Las cenizas de las ideas

Naief Yehya

(Ciudad de México, 1963). Uno de sus libros más recientes es la novela Las cenizas y las cosas (Random House, 2017).

Las paredes cubiertas de libreros eran lo que realmente hacía fascinante el departamento de O. No había muro libre de los placeres de la lectura. Cada rincón tenía repisas, cajas, estantes y tablas adaptadas para sostener libros, revistas, panfletos, catálogos de exposiciones, programas de teatro y conciertos. Cada centímetro cuadrado de sus muros estaba tapizado de historia, de historias. Los tonos descoloridos de los lomos de los libros daban señales inequívocas de los estratos de pensamiento de O, de la genealogía de las lecturas, del orden en que cada autor llegó a su vida.

Así mismo, el desgaste de los lomos hablaba del interés y la curiosidad de O. La organización del departamento biblioteca no era escrupulosamente lógica, sino que se trataba de una metódica reconstrucción de su propio desarrollo intelectual, de sus descubrimientos, entusiasmos, desilusiones y reencuentros. Era el mapa de un laberinto que se extendía con cada nueva lectura. Así, La metamorfosis, El proceso y El castillo de Kafka estaban en uno de los libreros privilegiados de la sala, al resguardo de los rayos del sol que entraban por la ventana, pero El artista del hambre estaba en un rincón cerca del baño, encogiéndose en el olvido. Mark Fisher había conquistado un lugar junto a Kant y Hegel, pero Nick Bostrom tenía encima una violeta africana que a menudo goteaba sobre sus páginas. O nunca tiraba un libro, por eso tenía cuatro ejemplares de la Odisea que había encontrado a lo largo de los años y no podía desechar y uno de La guerra del fin del mundo, que había leído y admiraba con una mezcla de repudio y vergüenza. Hasta el polvo tenía sus preferencias, al recorrer el pasillo, entre los libros de economía y política el olor a librería de viejo era inconfundible, pero los libros de la habitación principal olían a nuevo a pesar de haber estado ahí por décadas.

Varias veces O fue amenazado con incrementos imposibles de rentas, con terremotos que rajaron muros y partieron ventanas, con vecinos ebrios que presumían de sus influencias, de la hostilidad de una ciudad que se convertía en panacea del teletrabajo para miles de empleados corporativos con lattes en mano y Macs bajo el brazo. O resistió con una actitud de desafío, descaro y a la vez nihilismo. Desconfiaba de las novedades, era renuente a seguir las modas intelectuales y tenía terror de las efervescencias tecnoculturales de la era digital, de los ebooks y los pdfs, de la obsesión por googlearlo todo, de las redes sociales como refugios de la intolerancia, de la inteligencia artificial como sinónimo de pereza y de la obsolescencia impuesta a los diccionarios y obras de referencia. Leyó cuanto pudo sobre la revolución digital en papel y exploró los rincones del ciberespacio en busca de claves y respuestas. No podía imaginar sustituir la letra impresa por los efímeros pixeles. Supongo que se preguntó: ¿Cómo sería vivir sin libros? Y ¿qué personalidad queda en una casa sin literatura?

La colección de libros y documentos de O era obviamente envidiable. ¿Quién no haría cualquier cosa por tener semejante selección? ¿Y cómo poner precio a décadas de meticulosa curaduría de lecturas, de elecciones tormentosas, de afortunadas compras impulsivas y apuestas por autores. Una fortuna invertida en papel y tinta que le llenó la vida de alegría y satisfacción y que era celebrada por amigos, colegas, desconocidos y rivales súbitamente quedó a la deriva, a la voluntad de oportunistas, ignorantes, agnósticos del poder de la literatura, pragmáticos y familiares adoloridos e impacientes. No sé si O mencionó sus libros y sus objetos personales en las horas que estuvo consciente en el hospital. ¿Habrá imaginado que esa parte de sí mismo también se desintegraría como su mente o pensó que se llevaría su biblioteca a donde quiera que su mente se estaba mudando? ¿En algún momento se pudo dar cuenta de la gravedad de su condición? ¿En esas pocas horas, minutos de sensatez, habrá entendido que no regresaría a ese departamento, a esa cama, escritorio y libreros?

