Las olas del mundo [fragmento] / Alejandra Laurencich

La patria no se entrega ni se vende, así tenía escrito Fabián, con la letra de Nacho, bajo el vidrio del escritorio, pero la leyenda había desaparecido apenas pasado un mes, o mes y medio, de mi cumpleaños. El día del humo en la terraza esa leyenda ya no estaba, el vidrio había quedado sobre el vacío de la madera lustrada. ¿Dónde habían puesto la foto del puño cerrado con la cadena rota que tanto me gustaba? También faltaban algunos de los afiches pegados en la puerta. ¿A quién se le había ocurrido sacar el de los picos de la cordillera con la cara de Allende, el presidente de Chile?, me pregunté, y vi con espanto que la biblioteca había quedado despoblada. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué hacían papá y Fabián? No preparaban el fuego para un asado como muchos otros sábados del año, no era ése el olor que se desprendía de la parrilla sino un olor que picaba, o por lo menos los ojos de Fabián estaban colorados como de lágrimas de humo cuando bajó de la terraza. ¿Qué pasa, nenita?, me dijo. Me acarició la cabeza y se metió en su habitación, dejándome del lado de afuera.
     Quedé desorientada, mirando la bolsa enorme al lado de la puerta del living, como la de ropa que mamá preparaba todos los años para una familia pobre que venía a buscarla. Pero no era ropa lo que había adentro, sino libros. ¿A quién iban a regalarle todo eso? ¿Se habían vuelto locos? Veía ir y venir a mi madre, como si estuviera preparándose para algo. Abrí un poco la bolsa. Había libros de Fabián, ninguna otra cosa. Volví rápido para el lado de los dormitorios, iba a decirle a mi hermano que si pensaba donar todo eso me regalara alguno a mí. Pero no llegué a abrir la puerta: Yo me voy a la mierda,le escuché gritar, y sentí que la mano en el picaporte se me mojaba, me voy a la mierda,seguía él, gritando solo. Podía oír cómo tiraba cosas al suelo, cómo golpeaba algún mueble. ¿Qué estás haciendo ahí?, dijo mamá cuando me descubrió con la oreja pegada a la puerta, y yo me puse colorada hasta la médula, porque sabía bien que no tendría que haber escuchado esa frase. Me apoyé porque estaba mareada, contesté, y mamá me tocó la frente, ¿No tendrás fiebre vos? También mamá tenía los ojos de un color raro, ¿había estado llorando acaso? ¿Qué pasa con Fabián, adónde quiere ir? Andá a estudiar de una vez, que menos pregunta Dios. ¿Por qué mi madre usaba ese día frases de la Nona de las que siempre se había quejado, por qué esas reacciones extrañas en los adultos de la familia, esa actitud de alarma, las puertas cerradas? ¿Qué está pasando, ma, me podés decir? Callate y ponete a estudiar, vos estudiá, rogó mi madre agarrándome del brazo para llevarme al living. Se abrió la puerta de entrada y apareció papá, con la camiseta sucia de hollín y un libro en la mano. ¿Qué son esos gritos?, dice y tiene cara de loco, los pelos despeinados. Enarbola el libro como si fuera un látigo y ordena: A ver si se callan, carajo, que pueden escuchar los vecinos. Y veo que el libro con el que mi padre parece amenazarme es el libro que Fabián me había prometido leer juntos en el invierno: El miedo a la libertad. ¡Dame eso que es de Fabián!, chillé. Callate la boca, mocosa de porquería, no grités.¡Fabián!, papá tiene tu libro. Pero Fabián no aparece. Su puerta sigue cerrada. Y cuando vuelvo a mirar a papá recibo un golpe en la cara, un flash que me enceguece por un momento. ¡Fabián!, grito. Y dos veces más, El miedo a la libertad me golpea la cabeza y deja un olor a quemado en el aire, como el que tenían los bollos de hojas de diario que papá quemaba para encender fuego, y algo sobre mí comienza a caer, mi entendimiento empieza a despabilarse. Corro hacia el cuarto y trato de abrir. ¡Está quemando tus libros, Fabián! Callate la boca, carajo, vuelve a ordenarme papá. ¿Pero qué hacés, por qué pegás? La puerta de Fabián sigue cerrada. ¡Ay, Dios mío, Dios mío!, grita mi madre y sale disparada para la cocina. La puerta no se abre y los empujones de papá me van metiendo en el dormitorio grande. Empiezo a llorar. Silencio, hacé silencio, grita papá, rabioso, y cierra la puerta. ¡¿Por qué le tocás los libros a Fabián?! No grités, que te van a escuchar. Que me oigan, quiero que me digan la verdad. Un golpe me derribó sobre la cama. Quedé mirando una luz blanca que entraba desde alguna parte, que iluminaba el vestido de novia de mamá en el cuadro. A través de la puerta cerrada del dormitorio de Fabián se escuchaba silencio.
    
