La sublevación

Richard Parra

(Lima, 1976). Su última publicación es el libro de relatos Resina (Seix Barral, 2019), que obtuvo el Premio Nacional de Literatura 2021 en el Perú.

—You claim that I am sent by the Devil. It’s not true. To make me suffer, the Devil has sent you… and you…

and you… and you.

The passion of Joan of arc

Un devoto soldado

¿Cómo calculo el tiempo si carezco de cuerpo perecible? ¿Cómo soporto este caminar sin la esperanza de la muerte? ¿Fue desventura no constituirme en la matriz de una hembra? ¿Fue fortuna?

Memoria liviana, confusa, que no recuerda las cosas del nacimiento a la muerte. Memoria que evoca hervores.

Memoria que deambula.

En mi morada, escucho murmullos. Presiento humores. De noche, con una antorcha, recorro el santuario apoyándome en sus corrompidas paredes. Asciendo por la curvada escalera y me poso en el sagrario, donde descifro empolvados tratados, y pronuncio latines y sonetos de muerte.

Quieto, contemplo a los señores en la nave. Veo también a los indios hincarse, a los caciques mandonear. Veo negros encadenados. Vibra entonces el órgano y aguzo el oído. Me fascinan los cánticos sacros. Son como súplicas. El coro de indios, más bien, me amedrenta. Me disminuye.

Oculto entre las celosías, escucho confesiones. La sodomía del virrey Portocarrero. La sumisión de los escribanos. La pesadilla de la usura. La corruptela de los corregidores, sus irreversibles menoscabos. También las pillerías de los curacas y las intrigas de los ilusos vasallos.

Hundo, pues, mis manos en la fuente de agua consagrada y trepo por el retablo como salamandra. Arriba me cobijo en la sacristía. Nadie me distingue. Es que los habitantes de San Miguel temen adentrarse en este recinto colmado de tumbas y reliquias.

Mi nombre es Miguel Arcángel, devoto soldado de Su Majestad.

El cura y el corregidor

Desde que el corregidor Maldonado llegó al Cusco, mantuvo controversias con el padre Argote. Durante el último Corpus Christi, Maldonado se atrevió a decir en público que por las venas de Argote corría sangre judía. Incluso lo imputó de fornicario de indias y negras.

Esta noche, más bien, dejando de lado la inquina, apenas Argote recibió el soplo de Isabel de que los indios de Chauca se rebelarían, acudió a la residencia del corregidor. Allí lo recibió un esclavo que lo invitó a pasar a un salón decorado con espejos y en donde pendía una imagen mía.

Argote se sentó a una mesa con patas de león. Barajó los naipes valencianos, palpó las piezas de un centenario ajedrez, ojeó un ejemplar de la Segunda Carta de Relación de Ferdinando Cortés.

—Sabíamos de unas cartas de protesta dirigidas al virrey Portocarrero por Quispe —le dijo el corregi- dor—. Que andaba descontento. Moviendo peticiones y procesos. Pero ¿un motín?

Argote observaba el desabrido rostro de Maldonado. Despreciaba su postura solemne, la forma indecente como bebía vino.

—Pero abatiremos a esos indios —replicó Maldonado, categórico, alzando una copa labrada.

¿Y el destino de Isabel? ¿Eran honestas las palabras que le declamaste? ¿Que tus celos eran una amarga muerte? ¿Que tu dolor, recio veneno?

—Padre Argote —le dijo el corregidor—. Los indios y negros confían en usted. Hágalos hablar en confe-

sión.

—¿Puedo pedirle un favor, don Maldonado? —le dijo Argote.

—Lo que quiera.

—Aprehendan a Quispe y sus capitanes. También a su mujer, a la tal Cayetana Ocllo. Escarmiéntelos, pero no castigue a los pobres naturales. Acá los curacas son los insurrectos, no los desdichados indios.

La travesía

Regresando a San Miguel, a Argote se le apenó el ánima. Muchos pobres de Cristo a los que decía amar morirían en la idolatría.

Una vívida memoria, que asumía disparejas formas, irrumpió: de cómo pasó del Viejo Mundo al Nuevo. La travesía por las Canarias. La tempestad recia. El vendaval. La muerte del piloto por una apoplejía. La del cosmógrafo Saavedra que cayó por la borda.

Argote revivía la alienación por no dormir. La amenaza persistente de siniestro. El menester de agua dul- ce, vino y carne. La degeneración del alma y la visión de una tierra aparente.

