La tibia espuma de los meses al pasar / Gustavo Ogarrio

Abril
Aquí están las mañanas crueles y oxidadas de la infancia, las tardes en las que aspiramos el veneno de todos los arcángeles y las noches de las que salieron ilesas las llanuras del amor y del miedo. Había hombres y tíos y primos y hermanos y extraños que bebían como cosacos en las playas del asfalto y que reían como arañas peludas para luego escupir el incendio y terminar crucificados en un árbol enfermo de orines y también había abuelas y madres y tías endurecidas que tejían con dulzura un chaleco gris unos guantes verdes para mezclarse con la niebla y cruzar las plazas solitarias como fantasmas que marchaban a Jerusalén para volver con el pan caliente en la bolsa y repetir los nombres de sus hijos en la cena y así recalar en el café con leche y resguardarse de la hecatombe de todos los días y evitar el derrumbe de la época moderna y que las hijas fueran preñadas por los cowboys de aquellos días para quedarse al pie del zaguán con más hijos y con más gatos y perros y pañales de tela y tenedores y cucharas de plata heredadas para comer la sopa caliente y casas que cuidar y limpiar mientras los esposos volvían a beber y a reír y a decirse entre susurros que éste era el mejor de los mundos posibles.
     Nosotros quizás mirábamos el televisor y chupábamos caramelos o hacíamos caca en la bacinica sin dejar de admirar al comandante Alexander Fitzhugh y su batalla contra los gigantes mientras alguien moría —siempre alguien tiene que morir— y en los velorios se podía correr por el patio de la abuela y los sollozos y rezos arrullaban esa infancia sin poesía y con hormigas rojas que nadie veneraba y sin estrellas melancólicas ni viajes a Moscú. Por supuesto que había pestes negras y cataclismos y cuchillos que nos doblegaban el vientre y enfermedades mortales y casas de cartón que se desmoronaban con el viento y hambre y muchedumbres en los cines y en los estadios de futbol y leones insaciables y magníficos en las calles y cráneos que caían del cielo. Pero éstas eran otras historias.

Mayo
para Horacio Cerutti

Ustedes ya saben que mayo se dice en voz baja y que antes de que empezara su fluir de piedras dialécticas y esa borrachera de sombras que van a la raíz de lo que se escribe en las paredes Elisabeth Siefer ya había muerto en Barcelona con algunas frases de Goethe disueltas en esos dientes de abuela alemana y sin el dramatismo de las preguntas violetas que renacen en la escena final de los huesos.
Mayo hay que decirlo sin estridencias para no complicar el odio de los caracoles ciegos ni la huida feliz de los mamíferos ni las caricias basálticas de los antílopes ni la murmuración sagrada de los cangrejos. También digo que ya nadie advertirá el secreto bajo el cual se doblegan los que no serán fusilados esta tarde ni tampoco la ecuación que nos hace vibrar con la lengua cortada entre los escombros de nuestras alegrías. Seguramente existe otro mayo en este mayo que gotea célebres días y que tiene las uñas rotas de tanto venerar a la madre y los colmillos destrozados por la muerte de Elisabeth.
     Yo quiero un mayo de hazañas líricas o de palabras incomprensibles y de poemas cursis en las paredes o de espantosas tormentas de gorriones felices o de maldiciones fracasadas ante el ataque nocturno de los moscos o algo más simple como un cumpleaños sin la furia de las mañanitas y sin el chantillí de los policías amenazando a la multitud de velas y barcos y submarinos. Un mayo al revés que se sostenga del puro aliento de pésimos hombres que ya no pueden salir de la jaula del amor absoluto o de mujeres que estallan en los besos duros y huérfanos de la soledad. ¡Ay, Elisabeth, tú que te fuiste antes de que llegara mayo con todo y esos recuerdos de tu infancia en Hamburgo y que sentiste la agitación volcánica de las bombas aliadas en la Operación Gomorra mientras brincabas en la cama celebrando que no comprendías esa demencia senil de la humanidad!
     Esta sublevación contra mayo ahora se anida en mi garganta para gritar mejor su silencio.