     ***
    
     En unas semanas yo tenía reorganizada parte de la situación por la que él —que estaba acostumbrado a salir con mujeres sofisticadas como la Negra Nzila— se había hecho amigo de dos chicas comunes y corrientes, de quince años, que iban a un colegio de monjas igual al nuestro. Marí tenía una ansiedad que se iba acrecentando con el paso de los días, como si el relato de ese encuentro pudiese traernos la posibilidad milagrosa de que algo así ocurriera en nuestras vidas sin gracia, que chicos de la edad de mi hermano y sus amigos pudieran venir a rescatarnos del aburrimiento y nos trataran como a mujeres. Cómo nos sentiríamos de ser bendecidas por algo así, con qué suficiencia contaríamos en el colegio nuestros fines de semana intensos, por barrios y lugares que ninguna de nuestras compañeras se atrevía siquiera a imaginar. Por esto mismo, siempre me faltaba algún detalle para completar la historia, para hacerla más real, para meterle más particularidades en las que nos viéramos reivindicadas, aunque más no fuera en la fantasía.
     Se podría decir, además, que el entorno alimentaba mi imaginación así como gran parte de la biblioteca de Fabián había alimentado esa mañana de sábado el fuego en la parrilla de la terracita. Qué dolor me daba entrar a su cuarto y ver los estantes despoblados, sin libros —libros que, aunque yo no había leído nunca, habían despertado mi curiosidad, con palabras como venas abiertas, operación masacre, oprimidos, libertad, sexualidad. Faltaban muchos libros de poesía que me gustaban y otros que nunca se me hubiera ocurrido leer, libros cuyos nombres me habían quedado registrados por mirarlos tantas veces escritos en los lomos, por repasar sus colores una y otra vez, libros que ahora eran cenizas.
     El entorno estaba cargado, eso era evidente hasta para mí, que no era muy perspicaz. Había un ambiente tenso en mi casa, discusiones fuertes, portazos, llantos contenidos en las comidas. Cuántas veces escuchaba a mi padre que se levantaba de la mesa gritando: ¡Ma que se vaya con los subversivos de una vez, que lo maten por ahí! Todos sabíamos que no lo decía en serio, que era la furia de no poder controlar los pensamientos rebeldes de Fabián lo que lo ponía nervioso, pero igual me lastimaba escucharlo, porque sentía que en cada una de sus frases había una invocación a la muerte, se la estaba llamando sin querer. Así como cuando hablábamos de mi abuela y se escuchaba el timbre, y mamá decía: Hablando de Roma el burro se asoma.
     Por las madrugadas se escuchaban ruidos afuera, y yo me asomaba por las rendijas de las persianas cerradas para ver cómo los Falcon verdes se detenían frente al negocio de ropa de chicos que ocupaba la vereda de enfrente en la avenida, donde estaban las paradas de colectivos. Una vez vi que de los autos bajaron señores, algunos con uniformes y otros no. Detuvieron un colectivo, hicieron bajar a los pasajeros y los pusieron de cara contra las vidrieras donde los maniquíes —como chicos ya viejos, con jopo— lucían trajecitos de comunión y uniformes escolares. La gente abierta de piernas frente a los ajuares para bebé. Yo me preguntaba qué sería lo que miraba esa gente mientras era toqueteada por todos lados (Los cachan, los palpan de armas, me dijo Fabián una noche, y me dijo que no mirara más por la ventana, que era peligroso), algunos volvieron a subir al colectivo estacionado, a otros los vinieron a buscar otros autos, que salieron pitando a contramano.
     Yo abandonaba sin hacer ruido mi puesto de vigía, y pensaba en Malena Kunstler, en la verdadera, y en Pete, en cómo les molestaba a ellos que les pusieran una mano encima cuando jugábamos, tenían como un acto reflejo que los hacía reaccionar con violencia, No me toqués, decían a veces, sacame la mano, bueno, sacá, y se lo decían a cualquiera, fuera mayor o menor que ellos, y aunque el tocarlos hubiera sido accidental o cariñoso, ellos mismos alzaban las manos, en un gesto que indicaba: ¿Ves que estoy calmo, ves que no te quiero golpear? Que no los agarren los Falcon, rezaba yo con las manos contra la bombacha, boca abajo en mi cama, cuando me iba a dormir, Jesús, hacé que a Malena y a Pete no los cachen, porque se arma, y que tampoco cachen a Fabián, ni a Nacho, y así de a poco me iba envolviendo el sueño entre el murmullo del rezo y el recuerdo de tantas anécdotas del verano, qué harían ahora Malena y su familia en esa casa de Lobos en la que me dijo que iban a vivir.
     Cada vez que yo pasaba con mi carpeta de inglés por la vereda de la vidriera, miraba los baberos, las medias, y cuando alzaba la vista hacia los maniquíes con jopo, que parecían haberse quedado quietos por haber visto lo que vieron, sentía hacia ellos una empatía, como si hubiéramos sido cómplices de algo.
