Lucky se despertó y pensó: qué aburrimiento. Luego abrió los ojos. El resplandor azul, el resplandor verde. Uno de los ventanales del bungaló daba sobre la playa, aunque no se llegaba a ver la blanquísima arena porque la lámina de agua de la piscina individual se fundía con la línea del mar. El resplandor azul. En el otro lado del cuarto, la ventana se asomaba a la cercana pared de la selva, un jardín vertical tan brillante que parecía que las mucamas habían pasado una bayeta con cera por las hojas. El resplandor verde. Miró el reloj. Las 7:48 a. m. El imbécil de Rafa había vuelto a olvidarse de bajar las persianas. Demasiados mojitos. También ella. Y en el trópico amanecía pronto. De hecho, amanecía y atardecía siempre a la misma hora. A las 6:30 de la mañana y las 6:30 de la tarde. El día y la noche fichaban como si fueran empleados del hotel. Qué aburrimiento.
Llevaban cuatro días en el Gold Resort y Lucky hubiera querido marcharse desde el primer instante. Es más, sin duda se habría ido, se habría subido a alguno de los flamantes bimotores del resort con o sin Rafa, de no ser por el culito prieto del instructor de submarinismo. El neopreno le quedaba tan sexy. Y desnudo estaba todavía mejor, desnudo con tan sólo el slip de baño, que era de color amarillo y bastante hortera, pero qué se le podía pedir a esa gente. Cuando acababa la clase se quitaba el neopreno y se zambullía en el mar. Lo hacía para ella. Para ponerla cachonda.
A sus veintitrés años, Lucky ya había visto demasiadas veces esa misma función como para no reconocerla. La manera en que se izaba a la borda de la motora sacando musculitos. Y cómo la miraba por debajo del relumbrón de gotas de agua que se habían quedado prendidas a sus pestañas. Gotas de agua también sobre su cuerpo atlético y oscuro: un centelleo hipnotizante. Sí, ella había visto ese comportamiento muchas veces, aunque siempre dedicado a las otras chicas. A las guapas. Tumbada boca arriba en la cama, Lucky sintió una vez más una clara, irritada conciencia de su anatomía. Las piernas gordas y cortas, los tobillos anchos. Y ese culo caído, y el pelo de rata. Y las narizotas que pensaba operarse. Estaba harta de ser fea. Qué aburrimiento.
Sin embargo, a Carlos le gustaba, estaba segura. Así había dicho el instructor que se llamaba. Soy Carlos, dijo, y hasta la voz la tenía caliente. Y tardó unos segundos de más en soltarle la mano. Eso fue el primer día. En la segunda clase, Carlos la rozó clara e innecesariamente mientras verificaba la bombona. Un toque discreto, educado, nada de esa grosería de meter mano. Fue como si pidiera permiso para pasar. Y luego le ajustó el cinturón de pesas con la cara muy cerca de la suya. Sintió el aliento del chico en el cuello. Y su olor, como a miel. Qué suerte tengo, susurró él antes de enderezarse. Qué suerte de tener que ajustarle el cinturón a una mujer bonita. Y sonrió quitando peso a sus palabras. Como si fuera sólo un piropo más. Pero no era sólo un piropo más. La miraba todo el rato. Se la comía con los ojos, y no sólo en las clases de buceo. Anoche, mientras cenaban en el restaurante de la terraza, lo vio fumando cerca de las palmeras, en la oscuridad. Cuando la brasa se avivaba le intuía los ojos. Y la miraba. Yo sí que tengo suerte, pero de verdad, había contestado ella demasiado deprisa cuando lo del cinturón. Quiero decir que me llaman Lucky por eso, porque soy muy afortunada. Me caí con cuatro años de un sexto piso y no me pasó nada. Dime si eso no es suerte. Rafa la miraba alucinado, porque a ella no le gustaba hablar del accidente. Pero de repente se había puesto locuaz, de repente estaba dispuesta a darle hasta los más pequeños detalles, me subí a una silla sin que se dieran cuenta y perdí el equilibrio, seis pisos y caí sobre el asfalto y no me pasó nada, bueno, un brazo roto, un leve neumotórax, pero nada, y desde entonces todos me llaman Lucky, aunque lo pronuncio con la u a la española…
