Las mejores intenciones [fragmento] / Thomas Brussig

Música

Acaso lo que querían era volverme a enrolar. El pretexto con el que se requirió mi presencia en la Comandancia del Distrito Militar en la Rosenthaler Platz sonaba inofensivo, «actualización de sus documentos», sin embargo enseguida hicieron sus comentarios y me midieron a miradas. Yo ya había «servido», pero si a ellos se les ocurría, podían volverme a reclutar. Hojearon mi expediente, y un capitán me preguntó aburrido si yo había nacido el 05/3/66. Probablemente quería probar si resucitaban mis reflejos militares y yo le respondía: «Es correcto, camarada capitán», pero la respuesta que le di fue «Si está escrito ahí, seguro la fecha es correcta», a pesar de que eso les hubiera bastado para enlistarme, para volver a «enseñarme modales». El capitán hizo que le confirmara yo otras cosas más de las que aparecían en mi expediente, y quizás solamente estaban jugando conmigo, pues todo joven de veintidós años, después de haber «servido», tiene tantas ganas de volverse a enrolar como de contraer sarna.
     Más tarde analicé en mis pensamientos cada uno de los gestos que pude recordar, intentando leer en ellos indicios o señales, lo cual, no obstante, sólo me hizo sentir más impotente. Y es que no podía saber ni qué estaban planeando conmigo, ni tampoco si en realidad estaban planeando algo conmigo.
     Caminé, al regresar de la Comandancia del Distrito Militar en la Rosenthaler Platz, a lo largo de las calles Pieck y Borsig. En aquella época, si conocías bien el rumbo, podías cortar camino pasando por los patios traseros. Los portones de entrada y las puertas de las casas estaban siempre abiertos, en lugar de cerraduras tenían cráteres carcomidos y apolillados en la madera, y quien penetraba por uno de estos portones al primero y luego al segundo de los patios traseros podía comprobar que entre los predios no había muros ni cercas, y de haberlos a menudo faltaban tablas en las cercas, o las mallas metálicas estaban caídas y aplastadas. A veces las puertas de los sótanos también estaban abiertas, y entonces quizás el pasaje a través de los sótanos era la conexión entre los patios, si arriba estaba cerrado. Desde que tenía yo trece años empecé a trazar estos caminos secretos en un mapa de la ciudad con un lápiz de dureza 5H, y para ello desarrollé un sistema de indicaciones propio que sólo yo entendía, y del que se infería en cuáles números de casas de una calle existía un pasaje, y si éste era a nivel del suelo o subterráneo. Las primeras exploraciones fueron en los alrededores del Hackescher Markt, y a lo largo de los años amplié mi radio. En consecuencia, el mapa de la ciudad que llevaba siempre conmigo se veía así: los garabatos trazados a lápiz eran más densos en torno del Hackescher Markt, y se desenmarañaban entre más se alejaban de ese centro hasta diluirse totalmente —o bien aparecían como islas en barrios que ocasionalmente terminaba yo explorando. El concepto de «indios metropolitanos» a mis trece años me era desconocido, pero describía exactamente lo que yo quería ser. Recorría esos caminos descubiertos por mí cada vez que se presentaba la oportunidad, o exploraba otros nuevos. Cuando regresaba de la Comandancia del Distrito Militar quise averiguar si las rutas secretas de mi mapa seguían vigentes, y corté camino a través de los patios traseros. Esto es, atravesé un patio interior, salí a una calle paralela, y de ahí caminé al portón de entrada de unas casas por donde llegaría a la siguiente calle paralela, y así sucesivamente.     
     Me encontraba ya en la Tieck cuando oí música que salía de un sótano. Era en vivo, el ensayo de una banda, y no podía entenderse si lo que cantaban era en inglés o en alemán, a pesar de que el cantante cantaba siempre una sola y la misma frase. Era un tema rápido, brusco, la batería resonaba, y el guitarrista se acoplaba correctamente.
     En la Chausseestrasse justo pasaba retronando un tranvía de la línea 46. El cielo estaba gris, ya desde días atrás, un cuervo estaba parado en un muro, había lodo de nieve por todas partes, y el pavimento estaba tan inclinado que parecía como si los coches estacionados al borde de la calle tuvieran todos las llantas desinfladas. «Sin música, nada de esto se puede soportar» —en los últimos años, esta frase me había venido a la mente una y otra vez. Para quitarme de la cabeza el pensar en la Comandancia del Distrito Militar, entré al sótano.
     Cuando me dejo ir con música a muy alto volumen, en pocos segundos entro en otro estado, en especial desaparece el sentimiento de insignificancia generalizada. Si bien la banda —eran cinco— había notado mi presencia, en absoluto me prestaron atención. Todos tenían más o menos mi edad, sólo el bajista era unos diez años mayor. El guitarrista era un chico de movimientos vigorosos, con ojos cafés y un rostro suave y bien proporcionado, como de premio de belleza. Nefertiti reencarnada en hombre. También el tecladista era una maldita beldad, en todo caso era un tipo que uno jamás supondría en una banda de sótano; se veía como un yerno, tenía un rostro brillante y abierto, el cabello rubio y corto, y dedos muy delicados que hacían pensar en patas de araña. El rostro del bajista, por el contrario, estaba cubierto por una maleza de pelos de barba, y apenas se podían advertir sus labios y los hoyos de la nariz. También sus pestañas y sus cejas parecían proliferar, y, además, tocaba con los ojos cerrados, y al hacerlo, siguiendo un sistema indescifrable, giraba la parte superior del cuerpo de un lado al otro, se inclinaba y se sacudía. El baterista, con una camiseta deportiva negra y jeans negros, estaba sentado en su taburete; llevaba sus cabellos negros con un corte desgreñado, tenía ojos muy juntos que le daban un aire del listo Urfino del libro para niños de Alexander Wolkow, y sobre su piel se había formado una película de sudor. Sin embargo, en el centro estaba parada una mujer tan hermosa que debería describirla, pero ni siquiera lo voy a intentar. De haber sido una india, hubiera podido haberse llamado Pequeña Castaña, y no me quedaba claro cómo era posible que la banda, con su presencia, no se equivocara todo el tiempo al tocar. Ella era la cantante de casi todas las canciones; sólo por casualidad se había dado que no estuviera cantando justo cuando yo entré. Llevaba colgada una guitarra acústica, tan grande y bultosa como el cajón de un mueble. Un foco en el techo arrojaba una luz que producía fuertes sombras. Las paredes estaban pintadas de blanco, lo que hacía más agudas las sombras, y había algunos calentadores eléctricos alrededor. Sin embargo, casi no alcanzaban a calentar el recinto. Con excepción del guitarrista, todos los integrantes de la banda llevaban suéter con cuello de tortuga.
     Ahora entendía también qué era lo que el cantante cantaba todo el tiempo: «Bajo el radar, bajo el radar, volamos, volamos bajo el radar.» O sea en alemán. Se acompañaba golpeando las cuerdas, y a veces agarraba el micrófono como si tuviera que luchar por él. Al cantar volaba también siempre algo de saliva; contemplada de cerca, la música de rock es trabajo de verdad. Se cree que la energía proviene de las cajas de los altavoces y de los amplificadores. Pero eso no es cierto. La energía sale de las personas y de su furia.
     Luego de ese tema comenzaron de inmediato con el siguiente. Pesadas guitarras tocaban un ritmo recalcitrante, monótono, y, apoyadas por un inquieto teclado, construían una lóbrega maquinaria para una canción. Entonces los instrumentos se detuvieron, sólo tocaban bajo y batería al llegar la intervención de la cantante. Su voz era delicada, increíblemente diáfana, lo cual creaba un formidable contraste con la rudeza que hasta entonces había tenido la canción. Para no quedarme mirando todo el tiempo a la cantante, me concentré en las manos del tecladista. ¿Pero cómo se puede llegar a tener dedos tan largos? ¿Acaso era un transplante de un personaje de alguna película muda expresionista?
     Se veía que el tecladista llevaba el mando, pues él era el que interrumpía las canciones cuando algo no sonaba bien; enseguida pulían esa parte hasta que sonaba mejor, o por lo menos distinto. Como a los demás de la banda les hablaba por su nombre, pronto supe que el baterista se llamaba Micha, el guitarrista André y el bajista Rainer. De la cantante, sin embargo, nunca dijo el nombre, y el de él tampoco se mencionó.