Presenció una epidemia de ratas en Panamá. El tórrido calor de Guayaquil. Comió cangrejos, carne de tortuga reseca. Se enfrentó a la mortal brisa de la Gorgona. Escuchó curioso en las tabernas de Piura la relación del naufragio de Pedro Serrano, el hombre jabalí. Esa misma noche, embriagado, se sintió tentado por el ofreci- miento de oro, plata y esmeraldas que le hizo un adelantado.

Odió el cielo turbio de la Ciudad de los Reyes. Por eso remontó la cordillera revestida de hielos, la monta- ña llamada por los indios de su reducción Ritisuyo. Más allá, en el sur, se asombró con la impía ciudad del Cusco. Palpó sus muros embrujados. Temió a sus condenados.

Argote, viviste en la soledad y el compromiso impuesto hasta que apareció tu desbocado amor por Isabel.

Una pasión mezquina que acaso te llevó a la traición.

El arcángel

Memoria impensada. Intuida.

Encadeno una imagen con otra disímil. Mezclo la justicia y la degradación. Pecado y goce.

A caballo remonto la angustiosa vía, un laberinto sinuoso. Me dicen Arcángel, vasallo de reyes etéreos.

Envidian mi ensangrentada espada. Que las flechas de los indios no me devasten.

Ciertos días pervivo como un búho contumaz y vuelo. Veo las cacerías de indios que los frailes acometen en la ponzoñosa selva. Presencio el levantamiento de Quispe. Lo oigo hablar en lenguas y allí está: guerrea con- tra feroces vasallos, desterrados de Guinea.

En una visión lo veo comerse la lengua del despótico corregidor. Beber chicha en su cráneo, esparcir sus partes en la quebrada. Y, luego, como en una azarosa pero providencial tragedia, lo veo disolverse en la tierra y revivir como una milenaria palabra un 29 de junio, en la fiesta de san Miguel Arcángel.

La lapidación

Argote, soñaste con tu funeral rodeado de tus indios descorazonados. Isabel mimaba tus pies.

¿Y qué es eso que aparece sobre tu cabeza? ¿Un halo de virtud?

¿Qué flota sobre tu vientre? ¿Un espíritu de bondad? ¿La Santa Emanación?

¿O es el Diablo embaucador con forma de sirena o corrupta salamandra?

A la mañana próxima, desde el púlpito, Argote pronunció un sermón donde reprochaba los abusivos tribu- tos, las bribonadas de los oficiales virreinales y de ciertos misioneros desviados. Luego desató su ensañamiento contra Maldonado y el propio virrey Portocarrero. Los llamó judas disimulados, sapos llenos de codicia, avaras sabandijas.

Quispe, que escuchaba el sermón desde las sombras, le dijo a su socio Chauca:

—Son como lobos. Si el indio no les estipendia con oro o coca, o con piaras de mulas, no lo adoctrinan, ni lo confiesan, ni le enseñan castellano. Así lo alejan del catecismo y enmarañan el culto a la Trinidad. Esos curas ya no llevan la Cruz. Ya no sirven a la ausente Majestad. Y, si los indios no les dan animales o cosechas, le van con cuentos al corregidor. Esputan que somos melancólicos cobardes, intrigantes impíos y perezosos sodomitas. Que somos adoradores de simplezas, culebras y otras alimañas. Que merecemos el cepo, el obraje y el socavón.

Quispe continuó:

—Falsarios como Argote viven dados a la bebida, los naipes, los perfumistas y al chocolate. Les exigen a las hembras, las tributan. Codiciosos insaciables, las obligan a lavar sus calzas, sus chaquetas. Las fornican, a las casadas incluso, no les importa que a oídas de sus maridos. Las hacen parir bastardos.

Finalizada la ceremonia, apenas Argote descendió del púlpito, los capitanes de Quispe lo apresaron. El cura caminaba como si acatara un destino escrito hacia una mazmorra clandestina en la residencia de Chauca, hombre de la india que lo desvivía. Al atardecer, Quispe visitó al cura en el encierro y le recriminó por lanzar tantas diatribas contra Maldonado, el virrey y la Corona.

—¿Por qué perturbas de esa forma los ánimos?

sabías, Argote, que ellos venían desapareciendo. Que morían ahogados en el resentimiento. Te quita- ba el sueño ver perdidas las almas. El fracaso de tu utopía.

Ya no soñabas con seres alados, con grifos de Escitia, con las sirenas de la India: mujeres basilisco que te cautivaban con su canto y te degollaban. Ya no acariciabas con alegría el cuerpo crispado de Isabel, ya no.

