Italo Calvino, se sabe, soñó con varias ciudades invisibles: cincuenta y cinco, para ser exactos. Las agrupó de cinco en cinco en once categorías: las ciudades y los cambios, las ciudades y el cielo, las ciudades y el deseo, las ciudades y la memoria, las ciudades y los muertos, las ciudades y el nombre, las ciudades y los ojos, las ciudades y los signos, las ciudades continuas, las ciudades ocultas, las ciudades tenues. A cada una le asignó una identidad, mezcla de ingredientes reales y ficticios, y la bautizó como corresponde a toda Eva recién extraída de las costillas de la literatura: Adelma, Berenice, Eutropia, Isaura, Leonia, Melania, Trude, Valdrada, Zoe —una nómina de tintes mitológicos que recupera la esencia femenina de las urbes. El resultado es una guía para el viajero que busca internarse en los dominios de la imaginación sin más equipaje que una mente abierta, un atlas que «posee esta virtud: revela la forma de las ciudades que todavía no poseen forma ni nombre […] El catálogo de las formas es inmenso: hasta que cada forma no haya encontrado su ciudad, nuevas ciudades seguirán naciendo».
Lo que sigue es un intento por homenajear y extender esa nómina calviniana a través de cinco metrópolis cuya excesiva visibilidad ha dado al cine la ocasión de reconfigurarlas, es decir, de volverlas invisibles otra vez.
Las ciudades y los cambios
Los Ángeles
En 1982, al pronosticar que la historia del ojo posmoderno se redactaría en sus calles mojadas por la lluvia ácida de noviembre de 2019, Ridley Scott la convirtió en un averno industrial que alimentaba el cielo con llamaradas de cientos de metros de altura, un caldero tecnológico que irradiaba dentro de la mirada el inicio de una mitología del porvenir humano. En 1985, al cabo de agotar el asfalto neoyorquino con los desplantes automovilísticos de The French Connection, William Friedkin la transformó en la urbe centrífuga por excelencia, un aparato circulatorio en el que convivían a alta velocidad la sangre monetaria y los fluidos de una criminalidad capaz de atrofiar diversas arterias públicas. En 1986, al incluirla en el catálogo de lo que él llama la América sideral —donde «el carácter lírico de la circulación pura contrasta con la melancolía de los análisis europeos»—, Jean Baudrillard la describió así:
[Esta ciudad] condensa de noche toda la geometría futura de las redes de relaciones humanas, resplandecientes en su abstracción, luminosas en su extensión, siderales en su reproducción del infinito. De noche, Mulholland Drive constituye el punto de vista de un extraterrestre sobre el planeta Tierra, o inversamente la visión de un terrícola sobre la metrópolis galáctica.
En 1996, al despojarla de toda seña de identidad y volverla zona de penumbra, espacio perdido en los recovecos de la psique, David Lynch le otorgó una dimensión metafísica que había permanecido oculta tras el fulgor de rascacielos y avenidas cuajadas de palmeras. En 2001, al partir justamente del punto de vista al que alude Baudrillard para proponer un misterio ubicado en dos tiempos —el onírico y el real— que acababan por fundirse, el mismo Lynch la dibujó otra vez como una urbe anímica, un sitio cuya geografía responde al mapa del imaginario colectivo.
Que cuatro filmes seminales (Blade Runner, To Live and Die in L.A., Lost Highway, Mulholland Drive) y un libro espléndido (América) hayan acudido a Los Ángeles como símbolo de las capitales que vendrán confirma qué tan profundas son las raíces que esta ciudad —expuesta hasta las entrañas en las novelas de James Ellroy— ha echado en el inconsciente desde hace varias décadas, gracias en buena medida a Hollywood. Confirma también que el interés de Michael Mann por retratarla como la metrópolis galáctica de Baudrillard no es sólo visual sino visionario.
