Lamia / Fanny Enrigue

I

En la gruta, encerrada, se ha pegado tierra
a mi falta de miembros
        monstruo
más de quinientas horas sin dormir
los ojos (siempre) abiertos con que en una era
Hera me suplició.

Los ojos
en todas las horas con la muerte del último hijo, fija:
su alargada agonía y los balbuceos
antes de siniestrarme
antes de esta cola de reptil
fui una madre que imploré: no te lo lleves
el último, no.
La de blancos brazos dilató el dolor.
¿Cuántas eras tarda?
¿Era necesario
verlo perder absolutamente toda la sangre? ¿Era necesario
verlo mirarme así, Hera?

Dame amapola
narcotízame.

Antes de mis silbidos caminantes.
Hera: herida
incurable
para mi penúltimo bebé. De un día
a otro día
la diosa vaca lo hizo enflaquecer
hasta quedarlo como una aparición.
Sorbida hasta su médula: en mis ojos
en mis senos la leche que nunca amamantó
quemadura de la diosa
calcinada por los celos, pétrea.

Dame, dame amapolita.
Hazme dormir
ciégame.

El antepenúltimo, que era el primero de los tres hijos
de Zeus que concebí antes de mi cueva
antes de mi rostro de fiera líbica.
Un traqueteo, un golpe contundente desde el cielo
murmuró el fin
el inicio de las tajantes catástrofes
por Hera venidas.

La primera de las cicatrices para el pupilar:
cada hora insomne
cada estación insomne, la vista
en la muerte de cada uno de mis hijos. Huérfana
hueca hasta en mi propio óbito.
La mía estirpe desgarró
eviscerada.

Narcotízame. Dame aunque sea un poco
un poco damapola
damapolita.

 

II
La primera coyuntura era chirriar
en el reflejo de un charco, en la linde, en el borde:
mirar en el agua
en mis ojos vistos en el agua
el homicidio de mis niños
su gesto imparlante, aterrado.

Suficientes sacrificios
suficiente paga:
otórgame el don de la ceguera.
Y esperé todas las horas
velando
lo que nunca podría enterrarse.

Palpé
mi deformidad fugada por la tristeza a esa guarida.
La condena de no cerrar los ojos
ver las últimas respiraciones de los críos
mientras ellos me miraban
ma ma ma ma
palpé mi monstruo. En esa cueva
nadie
podría verme.

Zeus no cambiaría mi sino, Zeus no me cegó.
Quítatelos
me rumoró en secreto (casi inaudible)
una noche y los otros días
mis ojos
con pena madre
miraban perpetuamente los crímenes
dentro de una vasija.

Mientras, yo velaba sin ellos lo que no se puede enterrar.

 

III
Tantos días había preguntado
hacia dónde va la sangre de los niños
que mueren.
Quién acompaña en la subterránea morada
a cada uno de ellos
quién les dice: no tengas miedo.

Dónde está la sangre de las madres cuyos hijos matan.
¿Se es todavía una madre
cuando ellos han partido?

Los crímenes se sucedían en la mirada diurna
una y mil veces dentro de aquel recipiente.
Infinitas veces dentro
de la memoria.
Los crímenes iban rompiendo la membrana
que me guardaba el juicio.

Nocturna: sacaba mis ojos del cuenco
y una vez en el rostro, salía de la caverna a espiar
como los búhos como los gatos.
Nadie
podía
verme
mientras miraba yo.

 

IV
Iba creciendo un gran tiburón en mi esófago
en ese hueco
de mis hijos. Iba volviéndose deforme
mi rostro en las horas
nocturnas que recuperaba mis ojos de aquella vasija.

Debí dejarlos ahí
al cuidado del barro y no de mi apetito.
Debí quitarme los colmillos, no salir
a silbar a los caminantes
no hablar con dulzura a los niños ajenos.

Pero no había carne tan tierna
como la intacta.

¿Se es todavía una madre
cuando se arrebata
a otras madres a sus críos?

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