En realidad, soltar todo eso era su manera de coquetear, era una forma de decirle a Carlos: Fíjate bien en mí porque soy diferente. Rafa también se había dado cuenta de su juego: ya había puesto esa cara apretada y desagradable que últimamente era su expresión más habitual. Rubio, sí, era rubio y con los ojos azules, como muchos vascos, pero Rafarri, como le llamaban algunos para burlarse porque se apellidaba Arrizabalaga Arriaga, era un rubio insulso y blando que, con veinticinco años, ya estaba perdiendo pelo y criando barriga. Lo miró con inquina, dormido, a su lado, apenas cubierto por la sábana. Ese cuerpo blancuzco, esa carne como de bebé o de mujer, comparada con la densa, oscura carne de hombre del instructor. Qué aburrimiento, pensó Lucky por enésima vez, aunque para ella la palabra aburrimiento no era lenta y lánguida, sino que, por el contrario, la llenaba de ira, de desesperación y de veneno. Llevada por esa ponzoña pateó las piernas de Rafa para despertarlo.
—Te has vuelto a dejar las persianas sin bajar. Llevo una hora desvelada con la maldita luz de este maldito lugar.
El chico abrió los ojos sobresaltado. Ese pánfilo, ese soso, ese idiota que se creía guapísimo, que creía estarle haciendo un favor a ella siendo su novio, cuando Lucky sabía muy bien que lo que buscaba Rafa era su dinero. Porque tendrían muchos Arris y una casa en Neguri, pero a la familia no le quedaba un euro. Que se esfuerce, que me trate como a una reina, en realidad es como un empleado mío, un empleado que trabaja de novio, se dijo Lucky una vez más con negra furia. Pero no conseguía evitar la sensación de humillación, la quemadura de un dolor muy antiguo. Estaba harta de ser fea. El conocido peso de la angustia se posó sobre su pecho como una piedra. Se levantó de la cama de un salto y tuvo que hacer un esfuerzo para no irse corriendo del bungaló, desnuda como estaba. Se lavó la cara con agua fría, se puso un blusón indio y unas chanclas bordadas y salió huyendo.
—Me voy a desayunar —ladró.
Normalmente les traían el desayuno a la habitación, pero estaba en pleno ataque de claustrofobia. Cerró de un portazo y echó a caminar a paso vivo hacia el edificio principal. Pasó junto a la pista de aterrizaje de los aviones privados del resort, torció hacia el lago artificial y se sentó en una de las mesas del pequeño muelle de madera. Al instante se acercó una camarera.
—Buenos días, señorita, ¿se le ofrece tomar algo?
Era esa chica tan guapa que les había servido la noche anterior. Irritantemente hermosa.
—Té con leche, tostadas, miel, zumo de naranja. Que sea té negro —dijo con mal humor.
—Sí, señorita, enseguida.
Entonces le vio. Venía por la vereda que bordeaba el lago, entre las palmeras enanas y las espléndidas plantas tropicales cuidadas como bebés por un ejército invisible de jardineros. Venía derecho hacia ella, sin apresurarse. Lucky no le quitó la vista de encima mientras se acercaba. Al llegar a su altura, Carlos se detuvo. Primero se sonrieron unos segundos sin decir nada. Un silencio más elocuente que cualquier palabra.
—Buenos días, Lucky. Hoy amaneció pronto.
La muchacha carraspeó. De pronto sentía la garganta seca.
—No he dormido bien.
—Qué pena. Una noche desperdiciada…
Lucky lo miró algo turbada. ¿Lo decía con doble intención? A lo lejos, junto a la pista de aterrizaje, distinguió a Rafa. Se acercaba a buen paso. Carlos también lo vio.