Célebre por una carrera televisiva que llegó a la cumbre con Miami Vice, Mann debutó en la pantalla grande con Thief, que sentó las bases de un universo regido por los códigos de la profesionalización, el choque de tintes espirituales entre antípodas masculinos, la idea del ámbito urbano vuelto vitrina de la tensión entre interioridad y exterioridad y la figura del héroe/antihéroe como lobo estepario. Palpable de algún modo en The Keep, incursión en los terrenos del horror ambientada en la época nazi, esta figura nace en Manhunter, primer capítulo de la saga de Hannibal Lecter, y resurge con fuerza en Heat, donde Los Ángeles adquiere visos cósmicos en medio del enfrentamiento más cerebral que corporal entre el policía Vincent Hanna (Al Pacino) y el ladrón Neil McCauley (Robert De Niro). Verdadero dechado técnico, la cinta añade dos rasgos a la obra de Mann: por un lado la secuencia de acción orquestada con manía operística, y por otro, la sideración total de la que habla Baudrillard, una sideraciónhorizontal en el automóvil, altitudinal en el avión, electrónica en la televisión, geológica en los desiertos, estereolítica en las megalópolis, transpolítica en el juego del poder, conseguida merced a una cámara que capta a los personajes a bordo de vehículos que semejan cápsulas para atravesar el infinito angelino, y que registra el aeropuerto donde ocurre el clímax como si fuera una estación lunar.
De otro mundo se antoja asimismo la ciudad en que se desarrolla buena parte de The Insider: Louisville, Kentucky. Basado en un artículo escrito por Marie Brenner para Vanity Fair y titulado «The Man Who Knew Too Much» en obvia referencia a Alfred Hitchcock, el filme convierte esta urbe aparentemente anodina en un espacio paranoico, sede de un complot de bordes kafkianos tramado por una empresa tabacalera en contra de un ex empleado, el doctor Jeffrey Wigand (Russell Crowe), que halla a su cómplice en Lowell Bergman (Pacino), productor del programa 60 Minutos. La bella y paranoica escena nocturna en la que Wigand practica golf en un campo vacío resume la estética sideral de Mann, que en Collateral regresa a Los Ángeles no sólo para dar rienda suelta a sus obsesiones sino para pulirlas. Aquí están los antípodas masculinos encarnados por Vincent (Tom Cruise), un asesino a sueldo que recupera el nombre del policía de Heat, y Max (Jamie Foxx), un chofer que invierte el papel del Taxi Driver de Scorsese; aquí están los autos transformados en naves interplanetarias, los personajes que —como sucede en Vertigo, de Hitchcock— habitan interiores invadidos por la luminiscencia del exterior, la figura del lobo estepario duplicada por una pareja epifánica de coyotes que brota a media calle, la violenta ópera montada en un club, el clímax en un lugar de tránsito (el metro y ya no el aeropuerto), la noche angelina que condensa toda la geometría futura de las redes de relaciones humanas.
Dice Gavin Smith que «el estilo de Michael Mann siempre ha estado ligado a la ciencia ficción, pero Collateral es algo más: se ve y suena como una película del futuro». Un futuro que podría fecharse en noviembre de 2019 o más allá, aunque sin duda hierve desde hace tiempo en el núcleo de esa galaxia sujeta a constantes cambios de temperatura conocida como Los Ángeles.
Las ciudades y los signos
Shanghái
A diferencia de Mann, que llevó al cine Miami Vice para que la costa este de Estados Unidos se contagiara de la sideración angelina, el británico Michael Winterbottom desconfía de la tendencia a futurizar en exceso las ciudades y las relaciones humanas:
Code 46 no hace referencia a anteriores películas o novelas de ciencia ficción [dice]. La idea era más bien mirar el mundo tal como es ahora y recurrir a nuestra experiencia en diversos lugares; recurrir, sobre todo, a la cultura de los sitios donde rodábamos. Para decidir cómo se vería el mundo donde se ubica la trama nos basamos en buena medida en la búsqueda de locaciones […] Aunque transcurre en el porvenir, la esencia de Code 46 es la historia de amor. Resulta interesante el modo en que el mundo de los dos protagonistas se conecta con la cultura del filme. Muchos aspectos de ese mundo son una amalgama de cosas que ya existen: se trataba no de crear o inventar algo sino de unir trozos atractivos de aquí y de allá.
