Ante las murallas de Leipzig, y disponiéndose a incendiar la ciudad luego de haber diezmado a las tropas regulares del príncipe, Michael Kohlhaas —el «bandido caballero», rezaba el título de algunas traducciones anteriores de la novela— difunde un edicto en el que se define como representante del arcángel Miguel que ha llegado a restaurar a hierro y fuego la justicia contra la perfidia en la que el mundo entero ha caído.
Kohlhaas, el tratante de caballos que devino bandido, no es un revolucionario sino un rebelde. Como hace años escribiera Vittorio Mathieu, basándose en esta historia de Kleist (según Thomas Mann, Tal vez sólo en el cine haya abundantes ejemplos de las formas en que se ha sido gay en todas las épocas de la historia, aunque, como se verá, la mayoría de esas películas han tenido su origen en importantes obras literarias (por lo cual sería más exacto llamarlas «versiones cinematográficas»). En cambio el cine, más que la literatura, ha masificado ideas en torno a la homosexualidad, pues es innegable que algunas de esos filmes han tenido más impacto social. La escritora lesbiana Marguerite Yourcenar hizo notar que «el papel de la “loca” está a punto de convertirse, en las películas y musicales americanos [de los años cincuenta], en ese ingrediente un poco extravagante y un tanto conmovedor, hecho para inspirar el llanto fácil o la carcajada, que el buen negro del antiguo music hall representaba antaño» (en Una vuelta por mi cárcel, Alfaguara, Madrid, 2005). Sin embargo, con esa mínima penetración del personaje de la «loca», concluye Yourcenar, «se favorece, sin querer, una subcultura y un gueto». ¿De qué manera se favorecía? Fácil, con algo que después será uno de los puntos centrales del movimiento gay setentero: la visibilidad gay, es decir, se hacía ver que los gays existíamos, estábamos allí, en todas partes… aunque no fuera la forma más digna o decorosa de presentarnos.
Por eso, uno de los mayores reclamos de Dominique Fernandez a ese tipo de películas es que, si bien «deberíamos alegrarnos en nombre de la libertad humana, no podemos menos que quedarnos perplejos ante la mediocridad de la mayoría de las obras», pues, agrega, uno creería «que lo conquistado en el plano cívico y moral, el relajamiento de las costumbres, la liberación de los individuos, se reflejaría en las producciones de una nueva cultura, sin constricciones e inventiva» (en El rapto de Ganímedes, Tecnos, Madrid, 1992). Y aquí es inevitable ilustrar la cita con ejemplos cercanos a nuestra cultura: los «jotos» de las películas mexicanas de los años setenta y ochenta que se retorcían y mariconeaban sin razón aparente y que, en su mayoría, eran interpretados por actores heterosexuales que se travestían burdamente (mal maquillados, con vestidos coloridos y diminutos que al dejar ver todo el vello masculino se veían aún más grotescos). Entonces, ese tipo de películas ¿ayudaba o nos denigraba? Según Yourcenar, lo primero; según Fernandez, lo segundo.
La primera película gay de que se tenga noticia fue alemana, se filmó en 1919, se llamó Anders als die Anderen («Diferente a los demás») y aborda abiertamente la relación entre un maestro de música con su alumno y la presión social agudizada con el párrafo 175. La película, sin embargo, fue destruida por los nazis y sólo se reconstruyó años más tarde, basándose en el guión y con fotografías fijas. Después, en 1950, el escritor francés Jean Genet filmó el mediometraje Un chant d’amour. En los últimos quince años, muchas películas de prácticamente todos los géneros (comedias, dramas, musicales, documentales, cortometrajes y hasta de ciencia ficción y animadas) han presentado las distintas aristas de lo que es ser y vivir como gay, uniéndose así a la tradición de cintas clásicas del cine gay como la que llevó a James Dean al estrellato: Rebelde sin causa (1955); la excelsa poesía visual de Visconti, Muerte en Venecia (1971); El satiricón (1968), de Fellini; El lugar sin límites (1977), de Ripstein; Doña Herlinda y su hijo (1984), de Hermosillo, y, en un terreno más relajado, La jaula de las locas (en sus dos versiones: la francesa de 1978 con su segunda parte, a mi juicio más divertida que la primera, de 1980, y la estadounidense de 1996); El show del terror de Rocky (1975), Priscila, la reina del desierto (1994), Reyes o reinas (1995), Bienvenido Welcome (1993) y Fresa y chocolate (1993), esta última basada en el excelente relato de Senel Paz. Además, claro, hay que hablar de la mayoría de los filmes de creadores tan disímbolos como el italiano Pier Paolo Pasolini (Decameron, basada en los relatos de Bocaccio), el alemán Rainer Werner Fassbinder (Las amargas lágrimas de Petra von Kant, Un año con trece lunas, Querelle, basada en la novela de Genet), el estadounidense John Waters (Pink Flamingos), el inglés Derek Jarman (sus versiones del mártir San Sebastián y de Eduardo II, Caravaggio, The Angelic Conversation), Gus van Sant (Mala noche, My Own Private Idaho, Elephant, Milk) y el español Pedro Almodóvar (Pepi, Lucy y Bom y otras chicas del montón, Entre tinieblas, Laberinto de pasiones y La ley del deseo, que considero la mejor). O de directores más jóvenes como Julián Hernández, John Cameron Mitchell, François Ozon, el israelí Eytan Fox y el quebequense Xavier Dolan.
Esas cintas van desde cómo se ejerce la sexualidad, las relaciones más íntimas, hasta sus formas de represión, entre otros aspectos, y por otra parte están las películas donde los gays aparecen como personajes secundarios (Me enamoré de un maniquí, Expresso de medianoche, El callejón de los milagros, El silencio de los inocentes, Boys on The Side, La boda de mi mejor amigo, Cuatro bodas y un funeral, Té con Musolini, Mejor imposible, Todo sobre mi madre, Todo sobre Adam, Billy Elliot, Pequeña Miss Sunshine, Precious, 5X2, Pájaros de papel, entre muchas otras). También en ciertas películas hay guiños que sólo un gay puede decodificar: por ejemplo en Los olvidados, de Buñuel, hay una escena en la que uno de los personajes, en busca del dinero para comer, se pone a «vitrinear»; acto seguido un señor se le acerca para «levantárselo» y, sabiendo lo que hacen, la policía aparece para dispersarlos… Los «no entendidos» ¿repararán en lo extraño de la escena?
La gran mayoría de estas películas se han proyectado en los cientos de festivales de cine gay o de diversidad sexual que hay actualmente en todo el mundo: en prácticamente cada capital o ciudad importante de Europa, América, Oceanía y hasta Asia se realizan año tras año (el Outfest de Los Ángeles, el Framline de San Francisco y un larguísimo etcétera… o en las selecciones de cine gay de festivales tan importantes como el de Berlín, Cannes, Venecia y ahora también en el de Guadalajara, con el Premio Maguey); también en ellos se proyectan cientos de cortometrajes y documentales que compiten por los premios. En la Ciudad de México han existido dos festivales de cine gay: Mix y Urban Fest, el primero ya con quince años. Y, por otra parte, también se han difundido desde hace unos años en la excelente programación del canal Once del ipn y del Canal 22 de Conaculta, que creó la barra «Zona D», los domingos a la medianoche.
No obstante «lo conquistado en el plano cívico y moral», según Fernandez, el mayor reto del cine gay sigue siendo la censura, ya que muchas de las películas con esta temática tienen un alto contenido sexual: desnudos totales o escenas de sexo explícito que se pueden proyectar en un cine, para un público selecto, pero no para las masas que ven la televisión. Aun así, una cinta un tanto experimental para su época —mitad reportaje, mitad ficción—, Johan (1976), se presentó ese año en Cannes censurada y, no obstante, causó polémica por sus desnudos y escenas eróticas. Lo mismo sucedió cuando transmitieron Las hadas ignorantes, del turcoitaliano Ferzan Ozpetek, por el Canal 22: le cortaron parte de la escena en la que el protagonista se dispone a tener un encuentro sexual con otros dos hombres, o sea, un ménage à trois, según los franceses. Y lo mismo volvieron a hacer en ese canal con la candente escena en la que una pareja de hombres tiene relaciones sexuales bajo la regadera en la cinta española Más que amor frenesí. Si eso hicieron en el canal cultural de la televisión mexicana, es de esperarse que eso y más hagan en otras televisoras lla narración más intensa de la literatura alemana»), el revolucionario lo que quiere es derrocar el orden existente y sus leyes para sustituirlos por un nuevo orden y nuevas leyes, mientras que el rebelde toma en serio el orden y las leyes vigentes, en los que cree, pero que terminan siendo pisoteados por aquellos que deberían tutelarlos, gobernantes y jueces, y reacciona con violencia ante esta violación de valores y principios que para él son sagrados. El rebelde ama el orden, pero este último se le revela frágil, a menudo terrorífico, sin que pueda contraponerle un diseño ideológico, un programa político alternativo. Solamente le puede contraponer su exigencia de absoluto, y lo absoluto, en la relatividad y en la ambigüedad de las vicisitudes históricas, conduce a la tragedia —en primer lugar a aquellos que la hacen su voz, como le sucede a Michael Kohlhaas, el protagonista de la narración, y como le sucederá más tarde a su creador, Heinrich von Kleist, quien terminará suicidándose en 1811.
«Genio herido», como él mismo se proclama, Kleist es uno de los más grandes narradores y dramaturgos de la literatura mundial, «absolutamente alemán» —según Grimm definía sus narraciones—, pero a la vez universal, capaz de unir una compleja, tortuosa y turbia profundidad a una escritura cristalina que la comunica a todos, incluso a los lectores culturalmente no preparados. En esto reside su clasicismo; tanto el clasicismo de un autor que a menudo ha sido definido romántico, como el clasicismo de un hombre atormentado, ajeno a toda armonía y a toda conciliación, perseguido por obsesiones patológicas y creador de páginas violentas y durísimas que lo llevaron a enfrentarse con Goethe, el numen clásico por excelencia, venerado servilmente por él y odiado con furia al quedar herido por el rechazo del supremo poeta, disgustado por sus representaciones del horror. Con una de esas etiquetas que pretenden resumir una personalidad y una obra poética compleja, a menudo se ha encerrado el mundo poético de Kleist en la fórmula «confusión de sentimientos». Obsesionado por la verdad y trastornado por la tesis kantiana según la cual la cosa en sí, la verdad objetiva, permanece incognoscible, Kleist a menudo narra y pone en escena, con violenta intensidad y esencialidad poética sin parangón, el trágico momento que trastorna la vida de un hombre cuando su certeza y la misma evidencia sensible de su experiencia son, imprevista e irracionalmente —pero indiscutiblemente—, contradichas por la realidad misma, devastadora epifanía que abruma la mente y los sentimientos. Así, Michael Kohlhaas asiste al trastrocamiento del orden y de la justicia en los que ha creído; así, la Marquesa de O (en otra narración, apasionada y eficazmente interpretada por Rossana Rossanda), que ha sido violada cuando se encontraba inconsciente, se siente perdida en la oposición entre la convicción de no haber tenido relaciones con ningún hombre y la realidad del ser humano que está creciendo en su vientre; así —en un texto teatral, Anfitrión— Alcmena, enamorada de su apasionado esposo Anfitrión e inconscientemente amante de Zeus, que en la noche de amor ha asumido la apariencia del marido ausente, se siente confundida cuando este último regresa a casa, obviamente ignorante de aquella noche que para ella es el momento supremo de su unión, y se siente más perturbada aún por la identidad-multiplicidad del hombre amado, que es uno y dos. En el poderoso fragmento dramático Roberto Guiscardo es la peste, rampante y negada en sí mismo por el protagonista, la que asume el rostro de la vida entendida como perturbador abismo que abruma o incluso desvía hasta llegar a una violencia asesina, la inocencia.
Al igual que muchos de los grandes trágicos —basta pensar en Shakespeare—, también Kleist es extraordinariamente capaz de provocar comicidad, sabe crear esa risa que nace de la chusca e insostenible miseria de la condición humana. Cómica, pero no sólo cómica, es El cántaro roto, gran comedia en la que un juez indaga sobre un crimen que él mismo cometió (versión, en este caso humorística, de la laceración del Doble, del yo escindido) y que trata de ocultar, embrollando la irresistible verdad, en un perfecto mecanismo escénico en el que el pecado original de la vida se mezcla al sanguíneo paisaje holandés, a los suecos de las mozas de las tabernas y a las rebosantes jarras.
Nacido en 1777 y muerto en 1811, Kleist vive una de las más grandes, turbulentas y revolucionarias épocas de la historia política y cultural alemana y europea: la caída del Ancien Régime, la revolución francesa, el imperio napoleónico, los progresos de la técnica y de la economía, el clasicismo y el romanticismo (radical convulsión artística todavía en curso), la gran música y la gran filosofía alemana, Mozart, Beethoven, Kant, Hegel, las nuevas ciencias del espíritu y de lo profundo, el ascenso de su amada Prusia. De este huracán libertador y devastador él es protagonista y víctima, sobre todo en su contradictoria personalidad, moralmente equilibrada y psíquicamente inasible, lacerada, como él mismo decía, entre «esplendor e inmundicia», pathos del orden y salvaje inclinación al caos.
Anna Maria Carpi se encargó de cuidar la edición del espléndido libro, publicado en la colección I Meridiani de la editorial Mondadori, que reúne toda la obra kleistiana (teatro, cuentos, ensayos, escritos varios, artículos), con excepción de la correspondencia, aunque ésta es ampliamente citada en su ensayo introductorio y en sus notas —ejemplo de cómo se puede y se debe presentar un clásico dolorosa y desordenadamente contemporáneo. Pero Carpi también escribió una biografía de Kleist que se lee como una novela; y es una novela no porque la autora se abandone a tentaciones fantasiosas, sino porque es la viva narración de una vida en la que la inteligencia crítica se funde con una escritura capaz de recrear concretamente esa vida, cosa que no asombra a quienes conocen las narraciones y, sobre todo, los poemas de Anna Maria Carpi.