—Precisamente quería proponerle algo, Lucky… —dijo sin apresurarse—. En la playa de las Rocas, ya sabe, la última hacia allá, hay un pecio precioso, un antiguo galeón. El resort ha adquirido los derechos de explotación de los restos y yo me estoy encargando de ponerlo a punto para los turistas. En un ratito voy a bajar. Si se le antoja, puede venir conmigo. Pero no puede decirle nada a nadie, porque el resort quiere que sea una sorpresa. El pecio es lindo y está a poca profundidad. Yo la cuidaré bien, no hay peligro. Y además el ejercicio es bueno para dormir…
—¿Cuándo? —dijo Lucky abruptamente.
Temió haber sonado demasiado fácil, demasiado ansiosa, pero Rafa se acercaba a paso vivo.
—A las doce en la cabaña de las bombonas.
No fue una pregunta. Parecía una orden. En ese momento llegaron a la vez Rafa y la camarera. Esa muchacha tan guapa. Vio el efecto que su presencia producía en su novio y en Carlos, esa instantánea, inconsciente tensión física que las mujeres muy hermosas provocaban en los hombres. Un levísimo enderezar de espaldas. Miró el desayuno que la chica estaba colocando sobre la mesa.
—Pero ¿qué es esta porquería? —barbotó.
La primorosa bolsita de té, confeccionada en muselina, se ahogaba dentro de la tetera en leche, en vez de en agua. Lucky levantó los ojos y contempló indignada a la asustada camarera:
—Pero, pero… ¡esto es repugnante! ¿Meter el té en leche caliente?
La muchacha se retorcía los dedos.
—Ay, qué pena, señorita, qué pena, pero ¿la señorita no me había pedido un té con leche?
—¡Esto es inconcebible, es de no creerlo! ¿Y se supone que esto es un hotel de superlujo? ¿Y éste es el nivel del servicio? Me va a oír el gerente. Llé-vate esta guarrería y tráeme un té como es debido. Y si no sabes cómo es, pregunta.
—Sí, señorita, perdone, perdone….
La camarera recogió la mesa con manos temblorosas. En su aturullamiento, levantó también las tostadas y el zumo. Lucky la miró alejarse.
—Y ahora se lo lleva todo. Esta chica es idiota —gruñó.
—Y a mí ni me ha preguntado qué quiero tomar. Un servicio de mierda —dijo Rafa, displicente.
Y luego clavó en el instructor una altiva mirada de fastidio. ¿Qué haces aquí de pie junto a nosotros como un pasmarote?, decían los ojos de Rafarri. Y, en efecto, ¿qué hacía?, pensó Lucky, casi temerosa de volverse hacia Carlos, por si advertía en él una solidaridad nativa con la camarera. Pero el instructor la estaba mirando sin muestras de censura, antes al contrario, sonreía con ojos chispeantes y alegres. ¿No sería quizá un gesto irónico? No, no, era una sonrisa genuina, se dijo Lucky con sorprendido alivio, Carlos la miraba de verdad feliz, de verdad contento, estaba segura, ella siempre había sido muy intuitiva, siempre había sabido captar las emociones de la gente, ventajas de haberse pasado la vida observando a los otros.
—Bueno, pues. Entonces los veo mañana en clase, como siempre. Que tengan un buen día —se despidió el instructor.
Lucky cabeceó su confirmación, segura de que Carlos comprendía a qué se estaba refiriendo, y le vio alejarse fibroso y elástico como un tigrillo. ¿Qué edad podía tener? ¿Veintitrés? ¿Veinticuatro? Y ese chico tan joven y tan hermoso se sentía atraí-do por ella, atraído de verdad, porque le gustaban las mujeres blancas, claro está, y las mujeres ricas, y no sólo por la posibilidad de conseguir algún regalo, oh, no, eso no era lo más importante, desde luego no con Carlos, lo que le ponía al instructor era su lugar social, su poder, su clase, por eso había disfrutado viendo cómo humillaba a la camarera, por eso le brillaban de placer esos ojazos negros, lo que quería Carlos era poder follarse a una mujer que no estaba a su alcance, claro que sí, le tenía loco, ahora mismo ella le parecía la chica más seductora del mundo, ahí se podía pudrir la camarera con todos sus rizos y sus ojos color miel y su piel oscurita, pensó Lucky. Y sonrió ferozmente, un gesto que Rafa no entendió, como no entendía nunca nada de ella; pero, por dentro, se sintió serena, reconfortada, casi en paz.