     A la tercera o cuarta canción, el tecladista dejó de tocar otra vez y dijo:
—Aquí falta de alguna manera un color. Algo así como…
—¿Saxofón? —sugirió el guitarrista.
—Naaa…
—¿Armónica? —preguntó el guitarrista.
—Una armónica estaría bien —dijo el tecladista—. Pero aquí nadie la toca. ¿O acaso tú?
La pregunta iba dirigida a mí, y entonces pensé, carajo, si ahora digo Sí estoy en una banda, hago música, que por mucho era lo más excitante que se podía hacer en este país. Pero por desgracia no sabía tocar la armónica como tampoco ningún otro instrumento.
El guitarrista dijo:
—Puedo hacer que se oiga como armónica…
Volvieron a tocar esa parte, y de nuevo me vi envuelto por música, algo tan trascendental como una religión o el nacimiento de una galaxia. En comparación, todo lo demás era incoloro y profano.
Pensé en la Comandancia del Distrito Militar, en los tubos de neón que hay ahí y en sus revestimientos acanalados, en las puertas y perillas baratas, en los rostros pastosos de los oficiales y en sus uniformes, de los que la sola idea de ponerme uno me daba urticaria. La Comandancia del Distrito Militar, la imposición única, el templo de lo ridículo. Pero en ese sótano yo había encontrado algo que decidí nunca soltar, nunca quitármelo. Naturalmente había oído yo música a menudo, de discos, de cintas o en vivo, también a más volumen que en ese sótano —y no obstante el sótano era nuevo. Fue la segunda canción, la que había comenzado con rasgueos de guitarra, a la que se habían acoplado primero la batería, luego el bajo y el teclado, y cada uno de estos instrumentos había hecho que la canción sonara más relevante, más lóbrega, y me sentí como si estuviera en una cocina de brujas, en el laboratorio de Frankenstein, y cuando entonces la cantante empezó con su melodía, supe que ahí estaba yo experimentando algo que nunca antes había experimentado. Lo que yo quería saber de la vida tenía que ver con libertad, y en consecuencia que nadie tiene poder sobre ti, y supe que tenía que dejarme ir con esa música para acercarme a ellos.
     Sin embargo, cuando los músicos dejaron de tocar y se pusieron a platicar, fue como si todo lo grandioso hubiese sido absorbido. Solamente cuando tocaban eran algo especial. En realidad, durante las semanas y meses que siguieron me resultó incomprensible que esas personas, que juntas podían lograr algo tan hermoso, del otro lado de la música no eran en absoluto nada especial.

Cuando el ensayo terminó, los músicos se ensartaron cigarrillos, y cuando terminaron de fumar cogieron sus chamarras, abrigos, bufandas y gorros, mientras que el baterista desenrollaba un colchón de hule espuma y hacía preparativos para pernoctar en el sótano. Como me quedé mirando asombrado, dijo:
—¿No tendrás tú por casualidad un cuarto para ensayar que se pueda cerrar con llave? El nuestro pueden abrirlo en dos minutos —miró a su alrededor: batería, teclado, guitarras, amplificador, cables y altavoces—. Sería triste perder esto.
     La puerta del sótano era un remiendo formado con tablas delgadas que tenía más huecos que madera: una puerta simbólica, por así decir. Una manta bloqueaba la vista al interior.
—Déjame pensar —dije, aunque sabía que no les podía ayudar.
Los miembros de la banda se marcharon, uno tras otro, y nos dejaron a los dos solos. Sobre el interruptor de la luz decía: «When the music is over, turn out the light!»
Por lo embarazoso de la situación, me puse a tratar de colocar una esquina caída de la manta de nuevo en el clavo que la sujetaba. Micha dijo:
—Se ve que eres ordenado, ¿o no?
Y luego me preguntó directamente:
—¿Sabes manejarte con dinero? Por tu aspecto, yo diría.
Yo no sabía lo que significaba «manejarse con dinero», ni tampoco cómo se veía alguien capaz de manejarse con dinero.
—¿A qué te refieres? —pregunté.
—Aún seguimos buscando a nuestro Brian Epstein.
Dos horas atrás se me preguntó si tocaba yo la armónica y ahora si quería ser mánager. Mi camino parecía conducir inevitablemente al mundo de la música.
—¿Y acaso tienen un nombre? —pregunté.
—¡Y vaya nombre…! —la hizo de emoción.
