Más allá de la muy socorrida idea de la escritura de poesía como necesidad, como naturaleza o condición ineludible en ciertos individuos —cuya insatisfacción ocasionaría la combustión espontánea en el incauto que ignore que las sirenas cantan para él—; bueno, más allá, reconocería una «deformación psíquica» en la persona que un día descubre que escribirá poemas lo que le resta de vida. Hablo de cierta incapacidad, de cierta insuficiencia; la velocidad del mundo es demasiado abrumadora para él. Lo divertido del asunto es que, citando al ensayista húngaro László Földényi: «El artista nunca sentiría necesidad de crear si el mundo fuera uno con él y él fuese uno con el mundo»; es decir, el choque es irremediable.
Dicho lo anterior, no olvido que el presente texto tiene como objeto hablar sobre El chicle y no de mis fijaciones ni de mis complejos relacionados con el acto de escribir y de ser. Pero no todo es gratuito, hay un giro de película mediocre a punto de efectuarse.
1.
Lo primero de lo que nos percatamos al leer los textos de Kim Ki-taek es del «aire familiar» que desprenden, son poemas que surgen de lo ordinario, de lo que siempre está ahí y suele ser ignorado debido a su inmediatez.1 Los versos actúan como si de una especie de proyectores se tratara, arrojando una luz enrarecida sobre objetos y lugares antes olvidados, devolviéndoles su fuerza perdida en la sobreexposición cotidiana.
Quizás sea esa misma disposición de bañar con una luz distinta lo que suele permanecer inadvertido lo que forma en el autor de El chicle una particularidad que no se presenta en demasiados poetas: la capacidad de dar vida a lo inanimado y a lo totalmente distinto: pollos sin cabeza, pescado, tocino, bancas, llantas. Los objetos y animales dejan de lado su aparente pasividad y deciden dirigirnos la palabra; acción que, desde luego, no será agradable. Y es que, incluso al escribir este texto, casi caigo en el error de meter en un mismo saco a las cosas y a los seres vivos; la forma en que establecemos nexos con nuestro entorno suele ser unilateral, implacable contra todo aquello que no hable nuestro lenguaje. Todo nos pertenece, nuestra ética es la ética de la violencia. Pero sucede que de pronto alguien decide prestar su voz al servicio de los fusilados y los fusilados dicen «hola», mientras hacen una reverencia que nos hace sentir (nos descubre) como monstruos sanguinarios. De más está decir que esa voz no puede ser un dulce canto, el poeta entiende que tiene que ponerse a la altura de la máquina trituradora que suele ser la realidad o de lo contrario se perdería entre el ruido de los dientes que mastican. La voz debe ser poderosa, agresiva, e incluso guardar un dejo de furia animal. Sin duda lo consigue. Uno de mis poemas favoritos del libro, «Tocino de cerdo», logra impactar por el modo en que logra adherirse —tal vez de forma tramposa— a la conciencia del lector; al decir esto no quiero decir que el poema nos «concientice» sobre el maltrato animal o ese tipo de cosas: el poema no «concientiza» (no es su preocupación), nos ataca como si de una película de horror se tratase. Como bien menciona Sun-me Yoon en el prólogo al libro, la poesía de Kim Ki-taek no ofrece esperanza, no creo que intente decir «despierten, podemos mejorar», sino tal vez retratar la brutalidad; mostrar, a fuerza de tendones y piel, su lado absurdo.
2.
Otro aspecto extraordinario de los textos de El chicle es la manera en que abordan al lector; son poemas que casi podemos olfatear, probar, tocar (o todo a la vez); no es común que, al leer un poema, un olor a pescado crudo invada el espacio. Esto sólo puede ser una virtud. El poema, para resultar convincente, tiene que parecer un organismo, para funcionar tiene que respirar. En este caso, las ventosas palpitan con fuerza.
1 Pensando en un autor que quizá pueda parecer más cercano al lector latinoamericano, podríamos encontrar pequeñas similitudes con la obra del argentino Fabián Casas, por aquello de la cotidianidad vista desde ángulos poco explorados y de los poemas que parecen instantes congelados. Aunque en el caso del poeta coreano el filtro parece algunos tonos más oscuro, y levemente sucio.
Al final todo trata de imágenes e impresiones, de una elección correcta de ellas; las más duraderas serán aquellas de fácil aprehensión y cuyas asociaciones sean más fuertes. Si el poema dice pescado crudo, oleré el pescado porque la impresión que tengo de esa experiencia es demasiado vívida. Lo mismo ocurre con los pollos muertos, la imagen mental que guardamos de ellos es algo indeleble y además llega acompañada del olor del local y del brillo (y sonido) de los cuchillos.
No hablamos de algo accidental: Kim Ki-taek sabe crear atmósferas.