A diferencia del Los Ángeles de Blade Runner, pródigo en pirámides de setecientos pisos, billboards aéreos y vehículos que flotan sobre una nata de efluvios tóxicos, el Shanghái ambiguamente futurista de Code 46 es justo una amalgama de partículas o signos del presente, un verdadero crisol urbano que no reniega de la avanzada tecnológica pero tampoco se lanza de lleno al vértigo de los gadgets como el Washington del año 2054 de Minority Report, cinta basada —al igual que Blade Runner— en las visiones de Philip K. Dick. Más aún, el Shanghái reinterpretado por Winterbottom es una babel de cara al nuevo milenio donde prevalece no sólo el multilingüismo sino también la fusión lingüística —el castellano como potencia idiomática que ha llegado para quedarse en los territorios del inglés—, una metrópolis hecha de varias metrópolis que cumple hasta cierto punto con la noción de ciudad genérica, expuesta por Rem Koolhaas en un magnífico ensayo de prospectiva urbanística publicado en 1997 por la revista italiana Domus:
Cada Ciudad Genérica [escribe el arquitecto holandés] tiene una orilla, no necesariamente con agua —también puede ser con un desierto, por ejemplo—, pero al menos un borde donde se encuentra con otra situación, como si una posición cercana a la escapatoria fuese la mejor garantía para su disfrute.
Las locaciones de hoy como las capitales del mañana. Fiel a este concepto, Winterbottom recorrió Dubái, Hong Kong, Jaipur, Kuala Lumpur, Londres y obviamente Shanghái para erigir, pedazo a pedazo, la ciudad genérica por la que se desplazan William Geld (Tim Robbins) y María González (Samantha Morton), los amantes que acaban siendo víctimas de una amnesia inducida por medios científicos. El fruto de esta yuxtaposición no podría ser más insólito; como si el cineasta hubiera aplicado la idea de Koolhaas, el desierto de Dubai rodea a Shanghái, que sin embargo mantiene sus señas particulares: ahí están, entre otros, la Oriental Pearl Tower y el rascacielos Jin Mao, dos de los edificios más altos del mundo situados en el distrito de Pudong, el nuevo centro neurálgico de las finanzas y el comercio de China. La dicotomía interioridad/exterioridad, que define el orbe móvil y centrífugo en que vivimos, redunda en una perenne tensión entre el adentro y el afuera: adentro, en la urbe reclamada por el vidrio y el neón, pierden la memoria los ciudadanos favorecidos por el sistema gracias a los «papeles» o neopasaportes fabricados por La Esfinge, la empresa donde trabaja María, albergada en una construcción —dice Winterbottom— que es mitad Londres y mitad Shanghái; afuera («al fuera»), en el desierto, vagan con sus recuerdos a cuestas los exiliados del sistema, la mayoría convertidos en vendedores que se hacinan en los puestos fronterizos para diseñar un caos multirracial que capta con nitidez el choque de los flujos migratorios. Pero, al fin y al cabo, la amnesia tecnológica no respeta distinciones de espacio o género, como demuestra asimismo Eternal Sunshine of the Spotless Mind. En la clínica Mai Lin, a ciento setenta kilómetros de Shanghái, María debe abortar al hijo ilegítimo de William y de paso la desembarazan de toda imagen que la remita a esa relación prohibida por el Código 46; una vez de regreso en Seattle, donde labora para la compañía Westerfields, a William le borran el affaire con María como si fuera un archivo en desuso: un quid pro quo estremecedor que plantea hasta dónde podrían llegar los totalitarismos en un futuro próximo.
