una inscripción:
G. Fernandez. «La he revisado unas cuantas veces», me confió, «pero me cuesta un enorme trabajo descifrar esa caligrafía liliputiense y, además del italiano, lo poco que entiendo está redactado mayormente en francés, inglés y hasta en algo que se parece al alemán, idiomas que, como sabes, me son ajenos». Al hojear la libreta, ante la mirada impaciente de Guillermo —quien ya había dado por terminada esa plática y quería comentar conmigo una reciente, aunque dudosa, contratación de un nuevo defensa para las Chivas—, noté que se trataba en su mayor parte de líneas sueltas, anotaciones, aforismos… Regresé a Guadalajara unos días después, guardé la libreta en un cajón y… la olvidé. Quizá porque pensé que un buen día, lupa en mano, revisaría con «ardiente paciencia» esa maraña de textos.
Pasaron los años. Vivo ahora en San Antonio Tlayacapan, a orillas del lago de Chapala. Compuesta de cuarenta cajas —libros, viejos cuadernos, revistas, papeles de intrincada procedencia—, la enésima mudanza me deparaba una sorpresa: entre dos ajadas carpetas y algunos ejemplares del hoy olvidado suplemento cultural Nostromo, emergió de pronto el sobre y, en él, la libreta Moleskine. Confieso que al abrirla no pude menos que experimentar un acendrado desconsuelo al recordar aquella tarde en compañía de Guillermo, tan violentamente arrebatado de nosotros. Casi de inmediato puse manos a la obra y comencé por copiar las líneas en inglés y en francés que, tal como había previsto —mediante la ayuda de una lupa—, podía descifrar. Ofrezco aquí cincuenta de ellas. Dejo muchas más, escritas en italiano y en «algo que se parece al alemán» para futuros traductores. Confío en que más allá de mi tentativa se impondrá la enigmática energía de un pensamiento a todas luces autónomo y dueño de una singularísima dicción, que, sin lugar a dudas, hubiera hecho las delicias de mi llorado Guillermo. El título «Las islas de un día» (Le isole di un giorno) es la última frase que aparece en la libreta, cuidadosamente subrayada por la autora.
Las islas de un día
Casa envuelta de acuario. Cruzamientos de lo nimio con tu pena. Nubes, su inconexa claridad. Lampos sin nombre, cosas que ver. Pentecostés de lo níveo. Su piedra de fondo, su yermo labial. Tu zozobra, perro de varia testa. Ella, herida de un sueño inconfesable. Pizarrón mutante. Avanzar con el pensamiento-brazada. Una morgue de la lengua. Enigma, lo que no te dijo la sibila. Siempre lejos de alcanzar tu sombra. Amanecer en el filo de la palabra aquí. Cancerbero de tu propia barraca. Lo que rechazan sus manos al juntarse. Esta piedra, este duro trozo de luz. Horizonte-guillotina. Un pensamiento dictado por el íncubo. Afinas el trazo, nebulosa de nadie. La palma de tu mano, una arquitectura presentida. Nubes, desliz de cintas, harapos del cielo. Atardece, láminas de sangre sobre el agua. Gorrión bajo el peso del mundo. Como un Reino un Averno. Cae la noche y borra tu edad. Miras tu espalda al avanzar. Perfección del sueño que no recuerdas. Donde pones los pies hay nubes. Decir nunca está de más. Lo que no se ve es objetivo. Ella escribe contra su reflejo. En el entendimiento de lo que cae. Huesos que encadenan el frío. Una lengua para hablar desde una espina. El reposo hierve. Ella escucha lo que no vemos. Cada despertar es anónimo. Un mundo en el dolor de la pérdida. Nadie supo tu nombre en el Hades. Todo lo que roza el sol desaparece. Sombra que se llama como tú. Los agudos filos que te nombran. Siempre miras la luz de lo que fue. Algo se canta, en voz baja, sin ti. Ella baila eso que se fuga. Esto que no vemos, está. Azar multiplicado por el Número. Noche que crece dentro de tu noche. Eso que ella mira en su silencio.