Pero luego dijo, en un tono incidental llevado al máximo: La Peste. Y dejó que me figurara lo que significaba ser mánager de una banda con el nombre La Peste. Ya me oía yo en casas de la cultura gritando: «¿Quieren que les traiga La Peste?» O bien: «Tengo La Peste, que nunca ha estado en Zwickau. ¿Cerramos el trato?». Me imaginé su primer disco: ¡Estallido! La Peste era realmente un nombre a todo dar.

Yo trabajaba entonces como portero en el Hotel Metropol, y cuando al día siguiente vi que en el sótano cambiaban una puerta de metal, al terminar mi turno simplemente me llevé la puerta vieja. Simplemente en el sentido de que simplemente no le pregunté a nadie; transportar la puerta fue lo contrario de simple. Luego de cien metros me di cuenta de que me había confiado demasiado, recargué la puerta en la pared de una casa, y quise creer que en media hora aún seguiría ahí. Corrí hasta el sótano de los ensayos, donde faltando diez para las cinco encontré tan sólo a Micha y al tecladista, fumándose un cigarro. Micha me saludó con un: «¡Hola, Epstin!». Cuando les hablé de una «puerta acorazada», el tecladista dijo que lo solucionaríamos con su Barkas, y ambos salimos.
     El tecladista se llamaba Sebastian, y tenía la Barkas porque era mensajero en el ayuntamiento.
—¿Tú eres nuestro mánager? —preguntó mientras encendía la camioneta—. Me parece bien.
     La puerta seguía ahí. Sebastian se echó en reversa hasta la pared de la casa, y cuando íbamos a alzar la puerta para meterla a la Barkas, de pronto empezó a sangrar de la nariz. Sebastian echó la cabeza para atrás y dijo en voz baja: «Mierda, mierda, mierda», todo el tiempo «mierda, mierda, mierda».
     La hemorragia cesó al final, sin embargo tuve que acomodar la puerta en la camioneta yo solo.
—¿Y tú querías arrastrar esa cosa hasta el sótano donde ensayamos? —dijo Sebastian al arrancar el vehículo—. ¿Te crees Popeye? ¿Te crees Obélix?
La puerta crujía con cada cambio de posición, y cuando pasamos por el empedrado hizo tanto ruido que pensé que en cualquier momento el piso se iba a quebrar. A cada rato era yo testigo, a veces incluso cómplice, de cosas que se rompían. En la mañana, primero, al servir té caliente una jarra para jugo se partió en trozos, y cuando en el trabajo tuve que firmar algo, al presionar el bolígrafo éste se hizo pedazos en mi mano. La semana previa, al querer abrir la tapa de mi buzón que estaba atorada, metí la mano por la rendija para empujar la tapa; pero en vez de conseguirlo, arranqué de la pared toda la tira de buzones, y es que el larguero sobre el cual estaban atornillados los buzones estaba sostenido únicamente con pernos. Hubo un ruido ensordecedor cuando el traste entero se vino abajo golpeando el piso. Un ruido similar era lo que yo estaba esperando durante el trayecto en la Barkas cuando la puerta de metal rompiera el piso de la camioneta y cayera al pavimento. Sin embargo el piso resistió hasta el sótano de los ensayos. Sebastian dijo:
—Rainer hará la instalación. Él es el conserje durante el día.
—Los conserjes que yo conozco siempre me cuentan todo lo que no pueden hacer —dije—. Y te garantizo que tampoco pueden instalar una puerta.
     Los buzones seguían ahí desde el día que los arranqué de la pared: en el piso del pasillo de entrada a las casas. Una vez me encontré a la mujer cartero haciendo su trabajo; parecía como si le estuviera dando de comer a un perro salchicha.
—Al respecto Rainer no es muy distinto —dijo Sebastian—. Sólo contesta el teléfono si lo dejas sonar dos veces, luego cuelgas y de inmediato vuelves a llamar.
     Me preguntaba para qué tanta complicación, y Sebastian pareció adivinar mis pensamientos:
—Para filtrar a todos los que llaman por las cuestiones normales de un conserje, como un cagadero tapado, cosas así.
     Mientras tanto, el resto de la banda había llegado ya; Micha salió a encontrarnos, y al bajar con él cargando la puerta, guiados por Sebastian, me pareció como si justo en ese momento estuviera yo pasando por un peculiar ritual que me convertía en miembro de la banda.