Entre ambos procesos de violentación memorística hay un paréntesis romántico en Jebel Ali, el puerto más grande de Medio Oriente, ubicado treinta y cinco kilómetros al suroeste de Dubái, que ha sido elegido como sede de una de las tres Palm Islands, las islas artificiales en forma de palmera que integran un ambicioso proyecto de urbanización marítima y son calificadas ya como la octava maravilla del mundo: símbolos de un presente vestido de porvenir. No obstante, el Jebel Ali que William y María visitan en un intento por combatir la amnesia de ella tiene que ver más con el pasado o quizá con la atemporalidad; en el hotel donde se hospedan, y donde ocurre la secuencia erótica más lograda de Code 46 —William ata a María al lecho para poder hacerle el amor, ya que ella lo rechaza debido a un virus que le inocularon en La Esfinge—, hay ecos del periplo bowlesiano de El cielo protector. Luego de una fallida fuga automovilística —Jebel Ali, para seguir a Koolhaas, cuenta con una posición cercana a la escapatoria al igual que Shanghái—, los amantes son obligados a separarse. Desterrada del sistema, María termina por unirse a los nuevos nómadas que deambulan por el desierto a las afueras de la ciudad genérica; desterrado del recuerdo, William vuelve al sedentarismo familiar en una urbe cuyo nombre también empieza con S y que también es reclamada por el vidrio y el neón. La geometría futura de las redes de relaciones humanas, sugiere Michael Winterbottom, continuará basándose en los signos que las metrópolis y su tejido social imprimen en nuestra piel, aun cuando traten de ser eliminados de nuestra memoria.
Las ciudades y el deseo
Hong Kong
Pocos directores de entresiglos —curioso que este término haya dejado de ser histórico para volverse tan actual— tejen las redes de relaciones íntimas con la elegancia de fondo y forma que Wong Kar-wai despliega cinta tras cinta. La enorme proliferación de la parafernalia de la conexión, a la que Koolhaas alude para referirse a los enlaces de los que saca provecho toda ciudad genérica —plataformas, puentes y túneles, por ejemplo—, renuncia a su cariz meramente arquitectónico y se humaniza en la obra del cineasta hongkonés:
Cada día nos topamos con un sinfín de personas. A algunas quizá nunca las conoceremos, otras tal vez se conviertan en amistades cercanas.
Este dictum es formulado por He Zhiwu (Takeshi Kaneshiro), agente de policía al que se le ha asignado el número 223, al principio de Chungking Express, primera parte del díptico dedicado al amor/desamor juvenil y completado por Fallen Angels, donde la misma idea es elaborada por un personaje que se llama igual (He Zhiwu) y es interpretado por el mismo actor. Pero la parafernalia conectiva va mucho más allá, y el vínculo entre los dos filmes —que comparten el tema de la añoranza y la soledad en el caos urbano de Hong Kong— se refuerza gracias a la proliferación de puentes de diversa índole. Recién abandonado por su novia May, el He Zhiwu de Chungking Express compra treinta latas de piña con fecha de caducidad del 1º de mayo de 1994, un insólito rito amoroso que repercute en el He Zhiwu de Fallen Angels, el mudo que puede comunicarse sólo mediante la narración en off y que cae enfermo por consumir piña enlatada que ya ha caducado. (Aún más, los dos He Zhiwus son oriundos de Taiwán.) Ambas películas concluyen con imágenes de desplazamiento: en Chungking Express hay la promesa de un viaje aéreo a California —por ello «California Dreamin’», de The Mamas & The Papas, es pieza fundamental del soundtrack, prototipo de esa suerte de sonoridad globalizada que ha patentado Kar-wai—, mientras que en Fallen Angels hay una fuga en motocicleta a través de túneles que evocan la ciudad genérica de Koolhaas. En ambas cintas figuran dos puntos de referencia metropolitana: el Midnight Express, un snack bar ubicado en el distrito restaurantero de Lan Kwai Fong, donde una azafata parece desdoblarse como metáfora de la espera —la perpetua postergación, asunto tratado en In the Mood for Love—, y las Mansiones Chungking, hervidero multirracial en el que conviven chinos, hindúes, nepaleses y paquistaníes. Situadas en Kowloon, la parte continental de la Región Administrativa Especial de Hong Kong separada de la isla por una estrecha franja del Mar del Sur de China, las Mansiones Chungking son, en palabras de Laurel Wypkema,
un par de vecindades enormes y con gran densidad de población; cada una alberga a seis mil inquilinos de bajos ingresos junto a toda una variedad de hostales, agencias de viajes de ínfima categoría, puestos de comida rápida y tiendas de chucherías que a veces miden menos de tres metros cuadrados.