Argote cedió. Dijo que Isabel le fue con la delación. Confesó su fornicación y que él ya se lo había contado al corregidor. Le advirtió a Quispe que, en unas horas, las soldadescas de Maldonado, aliadas con las del curaca Atau y sus mitayos mercenarios, llegarían a San Miguel desplegando banderas de guerra.

Isabel le imploró piedad a Chauca, su señor, pero éste se retiró a la orilla del río a llorar, según cuentan los que allí estuvieron, lágrimas de sangre.

Ataron a los adúlteros al poste en que agarrotaban a los condenados. Allí, Isabel levantó la voz. Argote, consciente de su final, hundió el rostro y recitó un soneto.

Cuando Argote y su traidora puta, como llamaron a Isabel, se quebraron, Quispe gritó: «A matar al perro Maldonado».

—Por déspota y ladrón, que muera el corregidor.

La revelación

Miren mis heridas: melancolía. Observen mis patas de animal. La oscura urna con mi imagen. Soy un canto quieto, pero canto al fin: una membrana jadeante.

Soy san Miguel Arcángel y sueño vaticinios, no los escribo. Mi mano de matar está tullida, y por eso hablo. Y el eco de mi voz resuena en los muros de esta capilla. Basta pararse en la nave y sentir las flotantes palabras que llegan como un enjambre.

Ni siquiera cuando los fuegos de los alzados desmoronen el templo desfigurarán mi canto. Como una arpía, anunciaré revelaciones.

Auto de fe

En Venecia, Antón Maldonado, anhelaste ser perito arquitecto. Eras joven, crédulo. Contemplabas arcos, columnatas, la suavidad bruñida de la piedra. Las cúpulas pobladas por santos, esfinges y pastores. Las escenas del Juicio Final en la Piazza San Marco motivaban tus fantasías. Los bajorrelieves, los mosaicos, el dodecaedro.

Recorriste criptas, ciborios, torres. Viste el campanario de hierro. El reloj solar, los signos del Zodiaco. Dibujaste estudios de un arcángel montado en una yegua. Querías que lo apreciaran en aquella ciudad Estado. Luego tu padre, embajador y conspirador, debía volver a Castilla, huyendo de sus enemigos. Más tarde, con él, pasaste al Nuevo Mundo donde tu pasión por la belleza de las formas sucumbió a la violencia.

Maldonado combatió piratas en La Española y contrabandeó esclavos en Cartagena. Destacó en la fron- tera guerreando contra los araucanos. Allá salvó al futuro virrey Portocarrero del rapto indio.

En Cusco, tan pronto como lo designaron agrimensor, se ganó enemigos. Los jesuitas lo estigmatizaron cuando, por medio de contubernios, les recortó sus sementeras. Más tarde, los ignacianos corrieron la voz de que Maldonado conservaba anillos mágicos y que fabricaba una tinta con la que escribía cartas para cautivar a las hembras. En un juicio, que más parecía un lopesco entremés, lo condenaron al calabozo.

Cuando Portocarrero, el hombre al que salvó de las lanzas y flechas de los araucanos, se hizo virrey, in- tervino a favor de Maldonado. No sólo lo liberó de las mazmorras: se vengó de los lenguaraces que lo mancillaron y apresaron.

—Estos jesuitas le faltan el respeto al rey —les dijo el virrey Portocarrero a los oidores—. Lo tachan de Nerón. De tirano. Y eso es lesa majestad, señores.

En los próximos días, Portocarrero y su camarilla afirmaron que los jesuitas enemigos de Maldonado mantenían comercio carnal con una niña a la que exorcizaban, la infeliz María Josefina. Tras dos audiencias con- troladas por un íntimo de Portocarrero, sodomita como él, quemaron a los sacerdotes en un auto de fe.

En la capilla

En la capilla de San Miguel no se encuentran espejos (prohibidos por los eclesiásticos por su sensualidad), pero sí bustos, retablos y lienzos. Junto al crucificado, mi memoria se menoscaba y sueño. Soy Felipe II y poso, como en sus grabados flamencos, con armadura, capa y sombrero. Luego cabalgo un zaino. Imito la postura de Carlos V cuando conquistó Túnez. Diviso el horizonte: la batalla de San Quintín contra los franceses. Los sesenta mil hombres, la caballería y los cañones. Imagen falsa aquélla, porque Felipe II no comandó en San Quintín. Imagen verdadera, porque es la que atesoro en mi desviado corazón.

