La Señora Rojo / Víctor Ortiz Partida

Este año tengo el propósito de escribir un ensayo sobre la mediocridad: «Gran elogio a la mediocridad», se titularía. Pero ya no sé si en realidad lo llegue a escribir porque, aunque ya tengo las primeras líneas en la cabeza, acabo de releer los cuentos de Antonio Ortuño contenidos en La Señora Rojo para hacer este comentario, y después de hacerlo, de lo que tengo ganas es de escribir un ensayo sobre la perfección. Y es que los cuentos de este nuevo libro de Antonio son perfectos.
     Ahora, claro, tengo que explicar qué quiero decir yo con «perfectos» y qué significa para mí la perfección en literatura. Tengo que dar explicaciones porque luego hay gente maldiciente, «vagos de esquina», como diría un poeta amigo mío, que opinará que me volví loco, que la perfección no existe.
Se dice que «nadie es perfecto», pero en literatura —y en el arte en general— hay momentos en que los creadores llegan (lo quieran o no lo quieran, lo sepan o no) a una cima gracias a una afortunada mezcla de elementos: los variados conocimientos, cierto lenguaje, la suerte… Pero que quede claro: cuando hablo de perfección no estoy refiriéndome a una estatua griega… O sí: cuando hablo de perfección pienso en una obra de arte como la Venus de Milo: una maravilla sin brazos y con pancita.
     No hablo de un templo neoclásico —la perfección de un edificio así es odiosa—, sino que más bien podría pensar en el City Hall de Londres diseñado por Norman Foster, un edificio medio ovalado y algo chueco. Si hablamos de ópera podría pensar en una representación de Tosca en la que la cantante, al final, se lanza desde la muralla al vacío y rebota en el colchón demasiado nuevo que le pusieron los tramoyistas, y todo el público la ve y se ríe o siente pena ajena. Si hablamos de pan perfecto, podría pensar en los panqués rellenos de flan que venden en el barrio de Santa Tere: muy brutos, pero deliciosos.
     En La Señora Rojo, Antonio Ortuño nos ofrece dos edificios perfectos (o dos óperas saltarinas o dos charolas de pan) que tienen nombre: el primero se llama «La Carne», el segundo, «El Mundo». No puedo contarles aquí los cuentos, pero sí puedo decirles que no son neoclásicos. No pueden serlo porque, por ejemplo, los narradores de todos los cuentos de la primera sección son retorcidos, cínicos, toscos y muy divertidos; y claro, las historias que cuentan pueden llevar los mismos adjetivos.
     Lo que sí puedo decir es que estoy completamente de acuerdo con el hecho de que el libro se llame La Señora Rojo y, también, con que el libro sea rojo y lleve una tortuga en la portada. Si no han leído el cuento que le da nombre al libro se están perdiendo de un gran brinco en el colchón de la literatura contemporánea en español. Pero no hay cuento que se quede atrás: El Mago Que Hace Nevar, el gran personaje que aparece en «El Grimorio de los Vencidos», haría babear a Federico Fellini; y la venganza del fotógrafo de «El Día del Amor» les dará, seguramente, buenas ideas, aunque si las ejecutan ya no serán ustedes muy originales.
     Lo que también puedo volver a decir es que los cuentos del segundo apartado, llamado «El Mundo», son retorcidos, cínicos, toscos y muy divertidos. Se me olvidaba mencionar un adjetivo que se les puede aplicar también a los cuentos de la primera sección: violentos: la violencia campea a lo largo de todas las páginas del libro. En «El Mundo», las técnicas narrativas —si los doctores en Letras me permiten usar esa expresión— son más variadas que en la primera parte, pero llevan a lo mismo: la perfección. Son cuentos perfectos que les causarán a ustedes gran placer cuando los lean. Ya sea «Historia», «Boca pequeña y labios delgados», «Héroe» o cualquiera de los otros.
     Norman Foster conoce los secretos del arte de la arquitectura; Giacomo Puccini era un grande de la ópera; los maestros panaderos de Santa Tere son eso: maestros, y el escritor Antonio Ortuño usa el español: coge del rabo a las palabras y les da la vuelta y chillan las muy putas; las azota, les da azúcar en la boca a las rejegas, las infla, las pincha, les sorbe la sangre y los tuétanos… y todo lo demás que quería Octavio Paz.
     Con esto quiero decir que Antonio Ortuño tiene una filosofía del idioma o una ética del idioma: lo conoce y lo usa para decir lo que quiere. (No digo «estilista» porque, además de que suena neoclásico, Jorge Luis Borges, cuando vino a México, se quedó atónito porque aquí al peluquero también le decimos estilista. Y hablando de Borges: podría describir los cuentos de Ortuño como una afortunada y original mezcla de Borges y Juan José Arreola o de Salvador Elizondo y Jorge Ibargüengoitia, pero no sé si él estará de acuerdo).
     Antonio Ortuño tiene una ética del idioma: conoce el español a profundidad, ha leído todo (de verdad, pregúntenle por cualquier autor que valga la pena y verán que lo conoce) y ésos y todos los conocimientos que tiene los usa para escribir, para mostrarnos la vida desde su particular punto de vista. Un verdadero creador puede dar una vuelta a la manzana, tan sólo, y regresar a su taller y lograr una obra maestra: el cuento perfecto. Vivir la realidad, sentirla con todo el cuerpo y luego crear, escribir. Antonio Ortuño hizo eso, y políticamente incorrecto como es, y con Sor Juana Inés de la Cruz como santa patrona de la sátira filosófica, junta en La Señora Rojo «diablo, carne y mundo».

 

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