Estas «mansiones», habría que añadir, no son únicamente muestra de la sobrepoblación que afecta a Hong Kong —sus siete millones de habitantes residen en apenas el veinticinco por ciento del territorio—, sino también el crisol que sintetiza una urbe donde el exceso de comunicación deriva en incomunicación —ahí está el He Zhiwu de Fallen Angels, mudo por decisión propia— y por la que los neoanacoretas de Kar-wai vagan para satisfacer su passio interruptus.
La historia como telón de fondo. Entre Chungking Express y Fallen Angels y el segundo díptico del cineasta, integrado por In the Mood for Love y 2046 y consagrado —en obvia respuesta al primero— al amor/desamor en la etapa madura, se halla Happy Together, que traslada el spleen asiático a Buenos Aires y las cataratas de Iguazú y termina en 1997, año sumamente simbólico para Hong Kong. El filme alterna el periplo final a Taipei realizado por el protagonista (Tony Leung, actor fetiche de Kar-wai) con material televisivo sobre los funerales de Deng Xiaoping, fallecido el 19 de febrero en Beijing. Líder supremo desde 1978, Xiaoping concibió el modelo administrativo llamado «Un país, dos sistemas» para resolver el dilema de la reunificación china; este modelo, que consiste en mantener una economía capitalista bajo la soberanía de una nación comunista, se aplica en Hong Kong justo desde 1997, cuando la isla dejó de ser colonia británica al cabo de casi dos siglos de ocupación, y estará vigente hasta 2047, es decir, hasta un año después de la fecha que bautiza la segunda entrega del segundo díptico de Kar-wai. Si Chungking Express y Fallen Angels retratan el Hong Kong contemporáneo como un laberinto de lugares públicos que se transforman en sedes de encuentros y desencuentros privados —la cualidad centrífuga de las relaciones humanas es acentuada por el movimiento incesante de toda clase de vehículos, incluido el metro, cuyos vagones hallan su reflejo en las viviendas de los personajes, igualmente estrechas y claustrofóbicas—, In the Mood for Love y 2046 acuden a la década de los sesenta para dibujar una ciudad vuelta verdadera meca del deseo merced a un proceso de interiorización del exterior que ilustra las palabras del inglés Neil Leach, arquitecto y teórico que comulga con las nociones de Jean Baudrillard y Walter Benjamin:
[En Hong Kong] el espacio privado —el hogar— se crea aun en las zonas externas de la esfera pública. Las vías públicas son adoptadas como centro de eventos rituales. Estos espacios —muchos de ellos espacios de tránsito— devienen cunas de una identidad pasajera, ya que su carácter cambia acorde con el modo en que la gente se los adueña.
Perdidos no en Tokio, la metrópolis capaz de adquirir visos lo mismo siniestros (Kiyoshi Kurosawa) que románticos (Sofia Coppola), sino en el puerto más fragante del sudeste asiático, los solitarios de Wong Kar-wai invierten los valores y hacen privado lo público. Asumidos como amantes inconclusos, buscan paradójicamente en calles y callejones, en escaleras y pasillos, en taxis nocturnos y cuartos de hotel, en bares y expendios de fast food, el carnet que les conceda una identidad menos efímera.
Las ciudades y los ojos
Ciudad de México
Vivir en una urbe transfigurada en set cinematográfico, es decir en una urbe que millones de ojos verán por primera vez con el filtro de la ficción y no de la realidad, consigue que cuestionemos nuestra identidad como habitantes. ¿Nos habremos convertido, de buenas a primeras, en simples extras de los que algunos espectadores se mofarán en una latitud lejana? ¿Serán nuestros edificios, las avenidas que recorremos a diario, los sitios que forman parte de nuestra historia personal, no más que elementos mudables, accesorios de una escenografía que cambia de contexto según la elección del director en turno? ¿Podemos asegurar que al regresar de la oficina a nuestra vivienda no nos toparemos con estantes cargados de libros falsos, tal como ocurre en la casa modelo ocupada por los protagonistas de The Adjuster, uno de los mejores filmes de Atom Egoyan?