Kleist es una genial simbiosis de inmóvil ethos prusiano y friabilidad psíquica a veces morbosa. Kafka lo admiraba muchísimo y, en varios aspectos, sentía que en él residía un espíritu afín: la vida sexual obstruida (en Kleist más que en Kafka); la certidumbre de albergar en su corazón, a la vez, pureza y sórdida oscuridad; «formación perturbada» —como decía Goethe, no sin sentir pena de sí mismo—; la coexistencia de violencia y debilidad; las relaciones problemáticas con su familia, en particular la relación pura pero singular que mantenía con su hermana Ulrike.
Pero el oficial prusiano y el judío praguense tienen en común algo todavía más importante: si Kleist, escribe Anna Maria Carpi, «es un aislado que anhela formar parte de una comunidad», Kafka advierte como una culpa su lejanía, por lo menos parcial, del judaísmo, su incapacidad para ser Amshel (como suena su nombre judío), es decir, el padre de familia judío arraigado en la universalidad y en la continuidad de la tradición, de la Ley, de la humanidad, y se siente condenado a ser «sólo Franz Kafka».
Auténticamente puro y sexualmente perturbado, Kleist escribió algunas de las más grandes páginas sobre el Eros, sobre su dulzura y sobre su furia destructiva. Representó la completa gama del amor, especialmente femenino, desde la absoluta, tiernísima y autolesiva dedicación de Catalina de Heilbronn, en el drama homónimo, hasta la feroz brama total de Pentesilea —en el drama del mismo nombre—, que casi devora físicamente al amado-odiado Aquiles.
Si en Kafka podemos encontrar tanta dolorosa crueldad, también la encontramos en igual medida, expresada no con menor poderío poético, en Kleist, como por ejemplo —pero es solamente uno entre muchos— en el cuento «El hijo adoptivo», o en la obra de teatro La batalla de Arminio. Kleist, que con textos como este último incluso fue (falsamente) adulado como un agresivo nacionalista alemán, ha sido uno de los primeros y más desconcertantes investigadores del inconsciente, de la duplicidad que constituye el Yo; todo Yo, incluso aquel compactamente militar. Lo esencial, en Kleist, acontece en el inconsciente, en el sueño. Incluso la redención moral: en el drama El príncipe de Homburg, el comandante prusiano que ganó una decisiva batalla, pero transgrediendo culpablemente las órdenes y, por tanto, fue condenado a muerte por insubordinación, se redime a sí mismo reconociendo íntimamente que es culpable, pero —como subrayaba Sergio Lupi hace años en un espléndido ensayo— esto no sucede gracias a la reflexión racional, sino en el sueño, en un estado de trance.
Igualmente, en un breve y genial ensayo sobre la producción de los pensamientos durante el discurso, Kleist analiza la elaboración del discurso, mientras el Yo habla detrás o más allá de su control, sobre la conciencia. Como escribe Anna Maria Carpi, es el sueño de la razón, en Kleist, que descubre la verdad, y con ella también a los monstruos. Para Kleist, que acaso se sentía demasiado abrumado, la conciencia parece ser a menudo un peso. En el ensayo «Sobre el teatro de las marionetas» celebra a la marioneta, que, a diferencia del hombre, carece de conciencia y carece de ese peso de la cabeza que tan frecuentemente hace que el hombre caiga fuera de su centro de gravedad y que, por tanto, lo lleva a la ruina. Pero este gran narrador y dramaturgo, cuya lengua es un aturdimiento sintáctico rarísimo en la literatura universal, también era —¿sobre todo?— lo que deseaba ser y sentía ser, un soldado al igual que su abuelo Ewald von Kleist —poeta soldado mucho menor y menos problemático que él—, invadido por un indefectible ethos prusiano.
En Kleist podemos encontrar ese rigor prusiano de justicia que volveremos a descubrir en El caso del sargento Grischa, de Arnold Zweig, con su absoluta contraposición entre ethos y kratos, entre la ética y la fuerza, entre el Estado que solamente puede fundarse en la justicia y la Razón de Estado que, en su nombre y para defenderlo, comete delitos que lo despojan de toda legitimidad. Podemos encontrar algo de kleistiano en el oficial prusiano creado por Eric von Stroheim en La gran ilusión, acaso también en la conjura militar del 20 de julio contra Hitler.
Un ethos inextricablemente entretejido a la experiencia de la debilidad psíquica, a veces incluso perversa, que no sofoca ese ethos, más importante que ella y que le permite a Kleist escribir obras maestras: crear, por ejemplo, un teatro que Goethe rechazaba porque —decía, inconsciente de que le rendía el más grande de los homenajes— era un teatro que todavía estaba por llegar.
Traducción del italiano de María Teresa Meneses