—Una verdadera puerta acorazada —dijo Micha—. Todo fue cosa de Epstin.
     Luego de que fui llamado Epstin una o dos veces más sin protestas de mi parte, el nombre se me quedó, y nadie preguntó cuál era mi nombre verdadero. Y si ya me llamaban Epstin, también podía yo ser su mánager. Al parecer, eso era lo que querían. Si no, ¿entonces por qué habrían de llamarme Epstin?

Para el siguiente ensayo la puerta nueva ya estaba instalada, y a pesar de que el cemento seguía fresco, La Peste pudo hacer algo que antes nunca hacía después de los ensayos, que era ir a un bar. Si todos van al bar pero uno se queda cuidando los instrumentos, éste creerá que los demás están tramando expulsarlo de la banda. Una banda sólo puede ir al bar si acuden todos los integrantes, eso fue algo que aprendí.
     Los bares no fueron nunca asunto mío, ya que mi capacidad de beber era la de un niño de ocho años. Previamente a que, ya tarde en la noche, terminara yo escurriéndome hasta debajo de la mesa, quise antes que nada ganar puntos con ellos, y saqué a relucir mi afición por las rutas secretas, haciendo que La Peste pasara por patios traseros hasta la Pieck para llegar a El Manantial, por lo cual, en son de burla, fui declarado «personaje con tendencias cartográficas». A causa de algunos detalles que prefiero ahorrarme, La Peste terminó en la cuestión del surgimiento de los montículos de topo. Todos estaban de acuerdo en que eso tenía que ver con un enigma, si no con un misterio: puesto que los topos son incapaces de apartar por sí solos la tierra, «y es que ahí ya hay tierra, y donde hay un cuerpo no puede haber otro, según nos dijeron en física» («¡Aunque en biología nos dijeron exactamente lo contrario!»), por fuerza tienen que dejar la tierra detrás de sí, con lo cual taparían el túnel recién abierto inmediatamente después de haberlo excavado, en vez de formar un montículo sobre la superficie.
—¿No serán entonces acaso dos topos? —dijo la cantante.
—¿O por qué no igual una banda? —propuso el guitarrista.
     Cuando llegamos a El Manantial, el enigma seguía sin ser resuelto.
     En el bar casi no había gente, y cuando llegó la primera ronda de cervezas, André dijo:
—Bueno, pues ahora podemos sacar todas las cosas que nos han pasado luego de tantas noches en el sótano. Siempre me he quedado con todas mis historias.
—¿Qué historias? —preguntó Sebastian—. Pon un ejemplo.
—Una vez me quedé dormido, y la linterna se me escapó rodando; cuando desperté lo que pensé fue: hey, ¿acaso comenzó en este lugar la temporada de jabalíes? ¡Hay jabatos corriendo por todo el sótano! ¡Cazador, sopla tu cuerno! Pero tan sólo eran las sombras de las ratas.
     Nada de eso es verdad, pensé.
—Si eso es a lo que llamas una historia, yo no tengo ninguna —dijo Sebastian.
—¿Y tú? —la pregunta era para Micha.
—Sólo dormí. Capté nada.
—Micha nunca habla con frases elaboradas —dijo la cantante dirigiéndose a mí—. Debe de ser por rebeldía en contra de su maestro de alemán. Frases elaboradas, nomás bajo tortura, ¡verdad, Micha!
—¡Tonterías!
—¡Hey, no se puede que no les haya pasado nada! —dijo André—. Esos gritos en la noche, de los que no se podía saber si se trataba de un gato o de un bebé… ¿Qué nunca oyeron eso? A mí me pareció escalofriante.
—¿Qué onda con tus oídos? —preguntó Sebastian—. Tú eres capaz de reconocer acordes que nadie sabe siquiera que existen. Un acorde en fa sostenido bemol disminuido a la mitad, esas cosas. ¿Y no puedes distinguir a un bebé de un gato?
—Ustedes no saben en realidad a lo que me refiero —dijo André—. Se diría que soy yo el único que se ha quedado ahí de noche.
—Tal vez… —dijo el bajista y le dio un largo trago a su cerveza— …sea como dices.
—¿Verdad? —respondió André—. ¡Pero qué tal si alguien hubiera venido y se hubiera clavado todos los instrumentos…!