Junio
Alianza de ídolos silvestres que se preparan para jugar a la lotería a través de los árboles y las avenidas, sitiados en una humedad de naufragio que se parece mucho a la sangre de los grandes océanos. Quiero decir: gatos sentimentales en las ventanas, perros medievales sin una pata, mosquitos aerodinámicos, cucarachas ingobernables, lagartijas urbanas, tacos de médula, tortas venusinas, lombrices en los estómagos que arden de alcohol y de frustraciones metálicas, tambores africanos que extrañan su lugar de origen; alacranes navales que atacarán bajo las sábanas esa elegía de cuerpos afrutados. Un aguacero de cenizas va cubriendo la cama de cemento en la que morirán todas las gardenias.
     Porque junio es también una hoguera de sombras en la que se consumen los retratos de nadie, un desfile de nombres que brotan a contraluz de los relámpagos, el reposo final de la primavera. Junio está hecho para olvidar, en su caballo rojo y a veces enfurecido va desafiando el tráfico de almas que anuncia ya el verano; por las mañanas se le puede encontrar exhausto, al pie de cualquier fuente, bebiendo la resaca de la piedra o en las garras de aquellas sílabas oscuras sin infancia que fueron abandonadas por los vagabundos en los parques.
     ¡Qué tarde tan bella como para dejarse caer en las ramas del destino, para nombrar suavemente el color de los besos, para fundar la mentira del amor eterno, para lavar las tumbas del deseo y espiar a la eternidad y soñar con su llanura bucólica de promesas antiguas, para esperar la muerte al pie de las jacarandas!
     Aquí está junio, parado en cada esquina con un saxofón en sus manos callosas, viejas, liberadas ya del sol y del mercurio, a punto de tocar para nosotros la armonía secreta de la cópula morada que va borrando todos los caminos.

Julio
Julio es un tronco que gira con su barba de lobo ensimismado sobre la tierra de las gotas que se precipitan. No es hijo del Capitán Grant, mucho menos una trompeta marina que sopla eternamente para recuperar a las estrellas que se han perdido en la Vía Láctea. Compra gritos sin palabras, batallas mudas, las muecas de falsos asombros para desaparecer en la niebla de la vida cotidiana. Julio se filtra por las cañerías y se emborracha de aguas turbias para asegurar la honestidad con la que aparece cada año. Es asombroso cómo ha logrado que los gatos sean sus aliados, el modo en que vigila los murmullos para que los muertos no vuelvan a morir de lo único que les queda, ese aullido sinfónico en el que se dan la mano los recuerdos más extravagantes con la renuencia felina a la caricia.
     Julio charla con las montañas para asegurar la propiedad hidráulica de las ciudades. Es un tirano con las hormigas, las envuelve con su canto de dulce de leche en la mesa, las convoca para que organicen esa misión del deseo en la que morirán aplastadas. Bebe reflejos de luz cuando se siente cansado, come madrugadas amargas cuando es olvidado por el éxtasis veraniego, por esa lucha a muerte contra el calor y en la que los seres humanos se enlazan por las piernas para aniquilar sus orígenes de mármol. Julio se resiste a la tristeza definitiva pero en su estómago se reproducen esos mundos espeluznantes que descansan en las butacas de teatros abandonados. Julio vigila la soledad de los parques y lleva la cuenta de los pasos felices de niños que persiguen palomas moribundas o de los enamorados que conquistan con su lengua la trinchera de las bancas coloniales.
     Licántropo de tiempo completo, alfiler en el sueño, es el hijo desvergonzado del verano, un profeta de esas fuerzas terrestres irreconciliables; cuando se aburre del granizo, cuida el sueño de los carteles destrozados en los muros públicos y de esos poemas empedrados que duermen de pie. Trae en los dientes una fiesta de caracoles marinos que escupe cuando agoniza. En su último día recita, en plazas y mercados, en los baños públicos, en los atrios de las iglesias, en los puentes peatonales, en avenidas que nunca terminan, palabras cursis y hermosas para preparar el eterno retorno de su ausencia. Sin embargo, desde tiempos inmemoriales, julio sabe muy bien que nadie lo escucha.

 

 

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