Avanzo por los corredores curvos de la capilla y me presento ante mi turbada figura. Toco la trompeta, visto como centurión. Despliego mis alas. Mi cabellera flamea. Y pisoteo a la serpiente. Introduzco la espada en el vientre de un pecador. Le lleno la boca de oro fundido. Lo persigo en sus pesadillas. Le infundo olvido.

Me le presento a un indio pintor y lo azuzo para que dibuje los paisajes de mi infancia. Por eso, en el mural de la cúpula, aparece mi casa en un campo. En una canasta, mi padre lleva peces que aluden a los hombres que, en la Guerra Santa, salvó del pecado. Una flecha está clavada en su corazón. Es la circuncisión de su alma. Mi madre desgrana el trigo mientras mis hermanos menores juguetean con los perros. Pienso que aquella es una alegoría de su fertilidad, puesto que esa mujer trajo al mundo siete hijos, todos entregados a la guerra contra el infiel. Esa imagen me inquieta. Sospecho que no es mi memoria real, sino la que mi hacedor, el desdichado Joseph Argote, me legó como destino.

El traidor

Tú, Atau, curaca leal al rey, guerreaste contra Quispe y tu hermano de padre, Tito Chauca. ¿Eso fue arrojo? ¿O fue el terror que empleaste contra los naturales un exceso de cobardía? ¿Hiciste lo correcto? ¿Dudaste? ¿O lo hiciste por interés para protegerte de la venganza del virrey?

Yo, Atau, guiaré tu mano cuando escribas tu memorial de servicios a la Corona, que te premiará con una pensión vitalicia. Serás glorificado. Pero también seré yo quien aliente el odio de los naturales por tu persona. Traidor Atau, te llamarán. Auca, en la lengua general.

En tu vejez, te llegará el arrepentimiento y te irás contra España. Querrás reconciliarte con tu sangre. La razón, dirán, será un olvidado amor. Te rubricarás una cruz en la frente como signo de tu culpa. De tu sangre apresurada, emanará un vaho, un rocío venenoso, pero será demasiado tarde, curaca Atau: en el páramo, tu cabeza cercenada rodará.

El motín

Lapidaron a Argote y a Isabel y comenzó el motín. Los naturales liquidaron al piquete que custodiaba la muralla. Tras tomar el cabildo y la casa hacienda, capturaron a los principales criollos. Los encerraron en el calabozo, justo bajo una efigie mía, y los inmovilizaron con las cadenas que se destinaban para sujetar a los negros.

Antes del amanecer, Maldonado llegó con soldados bravos. Entraron por la avenida principal y se apos- taron en la plaza. San Miguel lucía desolado. Los peninsulares que no cayeron prisioneros de Quispe ya habían corrido despavoridos. Al otro extremo, los naturales aguardaban provistos de lanzas y huaracas.

Se oyeron cañonazos. Después los caballos del corregidor embistieron dando mordidas y pisando ca- bezas. Los mastines abrían pescuezos, castraban. Creí que aplastarían a la indiada, pero, justo entonces, un contingente de indios al mando del sublevado Chauca apareció por el sur.

La huida

Los naturales obligaron a Maldonado y su guardia a atrincherarse en una capilla. Los indios y negros portaban

antorchas, rompían puertas, ventanales. Lanzaban piedras y dardos envenenados. Los altos muros se descasca- raban, y el curvado techo, decorado con escenas del Juicio Final y mi martirio, se desplomaba.

Maldonado, consumido por el desasosiego, bajo mi estatua, me oró. Sus hombres me suplicaban. Quis- pe, entonces, salió del fuego y le ofreció al corregidor tomarlo prisionero. Pero Maldonado le dijo:

—¿Con qué autoridad me demandas obediencia?

—Con la autoridad del pueblo y del rey.

—Quispe, no te atrevas a desafiarme —le dijo el corregidor—. Estás a tiempo de desdecirte. Si no, te escar- mentarán a ti y a tu descendencia.

Quispe,   pues,    mandó    arrojar    antorchas    por    los    ventanales.    Sentí    un    calor    abrasa- dor y el cuerpo mío quebrarse como una costra. Corrí entre los santos, salí trepando, sujetándo- me con mis arraigadas manos. Al final, me impulsé con mis patas de macho cabrío y me lancé a un cequión.

De entre la humareda, el corregidor salió al atrio espada en mano. Hirió a un par de indios. Descabezó a otro. Peleó hasta que la mujer de Quispe, Cayetana Ocllo, le asestó una pedrada.