—Vamos, ¿quién podría venir a las dos de la mañana a robarse una batería?
—Lo bueno es que ahora tenemos una puerta acorazada —dijo Sebastian y se volvió hacia mí—. ¿Qué dices, Epstin, de seguir colaborando con nosotros?
—El dinero con el que debería saber manejarme más bien no existe —dije, y le di el último trago a mi cerveza.
—Es correcto —dijo la cantante—. De dinero tenemos mucho… déficit.
—Por lo demás, los mánagers son también los sujetos que transforman a sus bandas en gente estrafalaria —dije.
—Lo que queremos es hacerla realmente con nuestra música —dijo la cantante—. Sin nada de tonterías.
—Claro —dije, y me di cuenta de cómo me iba emborrachando—. Pero si a alguien le divierte disfrazarse o de alguna manera adoptar una pose, eso no hace daño. David      Bowie, Kiss, Angus Young, Boy George, Udo Lindenberg: todos ellos jugaron mucho con su imagen. Incluso a los Beatles no les pareció nada mal aparecer alguna vez con uniformes de colores chillantes.
     El que soltara yo algunos nombres tenía como trasfondo mis ganas de desplegar mi saber enciclopédico en cosas de música, pero lo único que ocasionó fue que todos dejaron de oír por qué proponía yo intentarlo de otro modo:
—Y si ya se llaman La Peste, pues cada uno podría representar una enfermedad distinta: tú la viruela, tú el cólera, tú la lepra…
—Mejor dejemos eso… —dijo Sebastian.
—Por lo demás, los puedo convertir a ustedes en leyendas. No hay ningún problema.
     Eso pareció interesarles, y le dije a Sebastian la primera cosa que se me ocurrió.
—Tú, por ejemplo, eres el mutante total.
     Sebastian me volteó a ver horrorizado.
—¿Cómo se te ocurre algo así?
—Por tus manotas —dije—. Los dedos de mutante más puros. ¿Cuánto abarcas con ellos? ¿Tres octavas? ¿Cuatro?
—Nada de eso. Una duodécima.
—¿Y dónde naciste?
—En Schmalkalden —dijo Sebastian.
—¿Pero cómo puede ser?
     Sebastian reflexionó un momento, y yo me sentí un tanto impertinente, ya que con mi pregunta estaba yo trasladando de vuelta a su pueblo a alguien que quizás había escapado felizmente de ahí.
—Schmalkalden es increíble —dijo Sebastian—. Cuando de noche eructo en medio de la plaza del mercado, se produce un eco que suena como ninguna otra cosa en el mundo. Ya he eructado de noche en muchas otras plazas, pero ningún eco puede compararse con el de Schmalkalden.
—Magnífico —dijo la cantante—. Si se corre la voz, pronto estarán saturados de turistas deseosos de eructar todas las noches en la plaza del mercado.
—En lo que respecta a tu leyenda, tú naciste en Greifswald —dije—. Junto al reactor nuclear. De ahí tus dedos tan largos. Eres Sebastian, el mutante al teclado.
     Lo que me parecía sospechoso eran sus hemorragias nasales, pero no le dije nada. Alguna vez leí que los enfermos por radiaciones empiezan a sangrar de improviso, y por sus dedos largos surgió en mi manifiesta borrachera El Mutante de Greifswald.
     Entonces me dediqué al baterista.
—Tú eres el niño del sótano. Tus padres te mandaban al sótano cuando te portabas mal. Ahí había una batería, y para conjurar tu miedo comenzaste a golpear los tambores. En algún momento empezaste a portarte mal sólo para que pudieras llegar a la batería. Tú eres Micha, El Percusionista contra las Tinieblas. Y encima de tu batería colgaremos de un cable un foco de cuarenta watts, como alusión a tus raíces.
—O le ponemos sobre los platillos una linda rata —dijo la cantante—. Micha, el Bicho Sotanero. En cambio la leyenda de André ya la oí cien veces.
     Para mostrar cuánto le aburría esa historia, soltó un bostezo actuado.    
     Me dirigí al guitarrista.
—¿Entonces tú ya tienes una leyenda?
—Buéee… Quizás ella se refiere a la vez que en un cuartel toqué el himno de Estados Unidos ante cuatrocientas personas —dijo, actuando el papel de oh-por-favor-no-otra-vez, con lo cual mi parte consistía en insistirle con las palabras: «¡Cuenta, cuenta!».