De un tiempo a la fecha éstas y otras preguntas me asaltan luego de asistir a películas recientes rodadas en la Ciudad de México, donde resido desde 1995, y que se ha vuelto un lugar idóneo para hacer cine no sólo por sus complejas redes de relaciones humanas y su condición de palimpsesto cultural —si para muestra de sincretismo basta un botón común, ahí están las ruinas del Templo Mayor de los aztecas justo al lado del Palacio Nacional y la Catedral Metropolitana—, sino también por las facilidades que ofrece —mano de obra barata y rendidora, entre muchas otras— y el deseo de limpiar su imagen manchada en todo el mundo por los altos índices de criminalidad y miseria. A esta imagen, hay que señalarlo, ha contribuido irónicamente un sector de la propia industria fílmica mexicana, empeñado en proponer una especie de estetización de la fealdad capitalina que cosecha aplausos a nivel internacional. Pero el asunto que nos ocupa aquí es otro: ¿cómo enfrentar una ciudad que se ha tornado invisible, fantástica, incluso para quienes la habitamos?
Entre 2003 y 2005 renté un pequeño departamento en la Condesa, la colonia que la especulación inmobiliaria y las ínfulas extranjerizantes han luchado por convertir en un territorio para la élite intelectual a caballo entre el Greenwich Village de Nueva York y el Barrio Latino de París. Fundada en 1927 como asiento de las clases media y media alta de la capital, y célebre por sus bellas construcciones art déco —el Edificio Basurto, por ejemplo, o el mobiliario urbano diseñado para los parques México y España y la avenida Ámsterdam, donde se ubicaba mi departamento—, la Condesa ha pasado a ser uno de los platós preferidos de las pantallas grande y chica: prácticamente no hay semana sin que un rodaje obstaculice alguna de sus calles. Para no ir más lejos, cerca de Ámsterdam ocurre el choque automovilístico que echa a andar los engranajes a mi juicio un tanto tramposos de Amores perros. Cuatro años después del debut de la mancuerna González Iñárritu-Arriaga, ya avecindado en la zona, me enteré de que parte de la filmación de Man on Fire —cinta que resultó vilipendiada por la crítica mexicana—, la espléndida secuencia del secuestro de Pita Ramos (Dakota Fanning), la niña a cargo del ex agente de la CIA interpretado por Denzel Washington, sucede en un extremo del Parque México, a donde yo acudía todas las mañanas a cumplir con mi rutina ciclista. Aunque no es una obra maestra, Man on Fire logra captar —pésele al chovinista que le pese— una Ciudad de México apegada a la realidad: una metrópolis en una ebullición constante y salvaje que permite que los extremos sociales —una residencia en Lomas de Chapultepec, un antro rave en Ciudad Nezahualcóyotl— coexistan en precaria armonía. (No en balde el director Tony Scott, en un gesto si se quiere naïve pero elocuente, dedica la película «a la Ciudad de México, un lugar muy especial»).
Arriesgo una hipótesis: Total Recall fue una de las chispas que reencendieron el interés de Hollywood por la capital mexicana. Basado en otra de las visiones de Philip K. Dick, este filme transforma dos estaciones del metro citadino en escenarios del futuro próximo: Insurgentes, que pertenece a la línea 1 (Pantitlán-Observatorio), y Chabacano, donde se cruzan las líneas 2 (Cuatro Caminos-Tasqueña), 8 (Garibaldi-Constitución de 1917) y 9 (Pantitlán-Tacubaya). Aunque atemporal, esta transformación de la Ciudad de México se da también en Romeo + Juliet, donde landmarks urbanos como el Castillo de Chapultepec y la Iglesia del Inmaculado Corazón de María, mezcla de art déco y funcionalismo de aire gótico situada en la colonia Del Valle y conocida como Nuestra Señora del Tránsito, se aúnan a las playas de Veracruz para construir la ficticia Verona Beach: una estrategia perfeccionada por el Shanghái de Code 46. Si Michael Winterbottom diseña su metrópolis con pedazos de otras, Richard Shepard, que ya había realizado Mexico City, emprende en The Matador el proceso inverso al conseguir que el Distrito Federal sea asimismo Denver y Tucson, Budapest y Manila: cinco ciudades en una sola, un posible molde para la ciudad genérica. La cinta de Shepard explora y explota el amplio potencial cinematográfico de la capital mexicana para quintuplicarlo en un ejercicio cosmopolita que, más allá de la trama hasta cierto punto convencional sobre un asesino a sueldo en plena crisis (Pierce Brosnan), deviene una auténtica errancia urbana.