Herido, Maldonado se deslizó por una cuesta, y yo, que me acurrucaba entre las cabuyas, lo subí a mi caballo negro y me lo llevé por un serpenteante camino.

Una sola materia

Quispe, creyendo muerto al corregidor, vestido con ropas españolas, pero adornado con los símbolos de su linaje, ordenó que derribaran puentes, que bloquearan con piedras grandes los caminos para frenar al ejército del virrey.

Las estrellas ya se distinguían. Como tambores de guerra, el galope de los caballos se alzaba. Los indios venían a toda marcha levantando una áspera polvareda y pasaron por encima a los soldados de Maldonado. Quispe, para asegurarse, les ordenó a los suyos que volvieran sobre esa huella de sangre.

Antes de expirar, Maldonado se me encomendó y me rogó. Despertamos, pues, en el atrio de la capilla mirando a través de los ojos de vidrio del arcángel san Miguel. Sin la carne corrupta de Maldonado, renacimos apareados en una sola materia.

Lo primero que decretó Quispe una vez usurpada la provincia fue que se abolieran el tributo indio, el tra- bajo forzado, la servidumbre personal, el obraje, la mita, y que liberasen a los negros.

Los ladinos

¿Qué conmovía mi cuerpo? ¿El alma de Cristo o la Naturaleza? ¿Poseía yo un corazón? ¿Y ahora por qué pe- rezco? ¿Acaso mi cuerpo se trastorna por la descomposición de mi alma o es al revés? ¿Seré un artefacto como aquel reloj veneciano que conmovió las pasiones del joven Maldonado? ¿O será el delirio de la peste la razón por la que cuento esta historia? ¿Es la fiebre la responsable de este frenesí?

Las autoridades virreinales ofrecieron perdones a los mestizos, indios y negros. También a los criollos sublevados. Prometieron la pacificación de la tierra. Exigían que traicionaran a Quispe. Así pues, un mestizo ape- llidado Landaeta, cuñado de Chauca, delató a sus principales capitanes, que, al amanecer, aparecieron colgados. Después entramos a San Miguel con mi ejército. Bajo tortura averiguamos que Quispe había huido a

Vilcabamba, zona remota, desde donde nos guerrearía por meses.

Tras una refriega, me hundí en la espesura montado en mi caballo de palo que, aunque parsimonioso, aplastó a todo aquel que se nos enfrentaba. Los ladinos que se aliaron conmigo, bajo el mando de Atau, marcha- ban a mi sombra. Feroces, quemaron, robaron, tomaron cautivos. Ultrajaron. A los que quedaron vivos del lado de Quispe les insté. Amenazando con matar a sus madres, les hice saber.

La peste

Guiado por la mano de Nuestra Señora, cargué en mi caballo a Quispe y me lo llevé ante la mirada de quienes nos veían pasar y negaban que yo, san Miguel Arcángel —figura de madera, amasijo y metal— me moviera como un ser de carne y hueso, que hablase en lenguas y me mostrara encolerizado, haciendo arder mis ojos.

A Quispe le rompieron los brazos, las piernas, le arrancaron las uñas, le metieron un leño. Le cercenaron

la lengua. Llegada la noche, Atau y Landaeta le pasaron cuchillo por el pescuezo. Sus miembros terminaron es- parcidos en los cuatro caminos del reino.

Con los brujos, que aprovecharon la rebelión para revivir las idolatrías, apliqué rigor: los enterré. Luego perseguí a los rebeldes que, en la desesperación de la huida, se refugiaron en las colonias de leprosos, a los cuales llevamos a San Miguel y en donde mandé que los prisioneros les lamieran las llagas.

Cayetana Ocllo, mujer y decían que hermana de Quispe, conspiradora y jefa de soldadescas, pasó por interrogatorio. Fuego, látigo le dimos. Le hicimos ver a sus hijos descabezados, a sus hijas regaladas.

El asco entonces ascendió. Los naturales huyeron cuando sintieron las primeras señales, la persistente comezón, la fiebre levantada, la sensación de tener huesos quebradizos.

En San Miguel, ahora sólo quedan aves carroñeras, madrigueras de ratas y una absorbente tibieza. Los viajeros se desvían, rodean espinosos cerros.

La capilla desde donde hablo conserva los restos de aquellos que confiaron en mí. Mi rostro de amasijo se va deshaciendo. Veo demonios esparciendo su olor a carne podrida, arrastrando sus patas de oso sobre el piso requemado. Me arrastro buscando una luz, pero se me retuerce el corazón y me doy cuenta de que apenas soy una sombra <

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