     El ambiente vino a tensarse más todavía cuando la madre de Nacho se presentó en casa. Había llamado varias veces por teléfono antes, pero después de la primera vez —vez en la que mi mamá la atendió enseguida (porque siempre le había gustado conocer a los padres de nuestros amigos)— mi madre comenzó a negarse, a decir por señas: Decile que salí, que me fui al dentista, al oculista, al ginecólogo. Hasta que un día la mujer se apareció en casa. Mi mamá pensó que sería el cobrador del sanatorio que pasaba todos los primeros jueves del mes a llevarse la plata de la cuota. Mamá disfrutaba de los servicios del sanatorio del que éramos socios como si se tratara de un club. Se hacía chequeos de toda clase, hablaba de los médicos como si fueran parte de nuestra familia y pagaba con absoluta puntualidad el arancel de socios. Andá a decirle que enseguida bajo, me dijo esa tarde, y se fue corriendo para el dormitorio a buscar el dinero. Yo fui bajando las escaleras, por el vidrio esmerilado de la puerta de calle no se veía con nitidez quién estaba del otro lado, pero me pareció que la silueta no era la del cobrador.
     Cuando abrí la parte del vidrio, como me habían enseñado (No le abras la puerta a nadie, que nunca se sabe si es alguien que trae armas o algo peor, me instruía papá), una mujer se acercó a la reja con un gesto ansioso. Tenía los ojos de Nacho, esos ojos que parecían reírse de algo siempre, de color claro, pero estaban hundidos en ojeras tan oscuras que daban un poco de impresión. No tuve tiempo de responder a sus preguntas: si yo era la hermanita de Fabián, si estaba mi mamá, si podía decirle que necesitaba hablar con ella de un asunto muy importante. Mamá ya bajaba la escalera y cuando escuché sus pasos giré la cabeza para decirle que no era el cobrador. Mamá se quedó quieta, entre el gesto de ordenarme cerrar y el espanto, como si la que estuviera abajo, detrás de las rejas, no fuera una madre sino una asesina de niños.
     —Señora, por favor —dijo la madre de Nacho, y era tal la súplica de esa voz provinciana, de esa mano que se extendió a través de la reja, como si se anticipara a detener el vidrio que yo ni siquiera pensaba cerrar, que mi madre siguió bajando los escalones, y yo los subí, cabizbaja, no para perderme la conversación, sino por el contrario, para escuchar todo desde arriba, desde el palier, sin que ellas me vieran, así podrían decirse lo que tenían que decir sin la excusa que a veces se oía en charlas interesantes: Cuando no esté la nena, hablamos.
     Me acuclillé en el último escalón, donde la escalera pegaba la vuelta hacia nuestro piso, y allí me quedé. Y aunque el ruido de los autos cuando arrancaban por el semáforo de la esquina no me permitía escuchar todo, supe que Nacho no había vuelto a su casa desde el veintiséis de marzo, Desde entonces no duermo, señora, fuimos a los hospitales, a las comisarías, a todos lados, que si le permitía hablar con Fabián personalmente. Mi madre se negó. Con mi hijo no tiene nada que hablar, yo imaginé el gesto de cerrar el vidrio, y me asomé. La palma de la mamá de Nacho, empujando, se veía blanca detrás del vidrio esmerilado. Una mujer me ha dicho que los torturan, señora, tiene que entenderme, se los llevan porque buscan información de cualquier tipo, mi Nachito es bueno, tiene sus ideas, sí, pero es bueno, señora, por favor, me han dicho que los manguerean conagua fría como a perros, que les meten electricidad por los genitales.
     La cara de mamá se había vuelto hacia mí, hacia la parte de la escalera donde yo estaba. No era la cara de una madre sino de una fiera, había algo tan distinto en su mirada. ¿Qué hacés ahí escuchando?, dijo. Corrí a mi cuarto, oyendo los Por amor de Dios, señora, que decía la madre de Nacho, ahora llorando casi. Me tiré boca abajo en la cama, con ganas de vomitar. Todo me daba tanta vergüenza. Por favor, Jesús, que no sea verdad, por favor, Jesús, que no sea verdad.

     Esa noche, cuando Fabián volvió a casa, me mandaron a lo de mi abuela, que había venido a Buenos Aires por un trámite de la pensión de Italia, una plata que tenía que cobrar. ¿Por qué tengo que comer arriba si quiero comer las milanesas que hizo mamá?, pregunté, sólo para no irme sin protestar, para darle un poco de costumbre a todo lo que estaba sucediendo. Papá miraba la tele. Dejá escuchar, dijo y señaló la pantalla. Cuando terminó el anuncio de que Monzón iba a pelear por el título mundial en Montecarlo, apagó el televisor. Tenemos que hablar con tu hermano, dijo papá, sin mirarme. Subí de una vez.

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