3.
y concentraré toda la venganza de
mi cuerpo en azuzar la velocidad
La velocidad hace acto de presencia en varios de los poemas del libro, pero ¿qué significa? A riesgo de desenfocarlo todo, me gustaría interpretar la velocidad como un símbolo de la civilización actual —qué perspicacia—, un símbolo de poder. En el mundo, todo es velocidad, lo inmóvil es arrastrado sin piedad.2
Como ya mencioné, la velocidad abruma al poeta, que en este caso simula que juega con las reglas dadas; parece disfrutarlo, pero no puede ocultar su repulsión. La velocidad, en El chicle, casi siempre anuncia algo funesto.
Uno de los choques se produce cuando se enfrentan los componentes del lenguaje poético con los del lenguaje funcional, técnico (lenguajes que, aunque parezcan iguales, son esencialmente distintos). La velocidad es un elemento que tiene que salir de la «ecuación» que permite la existencia de la poesía. Es decir, el poema es un artefacto que requiere contemplación, suspensión, inmovilidad. Nada más alejado de lo anterior que la prisa y los caballos de fuerza. Por lo tanto, no es de extrañar el papel negativo que juega la velocidad en los textos del libro: pocas palabras representan tan bien la vida en la actualidad. Cada vez que hace su aparición podemos sentir el asqueo del autor ante esa forma de violencia (de nuevo la violencia) que parece cubrirlo todo como «el aura de un santo», su incomodidad hacia la estructura del mundo.
4.
Ya en el prólogo, la traductora menciona que los críticos suelen calificar la mirada de Kim Ki-taek como «fría y diseccionadora como un microscopio o un bisturí», una observación muy pertinente.
Pero no todo es la mirada helada que se posa sobre los seres que componen nuestra gigantesca y querida obra de teatro. No todo es disección e interés quirúrgico. Esa mirada que parece comportarse de una manera similar a las cámaras de NatGeo —siempre impasibles ante la acción, por aberrante que pueda parecer—, esa mirada no es siempre lo que parece; la humanidad y la inhumanidad danzan en la misma pista y ambas tienen espacio para maniobrar. El mismo poeta escribe: «Atravesando la muerte blandamente reventada / esa sensación lengüeteó cada rincón de mi cuerpo / y se regodeó largo rato con la flexibilidad de la carne», y en otro texto: «cuando el niño abra grandes sus ojos deslumbrantemente claros / la mañana que, escondida y vigilante, hace sus travesuras buenas / habrá llegado de nuevo». No estamos hablando entonces de los poemas de un robot, sino más bien de los poemas de un curtido cronista que ha respirado entre la barbarie y a pesar de ello todavía puede asombrarse.
Kim Ki-taek nació en Anyang (Corea del Sur), en 1957. Huérfano, en 1961 fue enviado al Hospital Municipal Infantil de Seúl, donde permaneció hasta cumplir los veinte años de edad.
2 ¿Y no es lo mudo algo cercano a lo inmóvil? ¿Y no es lo inmóvil algo cercano a lo muerto? Ésa parece ser la lógica humana detrás de muchos actos de crueldad.
A pesar de su complicada juventud, pudo —a diferencia de la mayoría de sus compañeros de orfanato— ir a la universidad, para luego, en 1989, publicar su primer libro. Él mismo ha relatado en algunas entrevistas lo difícil que fue soportar el hambre y la brusquedad que suelen ir de la mano de la orfandad. Fue lastimado.
Para el poeta coreano, todo ser vivo tiene una relación con la violencia (de lo cual se deduce que ésta es una condición de lo viviente). Es obvio que la relación puede ser más o menos estrecha, dependiendo de las particularidades de la existencia. En su caso, la dureza de sus años en el orfanato y lo inherente al hecho de estar en cierta forma «desenraizado» condicionaron su percepción del mundo y, por lo tanto, su escritura: «En mi poesía he observado cómo la violencia deja marcas en el cuerpo; estoy interesado en ese proceso y en esas heridas»
.3
Sus poemas son entonces «fósiles» que guardan «huellas de dientes, grabadas / unas sobre otras y otras sin fin», una especie de documentación de un proceso doloroso, cuya finalidad no sería terapéutica —como alguna ingenua vocecilla sugeriría—, sino estética. Kim Ki-taek, a pesar de repudiarla, reconoce la violencia como componente indestructible de la existencia y saca provecho de su fuerza: la utiliza como leña, como combustible para crear. Es lo único que queda por hacer.
El chicle no es una guillotina que cae sobre el cuello de la humanidad. Si bien la poesía de Kim Ki-taek no es esperanzadora, sí muestra pequeñas zonas iluminadas donde lo humano todavía no está impregnado de olor a cuerpos en avanzado grado de descomposición; zonas donde la inocencia aún tiene lugar (¿es posible?). Es entonces cuando podríamos pensar que a pesar de las poderosas mandíbulas y afilados dientes del mundo, el chicle de carne que hemos sido hombres y mujeres desde el principio todavía conserva una pizca —muy pequeña— de su dulzor.
El chicle, de Kim Ki-taek. Bonobos Editores,
México, 2012.
3 Entrevista disponible en cordite.org.au/interviews/kim-ki-taek