Creo que nadie mencionó qué hacer con sus cosas hasta varios días después de que su cuerpo fuera incinerado. Sus amigos y familiares no se atrevían a imaginar desocupar su departamento, limpiarlo, repartir, tirar, donar o lo que fuera sus pertenencias. Aparte de sus libros O no tenía gran cosa, no dejó testamento alguno ni, que yo sepa, indicaciones de cómo proceder en su ausencia. Muy pocos pensamos en eso cuando sabemos que no tenemos casi nada. La hermana de O me llamó para decirme que estaban invitando a todos los amigos a llevarse los libros que quisieran, aparentemente los ofrecieron a varias bibliotecas y éstas no mostraron mucho interés. Mientras hablábamos yo recorría con los dedos y la mirada los lomos de mis libros, una montaña de problemas que inevitablemente heredaría mi familia en un futuro cercano. Esa misma tarde fui al departamento que fuera de O, había una media docena de personas limpiando la cocina, los cajones, sacando enormes bolsas de basura. La casa olía a podredumbre y abandono mientras se iba vaciando. Todo mundo se ignoraba, como si cumplieran una tarea fatídica y quisieran mantenerse en un anonimato sin deseos de compartir con nadie. El polvo se impregnaba en las fosas nasales como nunca había sucedido mientras O estaba vivo. Me puse a elegir los libros que deseaba conservar pensando en la tristeza que era violar la integridad de ese monumento de papel, apuntes, subrayados y separadores. Ingenuamente pensaba que todos los volúmenes y documentos serían recogidos y rescatados. Imaginaba que debía de apurarme a seleccionar lo más valioso para mí antes de que me lo arrebataran, creía que mi relación con O me debía de dar ese privilegio. Pasé muchas horas seleccionando libros, algunos porque me interesaban, otros porque sabía el valor sentimental que tenían para O, unos cuantos más porque pensaba que eran raros y valiosos. Cuando dieron las diez de la noche y decidí irme, el caos en el departamento se veía igual, a pesar de haber sacado docenas de bolsas negras repletas de desechos y productos que nadie quería. En los días siguientes, varios intentamos acomodar los libros de O en bibliotecas, escuelas, colecciones de amigos y conocidos. Muchas personas fueron a llevarse libros en cajas, bolsas y mochilas, pero la colección seguía imponente. Un comprador de libros de viejo quiso cobrar por llevárselos y uno más ofreció un puñado de pesos por hacernos el favor de sacarlos de ahí. Cada día venían menos personas a ayudar con la limpieza del departamento. Una mañana quedábamos tan sólo la hermana de O y yo, cientos de libros nos desafiaban a reacomodarlos en donde fuera posible. Yo seguía llevándome unos cuantos todos los días, pero la biblioteca no disminuía visiblemente y en mi casa ya no cabía nada más. El casero exigía que se entregara el departamento y que debía estar completamente vacío, de lo contrario no regresaría el depósito. La hermana de O no podía darse el lujo de perder ese dinero. Nos sentamos en el piso a beber un café en silencio mientras nos reconciliábamos con lo inevitable. Esa misma tarde comenzamos a meter todos los libros y revistas que quedaban en los libreros en cajas de jabón, vino y productos de higiene femenina. Llenamos más de veinte y sacamos las cajas a la calle para abandonarlas en la banqueta. Las manos me ardían como si me hubiera quemado o estuviera cubierto de espinas. Tuve pesadillas esa noche. Todas tenían que ver con vender, regalar y ofrecer libros. La enorme dignidad, el sacrificio y la belleza de acumular una biblioteca era de pronto una vergüenza y un capricho clasemediero, un desplante que debía ser castigado. Había traicionado la única promesa que hubiera hecho a O en vida: proteger su biblioteca. No había podido cumplir y no tenía caso culpar a un país donde nadie lee ni a una economía devastada ni un casero desesperado por cobrar rentas ni a la digitalización de todo. ¿Quedaría alguna consolación en imaginar que varios calentadores de la ciudad habrían sido alimentados con las páginas que O había leído escrupulosamente? Era parte de un irónico ritual en que cuerpo e ideas ardían juntos. O bien se trataba de una demostración de la ley de la conservación de la energía de Émilie du Châtelet: la energía ni se crea ni se destruye sino que sólo se transforma. Ese es el inevitable ciclo del pensamiento y el fuego que organiza y descompone, que eleva y reduce a cenizas.

Comparte este texto: