Tres cuentos breves

Fernando Ampuero

(Lima, 1949). Su libro más reciente es Seis capítulos perdidos y otros extravíos (Tusquets,2021).

Jamás en la vida

En la imagen con marco de plata que está en el estante de mi dormitorio, la veo caminando por la plaza San Martín. Es una fotografía en blanco y negro, tomada a principios de los años cuarenta. ¿Quién la tomó? Algún fotógrafo ambulante, sin duda; había muchos de éstos por las plazas de Lima. Pero la imagen, captada en movimiento, no está borrosa ni muestra la menor distorsión. Es una instantánea nítida, bien contrastada y de encuadre vertical, que registra el paso de una chica esbelta en sus dieciocho años. Una chica con zapatos de tacones y un holgado y liviano abrigo oscuro sobre un vestido claro, y cuyos accesorios —cartera pequeña, sombrero turbante, flor en la solapa del abrigo, collar de perlas— combinan a la perfección. En otras palabras, me encuentro ante una imagen que, en la segunda década del siglo xxi, resulta glamurosa, porque el estilo de moda en los cuarenta rebosaba elegancia, distinción. Esa chica fresca y distraída, y que yo ahora veo tan bonita, sería en pocos años mi madre.

Mamá murió relativamente joven. Falleció de un infarto, causado por un electroshock que le aplicaron en un psiquiátrico, a los cincuenta años. Sobre esto escribí unas pocas líneas en una novela, dejando abierta la eventualidad de que el lector interprete el hecho como ficticio. No lo fue.

El drama de mamá empezó en su primera regla, con un súbito charco de sangre entre las piernas y un desorden químico. Se le declararon una diabetes y un cuadro de melancolía aguda. «Manía depresiva», le diag- nosticaron. La internaron tres meses y se recuperó.

Su primer psiquiatra fue Honorio Delgado, ilustre médico que se carteaba con Sigmund Freud; el segundo, Javier Mariátegui, discípulo favorito de Honorio, era hijo del pensador marxista José Carlos Mariátegui, fundador del Partido Socialista Peruano. Uno y otro consiguieron aliviar las crisis de mamá con las medicinas experimentales de la época, que no eran tan buenas como las de hoy. A veces, si las dosis eran altas, mamá se ponía frenéticamente alegre; correteaba por la casa, reía, tocaba al piano y era el alma de las fiestas. Otras, se comportaba de forma normal. Yo la recuerdo a menudo en ese estado: serena, cariñosa, comprensiva.

A mis seis años, en opinión de mis tías, fue una madre modelo. Me cuidaba y engreía como si fuera el niño más preciado del planeta. Cada tres días ordenaba que me cambiaran el piyama, así como las sábanas y fundas de la cama; y, a la hora del aseo, ella misma me bañaba con agua tibia, me peinaba y acicalaba, y tras acomodar los mullidos almohadones en la cabecera, que yo usaba como respaldar durante mis lecturas, me perfumaba con la refrescante colonia Drowa.

Terminada su tarea, profería gozosos comentarios:

—¡Qué guapo estás! ¡No sólo eres inteligente, sino que también te ves como un niño muy guapo! ¡Pareces un marajá!

Mi mujer considera que mi fuerte autoestima nació ahí, en esos días. Que la gente podrá decir cualquier barbaridad sobre mis actos o mis obras y que permaneceré a buen resguardo, indemne.

Mamá, creo yo, me dedicaba más arrumacos que a mi hermano mayor. Se sentía culpable. Yo me enteré pronto de aquella culpa, a los trece años, una noche en la que, sin pedir permiso, fui a una de mis primeras fiestas con baile y copas, y regresé a la casa a las tres de la madrugada. Alterada por la preocupación de que me hubiera sucedido algo terrible, mamá se puso a chillar y mi abuelo no tuvo otra opción que sedarla. Entonces el abuelo, que estaba esperándome en la puerta de la casa, me recibió con un talante de energúmeno y dijo de golpe lo que todos me ocultaban.

—¡Tu madre está enferma! —alzó la voz, como rara vez lo hacía—. ¡Es una mujer muy nerviosa! ¡Ya es hora de que lo sepas!

«Muy nerviosa» significaba que rondaba la orilla de la locura. Había estado loca, en realidad. Fuera del breve internamiento en su adolescencia, la habían recluido por un año cuando yo tenía tres meses de nacido, debido a que una tarde en que desperté llorando de la siesta se acercó a la cuna y quiso ahorcarme. Sus manos apretaban mi cuello, y su dulce mirada —ella tenía unos diáfanos ojos verdes— mostraba un pozo de tinieblas. La abuela y una empleada de la casa la detuvieron. Ella, al darse cuenta de lo que había hecho, temía volver a enloquecer y, según su psiquiatra, pensaba que su segundo parto, el que me trajo al mundo, era la causa de su desequilibrio. También me enteré de que había intentado suicidarse. Se ató al cuello el cordón del hábito del Señor de los Milagros y se colgó de la ducha; por suerte, el grueso fierro de aquel baño antiguo se rompió. Todo esto me lo soltó el abuelo en menos de tres minutos. Y, refiriéndose a algunos de sus parientes, agregó que la verdadera culpa provenía de un problema hereditario, genético, se diría ahora («nació linda pero dañada»), y que además, para agudizar su mala suerte, se enamoró de mi padre («un hombre irresponsable»), de quien estaba separada. El abuelo detestaba a mi padre y no le permitía ni siquiera visitarla.

Tantas revelaciones, en apariencia, no me afectaron. En apariencia. De cualquier modo, mi hermano mayor rugió contra el abuelo; decía que no tenía edad para estar al corriente de cosas tan tristes y menos de esa manera. Yo callaba, o los calmaba a todos.

Durmieron a mamá por un tiempo. Y tan pronto despertó, volvió a ser un ángel de dulzura. ¿Recordaba lo sucedido? Vagamente, dijo el psiquiatra. Pero algún impulso recóndito solía acercarla a mí, como si pidiera perdón o intentara protegerme.

Pocos meses después, enfermé yo: me dio asma. Me ahogaba, sentía que me faltaba aire y por lo tanto respira- ba con broncos resuellos. La abuela recurrió a un remedio casero: tostadas con ajo, perejil y aceite de oliva; el médico aconsejó que no me agitara y que, de preferencia, guardara cama. Ante ello, el abuelo, sabiendo que era hiperactivo y que me podía aburrir, trajo libros nuevos: cuentos y novelas maravillosas, Las mil y una noches, La isla del tesoro, Colmillo Blanco y otros clásicos.

Sin embargo, el asma no cedía. Y una noche, mientras miraba las estrellas por la ventana de mi cuarto, advertí que me ponía azul por falta de aire. Me levanté y quise abrir la ventana, pero no pude, pues algo endu- recía el seguro, así que cogí una jarrita de agua y la arrojé contra el vidrio; éste se destrozó y entró aire fresco. Y luego, alarmada por el estrépito, mi familia en pleno irrumpió por la puerta de mi cuarto.

Todos manifestaron su irritación, claro está, a excepción de mi madre, que me miraba y sonreía como si se tratara de una simple travesura. ¿Era una sonrisa sintomática? No me lo pareció. Por eso mismo, para mí, los esporádicos raptos de locura de mamá no han constituido graves heridas indelebles; sólo una, en todo caso, me suscita una reminiscencia, aunque reconozco que algo de ésta dejó huella.

La huella, para ser preciso, es un hábito inconsciente o un tic nervioso, que sería exagerado calificar de lesión psicológica. ¿Y cómo se produjo? Por otro suceso de rutina, también nocturno. Hacia mis quince años, dormía a pierna suelta en mi cuarto cuando repentinamente una pesadilla turbó mi descanso. Lancé dos gritos, al parecer desaforados, y, según me contó mamá, comencé a hablar dormido. Era la medianoche y tales gritos ella los oyó desde lejos. Mamá estaba en la cocina, pues se había despertado hambrienta y quería prepararse un sándwich. Corrió veloz a mi dormitorio para ver qué pasaba. Me encontró dormido y hablando en sueños, y entonces le dio curiosidad lo que yo decía. Cargó la silla de mi escritorio y, cuidando de no hacer ruido, la llevó hacia el borde de mi cama; acto seguido, quieta como una esfinge, se sentó a escucharme.

No entendió mucho. A su criterio, mi sueño trataba de una pelea, ¡una más!, y el discurso era confuso, pero fue en ese trance cuando desperté. El tiempo que les tomó a mis ojos adaptarse a la penumbra duró dos segundos; hacía una noche clara y las cortinas de la ventana estaban abiertas. Además, en esa época, no sé por qué, dormía siempre volteado hacia la pared. Y así las cosas, tan pronto juzgué que no estaba solo —pre- sentí otra respiración en el cuarto—, di una rápida media vuelta en la cama. Verla y llevarme una sorpresa fue- ron la misma cosa. Mamá, con expresión ausente, se hallaba despeinada y en camisón, sentada con las rodillas juntas, pero lo que me resultó más inquietante fue verle las manos en su regazo: sostenían un filoso cuchillo.

Aquella era una visión estereotipada; las buenas películas de terror, desde Psicosis hasta Carrie, fueron imitadas por la televisión y eran parte sustancial de la vida cotidiana.

—Mamá —dije—. ¿Qué haces?

—Nada —contestó, sonriendo—. Quería oír lo que hablabas, pero se me hizo difícil. Sólo oí claramente la palabra «perro» y varias lisuras… Has tenido una pesadilla, con gritos y todo…

—¿Una pesadilla? —no me acordaba de nada—. ¿Y ese cuchillo?

—Ah, bueno… estaba cortando pan para prepararme un sándwich cuando empezaste a gritar. ¡Qué raro que lo haya traído!…

No hablamos más. Ella volvió enseguida a la cocina y, diez minutos más tarde, mamá y yo, cada uno en su cuarto, procuramos conciliar otra vez el sueño. Pero yo, de hecho, ya era una persona diferente. Por decir lo menos, mi modo de dormir experimentó un cambio. Jamás en la vida, a partir de esa noche, he vuelto a dormir mirando a la pared. Jamás en la vida. Dormí esa noche, y dormiría en adelante, de cara a la puerta del cuarto. Hasta hoy no puedo dormir si no vigilo la puerta.

La apuesta

Es tanta la gente que cuenta historias y son tan pocas las personas que las escuchan, que lo lógico es que mu- chas acaben en el olvido. Los casuales oyentes, quizá por indiferencia o por menosprecio al cotorreo, suponen que les endilgan cualquier tontería. Y, bueno, probablemente no les falta razón. Sin embargo, algo sucede en la memoria de uno que otro oyente —de un oyente impresionable como yo, quiero decir—, donde el recuerdo de un detalle determina que las historias mantengan su inexplicable frescura. No me refiero a todas, desde luego; no soy Funes, el memorioso. Hablo sólo de esa clase de extrañas historias que, en definitiva, perduran como una inquietud.

Voy a referir ahora un cuento de mi amigo Enrique. De él suelo decir que es un hombre sencillo y campechano, sin afanes de hacerse el interesante o de querer perturbar a nadie; detesta llamar la atención. Pero esto último, para Enrique, no resulta fácil: el mundo ordinario en el que se mueve se declara a veces en rebeldía ante la normalidad. A mí, digamos, siempre me cuenta cosas raras y locas; o, por decir lo menos, curiosas. De cualquier modo, lo suyo no aporta grandes tragedias o catástrofes; nada de eso. Son más bien pequeñeces, cosas irrelevantes. Como, por ejemplo, la historia de aquel pasajero de una destartalada combi de provincia —uno de sus más antiguos cuentos—, a quien conoció un día mientras viajaba de Trujillo a Lima.

Enrique subió a esa combi porque el vehículo que conducía, su vieja ranchera pickup, empezó a humear y se plantó por una avería en el radiador. Decidió entonces empujarla hacia el carril auxiliar de la carretera y estacionarla; luego, en pos de un taller mecánico, trepó a la combi que lo llevaría a Casma, cerca de Huarmey.

El trayecto, según le informó el chofer, tomaba unos cincuenta minutos. La combi iba llena, pero encontró un sitio libre en la tercera fila, junto a un sujeto de barba y expresión pacífica. Se sentó en el lado del pasillo y estuvo veinte minutos en silencio, como la mayoría de pasajeros, dedicados a dormitar o contemplar el desierto.

Enrique, por contraste, lucía bastante despierto e inquieto. Fue en ese ánimo cuando su vecino de asiento se volvió hacia él y le habló con un tono de voz apagado.

—Tengo una pregunta que hacer —dijo—. ¿Cuánto tiempo cree usted que vive un pez fuera del agua? Mi amigo se sorprendió, pero supo moderar su reacción con una amable sonrisa.

—¡Qué pregunta!

—Es una pregunta simple —dijo el sujeto—. Todos los niños la formulan.

—No lo dudo —comentó Enrique—. Los niños siempre están haciendo ese tipo de preguntas.

—¡Y otras más interesantes! Yo sospecho que la mayoría de filósofos de la Antigüedad escuchaban con fervor las preguntas de los niños y, estimulados por éstas, mientras las contestaban, fueron forjando sus ideas filosóficas. Los niños son filósofos naturales… Pero, en fin, me gustaría que me responda…

—¿Qué?

—La pregunta que le hice… ¿Cuánto tiempo cree usted que vive un pez fuera del agua? Enrique soltó esta vez una risita.

—No lo sé —replicó—. Me imagino que el mismo tiempo que podría resistir un hombre dentro del agua…

Tres minutos, cuatro minutos… Desconozco el récord humano bajo el agua.

—¿Ésa es su respuesta?

—Sí —titubeó Enrique.

—Mire, le hago una apuesta… ¡Cinco soles! No es mucha plata, pero le pone emoción al asunto. Si usted gana, se acordará de esto para siempre; y si pierde, también se acordará. ¿Qué le parece?

Meneando la cabeza, Enrique se animó:

—La acepto —dijo—. Aunque no me imagino cómo podría probarlo en este momento.

—Podré probarlo ahora mismo.

—¿Ah, sí? A ver, diga: ¿cuánto tiempo vive un pez fuera del agua?

—Una hora, más o menos.

—¡Imposible! —gruñó Enrique sacudiendo la cabeza—. No le creo… Pero me intriga qué prueba va a presentar…

—La más convincente de las pruebas —enfatizó el sujeto—. Míreme bien.

—Lo estoy viendo.

Con estudiada parsimonia, el sujeto introdujo una mano en el bolsillo interior de su casaca y la volvió a sacar aferrando un pez.

—Este pez es la prueba… ¡Tóquelo!… ¡Sienta cómo se mueve!

Atónito, observando al escamoso pez de ojos enormes que se movía en la mano de aquel sujeto, Enrique no sabía qué pensar, pero balbuceó:

—¿Qué es eso?

—¡Un pez! ¡Un tramboyo! ¡Y está vivo!… ¡Vamos, tóquelo!

Mi amigo lo tocó y, en efecto, sintió vida en ese contacto resbaladizo.

—¿Cuánto tiempo llevamos de viaje? —acometió el sujeto—. ¡Casi media hora! No han sido diez minutos o menos. Y cuando en la próxima media hora lleguemos al pueblo, lo aseguro, este pez seguirá moviéndose.

Enrique le pidió bruscamente al sujeto que se abriera la casaca y le mostrara el bolsillo de donde había sacado al pez.

—¿Tiene un frasco con agua en ese bolsillo?

—¡Claro que no! Revise usted.

Tras revisar el bolsillo, no encontró el pequeño depósito de agua que había imaginado. Ni siquiera perci- bió algo húmedo.

—¿Satisfecho? —se ufanó el sujeto. Enrique asintió—. Bueno, me debe cinco soles. Nos tomaremos una cerveza en la próxima parada. Usted paga.

Mi amigo nunca descubrió cuál era el truco.

Y luego, sentándose a la mesa de un quiosco, se tomó una cerveza grande con el sujeto. Mientras tanto, sobre la mesa, junto a la botella, el pez movía la cola.

Maniobra subversiva

Después de haber recibido una feroz paliza y quedar con las caras magulladas y el cuero con múltiples heridas y hematomas, los tres hombres entraron al calabozo. Dos de ellos lucían muy jóvenes —eran chicos de apenas veinte años—, y el tercero, que cojeaba de la pierna derecha, aparentaba haber alcanzado los cincuenta. El re- cinto, oscuro y pequeño, olía intensamente a orines y no tenía catres ni bancos. Tiritando por el frío, adoloridos, los hombres se sentaron en el suelo. Se sentaron juntos, como para darse calor, y juntos también para reflexionar sobre la gravedad de su común situación, que no les dejaba entrever la menor esperanza.

Sabían que pronto se reanudarían los interrogatorios y los golpes. Y que, por eso mismo, sus captores, a fin de ablandarlos —«Vamos a derrumbarlos, a reventarles la moral», susurró un sujeto igualmente joven—, les habían mostrado picanas eléctricas y filosos instrumentos quirúrgicos. Eso era lo que se les venía.

Los tres hombres, por medida de seguridad, no habían informado a nadie de su paradero —los alrededores de un fortificado cuartel en la pampa— y ninguna persona, ningún campesino, ningún alma en pena, iba a poder atestiguar que habían sido detenidos, y menos aún que los hubieran encontrado con pruebas incriminatorias:

planos del cuartel y explosivos. De modo que podía sucederles lo que ocurría todo el tiempo desde los inicios del conflicto: desaparecer. Sin rastros, sin noticia alguna.

Ante esa perspectiva, el hombre cojo llamó a gritos a los carceleros.

Se aproximaron unos tipos con expresión de fastidio, a quienes les dijo que quería hablar en privado con el teniente al mando.

Lo sacaron del calabozo y lo condujeron a un ventilado despacho.

—¿Qué quiere decirme? —indagó el teniente.

—Voy a hablar —dijo el hombre cojo—. Pero con dos condiciones: primero, pido que me den un trato de colaborador, y segundo, que maten a mis dos compañeros.

—Acepto su colaboración —fue la tranquila respuesta que oyó—. Sin embargo, no entiendo su otro pedido… ¿Quiere que matemos a su gente? ¿Por qué?

—Ellos no pueden quedar vivos, porque en la prisión o en cualquier otro lugar donde terminen, me van acusar: dirán que soy un delator.

—Comprendo —sacudió la cabeza el teniente—. No quiere que se sepa la verdad.

—¿La verdad?… No sé qué es la verdad. Hay muchas verdades. Cada persona tiene la suya.

El teniente escrutó los ojos cansados del hombre cojo y quedó pensativo. Luego estiró ambos brazos, como desperezándose. Eran las cuatro de la madrugada.

—Hecho —dijo—. Los mataremos —y ordenándoles a unos soldados armados que lo tuvieran vigilado, agregó—: Espere aquí…

El teniente salió del despacho y diez minutos más tarde se oyeron dos detonaciones.

—Ya están muertos —dijo poco después.

—¿Bien muertos?

—Tiros de gracia.

—Quiero ver sus cadáveres.

El teniente volvió a mirarlo a los ojos, pero esta vez se concentró en la profundidad de sus ojeras y en las pequeñas arrugas en torno a las órbitas.

—Vamos al patio —dijo. Y todos salieron en grupo, el teniente por delante y luego el hombre cojo, que caminó flanqueado por los soldados.

Llegaron a tiempo para ver que otros chicos de uniforme subían los cuerpos inánimes en una carretilla, de camino a una fosa común o quizá a un hueco en la tierra.

El hombre cojo se detuvo a mirarlos: ambos tenían balazos en la frente. Con gesto imperturbable, se dirigió entonces al teniente.

—Tengo que decirle una última cosa —dijo—. Estos compañeros que usted ha asesinado fueron mis más cercanos allegados. Uno era mi hijo menor y el otro mi sobrino. Le solicité que los matara porque no iban a resistir el dolor y podían contar mucho. Ya no tendrá usted esa oportunidad… Ahora, teniente, sólo le quedo yo, y no pienso hablar. Podrán hacer conmigo lo que quieran, pero le aseguro que no voy a hablar <

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