La industria fílmica nacional, ya lo indicaba, no ha rehuido el influjo de esta fascinante criatura que aglutina a más de veinte millones de personas expuestas al escrutinio de propios y extraños. Películas como El callejón de los milagros, Todo el poder, Perfume de violetas, De la calle, Vivir mata, Matando cabos y Batalla en el cielo, entre otras, buscan brindar un registro evidentemente fragmentario de la megalópolis que desborda cualquier guía turística. Ajenas justo a la mirada de postal y dignos ejemplos del género en que se insertan, Sobrenatural y Kilómetro 31 reclaman la Ciudad de México como espacio mítico y siniestro. En la primera el trasfondo elegido es el Centro Histórico: más que una zona esotérica, nocturna, un estado de ánimo en el que se dan cita ceremonias vudú, zombis al servicio de un espíritu demoniaco —el Horla de Guy de Maupassant rebautizado como Nganga—, heraldos del Hades que cobran forma canina, catacumbas medievales y consultorios etéreos desde los que lo irracional y lo racional pugnan por el alma de la protagonista. Por su parte, Kilómetro 31 apela a la figura de la Llorona, la famosa leyenda colonial, para plantear un descenso al drenaje de la avenida Río Mixcoac que expone no sólo el reverso sino la condición palimpséstica de la urbe: ahí, bajo el asfalto, yace la Ciudad de México que se niega a ser vista y fotografiada por ojos que no sean los de sus habitantes, esos extras que circulan como sonámbulos por el set más grande del mundo.
Las ciudades y los muertos
San Francisco
Entre 1977 y 1980 Cindy Sherman se embarca en uno de sus proyectos más representativos: Untitled Film Stills,que recupera en blanco y negro la estética del cine serie B a través de cuadros de películas ficticias que se antojan anunciadas junto a la taquilla del inconsciente. Fiel a su idea de la fotografía como registro de una puesta en escena, aficionada a borrar su identidad tras múltiples disfraces y caracterizaciones, Sherman se desdobla en prototipos femeninos que recorren la soledad contemporánea acosados por un ojo implacable. Los stills que tienen por fondo una ominosa geometría urbana son especialmente perturbadores: ante unos edificios vueltos retícula maligna o en un muelle cuya quietud esconde funestos augurios; a la entrada —¿quizá en el patio?— de una construcción hundida en la niebla diurna o en una estación en la que nunca irrumpirá un tren; al pie de unas escaleras que contrastan con la amenaza vertical de los muros que las rodean o cruzando un lote baldío, las mujeres que usurpan el rostro de Sherman son mecanismos paranoicos forzados a habitar una ciudad de pesadilla y a encarnar, en palabras de Arthur C. Danto,
a la Chica en Problemas, aun si ella misma no siempre lo sabe […] Su postura y expresión implican fenomenológicamente al Otro: el Asesino o el Salvador, el Mal y el Bien que luchan por poseerla […] Los stills están llenos de peligro y suspenso, y parecen haber sido dirigidos por Hitchcock.
El 29 de mayo de 1958, fecha en que las pantallas del orbe sufren junto con James Stewart un ataque de acrofobia, las mujeres shermanianas nacen con la Kim Novak que vaga por un San Francisco convertido en meca de la desolación. Basada en De entre los muertos, notable ejemplo de novela negra francesa a cargo de Pierre Boileau y Thomas Narcejac, Vertigo podría ser una de las cintas imaginarias de Sherman, anticipada dos décadas por el genio fetichista-voyeurista de Alfred Hitchcock.
En su ensayo «París, capital del siglo xix», Walter Benjamin escribe:
Cualquiera que sea la huella que el flâneur persiga, le conducirá a un crimen. Con lo cual apuntamos que la historia detectivesca, a expensas de su sobrio cálculo, coopera en la fantasmagoría de la vida parisina.
