Ocurre que tengo debilidad por los libros fragmentarios. Quizá de ahí se deriva mi gusto por ciertos géneros: la crónica, el microrrelato, los diarios. Convendría aclarar que este tipo de escritura, si bien no es ajena al lector contemporáneo y cada vez se vuelve más asequible y legítima en la República de las Letras, sí se origina en un espacio que, podríamos decir, se encuentra situado en las orillas. Al menos, en las orillas de lo público. No es casual que cuando leemos el Cuaderno de apuntes de Chéjov o los diarios de Alejandra Pizarnik encontremos en esas páginas formas fragmentarias (minificciones, aforismos o retratos) que de algún modo nacen desde la introspección o en el ámbito de lo privado. Poco a poco esta suerte de cápsulas literarias, estos comprimidos al mismo tiempo íntimos y estéticos, han ido ocupando un espacio relevante y tienden a configurar lo que está en boga en nuestros días: textos marcados por la velocidad, como lo quería Calvino, textos que ya no apelan a la estética totalizadora de las grandes novelas de los siglos pasados, y sin embargo, siguen generando literatura en dosis apretadas.
Digo esto por el libro que tengo en mis manos: Escritos a mano de Esther Seligson. Difícil disociar cada uno de los textos que componen el libro de un universo personal y elíptico: breves relatos que parecieran tener la cualidad del «esbozo», poemas que registran experiencias en fechas o lugares específicos, aforismos que remiten a búsquedas interiores, textos de análisis que no renuncian a la subjetividad, o incluso —y paradigmáticamente— entradas de un diario. Por la manera en que está estructurado el libro, pareciera que estamos ante el cuaderno personal de la autora, en el cual a un fragmento narrativo le sigue un texto lírico, y a éste una anotación ensayística. No obstante, en medio de esa heterogeneidad construida por fragmentos, se mantienen un estilo y una voz que se halla todo el tiempo en búsqueda de la revelación precisa, una revelación que pasa al mismo tiempo por las confesiones y los hallazgos de la escritura. Por decirlo de algún modo, el libro nos recibe con esta consigna: si escribir es exponer el mundo interior y fracturado a ojos espías, leer es buscar en la intimidad ajena el mapa que nos descifra, que pueda otorgarnos sentido, coordenadas.
Ahora bien, si Escritos a mano es un libro extraño e íntimo, no es único en la literatura mexicana. Al pensar en cuáles otros que hubiese leído antes tenían algún aire de familia con éste, vinieron a mi mente, por el tono autobiográfico, ciertos textos de Nellie Campobello y Julio Torri, pero sobre todo algunos escritos que tienen el carácter de eso que se ha dado en llamar «varia invención»: algunos libros de Juan José Arreola y varios volúmenes de Alfonso Reyes (como su magnífico Calendario) comparten la intención de la heterogeneidad discursiva que no deja de ser voluntad estilística. Aquí es necesario hacer una aclaración: más que escritura sin fronteras, cajón de sastre o acumulación de escritos dispersos, la «varia invención» supone un espacio donde confluyen formas textuales diversas, que son asimiladas y organizadas a partir de un principio flexible: la lucidez imaginativa, sintética y erigida sobre la asociación libre. Las formas que convergen en la «varia invención» no son sola y necesariamente literarias (como la poesía o el cuento); también aparecen discursividades comúnmente tenidas como extra o subliterarias: el diario, la carta, las memorias, el apólogo, la anécdota, el perfil, la glosa… Los Escritos a mano de Seligson se inscriben en esta tradición de libros de «varia invención» que conforman una vertiente sumamente original de nuestra literatura.
Si hay algo que anhelamos en los textos literarios es la capacidad de producir asombros. El libro de Seligson cumple el requisito, de entrada porque es una autora que no ha sido leída con el interés que merece. Para mí ha sido un descubrimiento gozoso, un deslumbramiento que iba creciendo conforme avanzaba en la lectura de sus páginas. Por ello llama la atención el mínimo reconocimiento que ha tenido su obra. El fenómeno de pasar, de muchos modos, inadvertida, tiene que ver con su lugar en el campo cultural y con los mecanismos de la recepción (publicidad, política literaria y mercado incluidos), y confirma la idea de que Seligson, como vengo diciendo, practica una escritura que se sitúa en las orillas.