     Le hice el favor y fui recompensado.
—Era un programa cultural. Yo debía aparecer en público con mi guitarra. Dije que solamente podía tocar guitarra eléctrica, y entonces yo no sé de dónde se agenciaron un amplificador y una Musima Vibromatic. Dije que tocaría algo de un músico negro opositor a la guerra de Vietnam: y era la versión de Jimi Hendrix en Woodstock del Star Spangled Banner. Lo toqué hasta el final. Los oficiales eran tan poco musicales, que no reconocieron el tema original.
—A lo mejor lo que tocaste era una mierda —dijo Sebastian—. Mi hermana toca el violín desde hace cuatro años, pero cada vez que dice que está tocando Mozart, a mí me parece que imita a un gato sufriendo una violación.
—Cinco días de arresto, cancelación de mis estudios… Pero no porque haya yo tocado mal. Desde la perspectiva meramente legendaria, eso tiene más o menos el mismo rango que Chuck Berry.
—En comparación con tocar el himno estadounidense en un salón cultural del Ejército Popular Nacional, el rock’n’roll en la iglesia es un chiste —dije, y me ocupé del bajista, quien era mayor que el resto de la banda. Me había llamado la atención que él en realidad nunca abría la boca—. ¿Qué tal si a ti te hubiéramos encontrado en el bosque? Estabas sentado en silencio al pie de un árbol, tallando algo, y nosotros no sabíamos si era una cuchara muy grande o una balalaika. Creemos que tus padres viven exilados en Siberia, y que tú te escapaste de ahí y por años caminaste errante a través de los bosques. Tocas con tripas de lobos siberianos, las cuales extrajiste con tus propias manos tú mismo.
     La banda se me quedó viendo, y la cantante puso en palabras lo que todos pensaban:
—A este tipo le falta un tornillo.
—Pero es inofensivo —dijo Micha.
—Entonces ahora tenemos al Mutante del Teclado, al Percusionista del Sótano, al Chuck Berry del Ejército Popular Nacional y al Niño del Bosque —dijo André.
—Sólo falta Silke —dijo Sebastian.
     Ajá, la cantante se llamaba Silke. Por su aspecto, era difícil pensar en una leyenda. Alguna vez se quedó encerrada en un laboratorio, y para no morir de sed se bebió todo el bidón con estrógenos.
—No me lo tomes a mal —dije—, pero la pregunta es obvia: ¿quiénes son tus padres? ¿No tendrás una foto de ellos?
     Silke pareció perder la compostura. Su mirada temblaba, lo mismo que su voz.
—Yo no quiero ninguna leyenda, sino un nombre decente. Y es que el nombre que tengo me parece una mierda.
—¿Y cómo quieres llamarte? —preguntó Micha—. ¿Blancanieves?
—Wow —dijo Silke.
     Y como no entendimos de inmediato, añadió:
—Quiero llamarme Wow.
—Wow va bien.
—¿Puedes decir eso, pero sin que te escurra baba del hocico? —dijo Silke.
     En ese momento, de la radio del bar salió el acorde inicial de «A Hard Day’s Night». Un acorde que se puede reconocer entre decenas de miles. Lo oyes… y de inmediato sabes qué sigue. Y mientras estaba yo con La Peste en ese bar, lucubrando leyendas para ellos, se me hizo evidente que en el sótano de los ensayos en algunas partes había yo presenciado también el alumbramiento de lo inconfundible. Yo había oído patinar al teclado, tropezar a la batería, y a la guitarra gemir y lamentarse, de un modo como no había oído nunca, y que en cualquier momento volvería a reconocer. Probablemente ellos mismos ya sabían cuán lejos habían llegado. Y probablemente sabían también que a partir de ahora ya sólo podrían escribir canciones tan buenas como «A Hard Day’s Night». («Ya sólo», está bien.) Todo el sentido del comentario de Micha de que La Peste estaba buscando a su Brian Epstein se me aclaró apenas hasta ese momento, al oír el acorde característico de «A Hard Day’s Night». No se trataba solamente de un mánager. La Peste quería volverse tan grande como los Beatles.

Traducción del ALemán de Gonzalo Vélez

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