En Vertigo cambia el escenario pero no la idea; la Torre Eiffel es sustituida por el Golden Gate, que será testigo de una flânerie oerrancia fantasmal por la ciudad donde ha sido erigido como efigie de la acrofobia. John Ferguson (Stewart), detective y flâneur —«Me dedico a deambular», dice en algún momento—, sigue las huellas de una triple entelequia: Madeleine Elster/Judy Barton (Novak), poseída aparentemente por el espíritu de Carlotta Valdés. El mapa trazado por perseguidor y perseguida(s) corresponde a una urbe que, bajo su transparencia oceánica, se asume bastión de sombras imantadas una y otra vez por los mismos lugares, los mismos puntos que dibujan una especie de guía para turistas invisibles. Fort Point, al pie del Golden Gate. La Misión Dolores y el cementerio con la tumba de Carlotta. El Museo del Palacio de la Legión de Honor, donde el retrato de Carlotta aguarda no sólo al Laurence Olivier de Rebecca sino también a todo aquel que como la protagonista de «Fin de etapa», de Julio Cortázar, desee integrarse para siempre a una pintura. El hotel McKittrick, germen del Bates Motel de Psycho, atendido —¿por qué no?— por la madre de Norman (Anthony Perkins) antes de ser suplantada en la clásica secuencia del cuchillo y la ducha. El parque nacional Big Basin Redwoods, donde Madeleine/Judy descifra su otra vida en los anillos de una secoya milenaria en unasecuencia que será contemplada años después por el Bruce Willis de 12 Monkeys.Y, last but not least,la Misión de San Juan Bautista, onírica escena del crimen a la que conduce esta flânerie, cuyo campanario consiente la doble muerte de Madeleine/Judy para que Ferguson pierda el miedo a las alturas y extienda los brazos en un intento por estrechar el vacío al final de Vertigo.
El aserto benjaminiano de la calle como interior del flâneur halla en este filme su constatación. Los exteriores de San Francisco, su geografía ondulante y espectral, su dédalo de avenidas surcado por tranvías, son el hábitat físico y anímico de los personajes. Así lo señala Eugenio Trías:
Toda la película es una genial recreación de ese «antiguo y alegre San Francisco» del cual quedan pruebas monumentales a través del recorrido en subidas y bajadas por el intrincado laberinto de sus calles, un recorrido que realizamos junto con Ferguson como perseguidor en automóvil de Madeleine. El karma pretérito del San Francisco antiguo y colonial domina el imaginario presente de los personajes de la película.
El pasado de los protagonistas es, pues, transferido al pasado de la ciudad, o en última instancia al pasado ancestral del bosque de secuoias sempervivas de las afueras de San Francisco […] Pocas veces una ciudad ha sido convocada para una transferencia emocional de tal especie, haciendo bueno el algoritmo platónico de la correlación entre el alma (con su conjunto de fuerzas, emociones y razones) y la ciudad.
Incluso en los interiores propiamente dichos —el estudio de Midge (Barbara Bel Geddes), la contraparte de Madeleine/Judy, o la oficina donde Ferguson es contratado—, la ciudad deja sentir su presencia a través de ventanales que enmarcan un derrame de concreto, el telón de fondo de la obra de bordes necrófilos que se desarrolla ante el espectador. Asimismo, el silencio que Benjamin concibe como aura, esa «irrepetible aparición de una lejanía, por cerca que ésta pueda estar», es captado claramente por Hitchcock: la primera persecución de Madeleine/Judy, a la que alude Trías, transcurre en un sigilo que crea la atmósfera idónea para que se manifieste la lejanía de Carlotta y que se reactivará al principio de Psycho,durante la huida por las carreteras de Arizona y California.
De acuerdo con James Griffith, Psycho nos perturba «porque nos confronta con el terror de ser observados en secreto». En Vertigo, no obstante, este terror es mayor porque implica una metamorfosis: Ferguson espía a un fantasma sin imaginar que alguien —su contratante, el público al filo del asiento— lo espía, convirtiéndolo a su vez en trazo fantasmático, sombra en la canícula de San Francisco. El flâneur deviene así su propio espectro: bastaría un veloz vistazo de Kim Novak, el clic de la cámara de Cindy Sherman, para registrarlo como tal contra el telón urbano, ese fondo propicio para toda clase de apariciones, lejanías y aun invisibilidades.