Pero también una escritura que crea puentes para cruzar fronteras, para vincular mundos supuestamente aislados. El texto titulado «De ciudades santas y tierras prometidas: Jerusalem y Tenochtitlan» no tiene otro objetivo que el de establecer lazos entre dos tradiciones culturales; es el modo en el que la autora busca suturar su propia escisión, sus raíces dobles. Y en esa elaboración personal, Seligson se convierte para el lector atento en una suerte de traductora cultural. Quien lee su «Diario de un viaje al Tíbet» incluido aquí, puede percatarse de lo que digo. Y esto se vuelve aún más evidente en el apartado titulado «Reflexiones de un perplejo», una serie de anotaciones periodísticas a la manera de artículos de opinión. En ellos, al hablar sobre el conflicto armado en Líbano ocurrido en 1982, Seligson sopesa los malentendido culturales y critica los extremismos racistas y religiosos, elaborando una defensa de la tolerancia cultural y del diálogo responsable con la otredad.
Para Seligson, la escritura es un devenir sinuoso. En otro apartado titulado «Jerusalem», uno de los que más disfruté leer, el registro cambia y muchos de los textos se vuelcan hacia la estampa cotidiana, como si se tratara de aguafuertes, ese género ya en desuso que practicó con tanto furor el argentino Roberto Arlt. Lo significativo es cómo logra Seligson convertirse en cronista (llevándonos de la mano a través de las calles de una ciudad cuya atmósfera es devota y conflictiva), y no por ello dejar de reflexionar sobre su búsqueda espiritual, hasta alcanzar una escritura de tintes filosóficos:
En la parte de la ciudad que se encuentra fuera de las murallas también se extienden los rezos por encima del tráfico y de los edificios, como incienso desprendiéndose de conventos, sinagogas y lugares de estudios tradicionales. Es decir, pues, que no hay un solo momento en que no se encuentre a alguien rezando. Tal vez sea cierto que gracias a ello los pilares del universo se sostienen aún en pie. Sin duda no será la falta de devoción lo que hace que los conflictos que en esta región estallan constantemente sean tan agudos. Si, entre otras razones, cada plegaria es un intento por apresurar la llegada del Mesías —y las tres religiones lo esperan de alguna manera—, las tensiones que se respiran son a todas luces un oxígeno indispensable. […] Yo, por mi parte, quisiera aprender a rezar. No contemplar como esteta a los que se acercan al Muro para elevar sus plegarias. Aunque a veces me ha consolado llegar ahí, e incluso he pedido ser traspasada por una mínima dosis de humildad. Pero siempre me retiro dándole la espalda a las piedras […] Sé que muchos de los que se aproximan al Muro son también seres insatisfechos, almas perplejas, corazones amargos y contritos, que los hay soberbios […] Sé que el espacio desplegado entre Dios y los hombres es insalvable, y eso me tranquiliza. Jacob Taubes […] decía a propósito del empeño de Levinas en presentar la relación entre Dios y el hombre como un posible diálogo cara a cara, que lo que Levinas no ve es el ocultamiento del Rostro que, según Rabi Nahman de Braslav, es el ocultamiento del ocultamiento pues, en un primer nivel es Dios quien esconde Su Rostro, mientras que en el segundo se nos oculta el primer ocultamiento, y es la memoria de esa Revelación lo que hemos perdido.
Como se ve, la escritura en Seligson aparece entonces como un flujo que va del registro de hechos a la argumentación política, de la memoria a la revelación, de la poesía al ámbito de lo ficticio. En esa variedad de registros, reconocemos en Seligson a una escritora experimentada, cuyas virtudes escriturales están presentes en los distintos modos discursivos que practica, y en cuya alternancia el lector percibe vínculos constantes entre lo público y lo secreto, entre los desahogos privados y las preguntas que a todos implican.
Al valorar una escritura, el crítico suele preguntarse por la lectura que el texto invoca. En el caso de la escritura de Seligson, nos hallamos, me parece, ante una escritura de algún modo elusiva: Seligson elude los acercamientos fáciles, la lectura superficial, las tramas directas. De ahí que apele constantemente a quien sepa leer los intersticios, a quien esté dispuesto a volverse cómplice en la investigación personal que lleva a cabo gracias a la forma y el lenguaje. En México, rara vez nos encontramos ante una escritora cuya búsqueda religiosa esté al servicio de la precisión verbal. Y ese solo hecho es un hallazgo que debemos celebrar.