Creyó que las horas se le iban a hacer eternas hasta las doce, pero en realidad quedaba poco tiempo y apenas si le bastó para bañarse, lavarse el pelo, depilarse las cejas y preparar una coartada.
—Pero ¿entonces no piensas comer? —se irritó Rafa.
—Ya te digo que no. Tengo cita en el spa. Y, además, quiero adelgazar.
Su novio insistió en acompañarla hasta el centro de belleza, donde, en efecto, Lucky había cogido hora para varios tratamientos faciales y corporales seguidos. A las once y media en punto se despidió de su novio y se metió en una cabina para que le hicieran un masaje. Pero a las doce menos diez se levantó de la camilla y se vistió:
—Tengo que hacer unas llamadas importantes. Mantenme las horas que he reservado. Volveré luego.
Salió cautelosamente del spa y procuró no ser vista, pero de todas maneras iba tan embriagada de entusiasmo por lo que estaba haciendo que tampoco le importaba demasiado que Rafa lo descubriera todo. Así se daría cuenta de que había otros hombres que la deseaban de verdad. Y de que, puestos a pagar un novio, ella podía elegir y comprar otro. Imaginó la cara que pondría Rafarri si le dijera algo así y soltó una risita. Apresuró el paso: ya eran las doce. La cabaña donde se guardaba el material para el buceo estaba en un extremo del perí-metro del resort. Justo al final de la última playa. Más allá no había nada y, salvo en horas de clase, normalmente aquello estaba desierto. Un lugar muy conveniente para una cita clandestina, desde luego.
Lucky había venido por lo que llamaban el sendero de Los Enamorados, un recoleto y primoroso camino diseñado por los jardineros entre las formidables plantas selváticas, pero en los últimos metros salió a campo abierto a la pequeña playa. En la cabaña no se veía a nadie. Se acercó a la puerta y empujó. Estaba cerrada.
—¿Carlos?
Eran las doce y diez. Empezó a dar la vuelta a la construcción de madera. Por detrás, la cabaña lindaba con el muro verde de la selva. Ahí, en la sombra, sentado sobre una roca, estaba Carlos. Llevaba una ropa distinta, más oscura. El instructor sonrió. De pronto Lucky sintió un vago malestar. En la sombra el aire parecía demasiado húmedo y se podía percibir un leve olor a podrido.
—Empezaba a pensar que no vendrías… —dijo el hombre.
—Calculé mal la distancia. A lo mejor no hubiera debido venir —contestó Lucky atropelladamente, sin saber muy bien lo que decía.
—Eso pienso yo también. Pienso que no sé qué mierda haces aquí —dijo una voz que la tensión aflautaba.
Lucky se volvió. Era Rafa: sin duda la había seguido. Se balanceaba sobre los talones, apretaba los puños y el nerviosismo marcaba sus blancas mejillas con irregulares parches rojos. Pero lo más sorprendente no fue la aparición inesperada de su novio, sino que ella sintió cierto alivio al verle allí.
—Ah. Vaya. Pero si tenemos aquí al pololo de la señorita Buena Suerte… —dijo Carlos, sin dejar de sonreír—. Está bien, pues si insiste también se vendrá con nosotros…
La chica miró al instructor sin entender. Carlos se puso de pie y, con la liviana facilidad de quien hace un gesto rutinario, sacó una pistola automática de la parte de atrás del cinto. Lucky sintió cómo su corazón se detenía entre dos latidos. Con la cabeza pesada, con los ojos cegados, como si estuviera metida debajo del agua o en el interior de una gelatina, vio sin ver y oyó sin entender lo que estaba pasando. De repente ya no se encontraban solos, había más gente, quizá seis o siete personas, hombres y mujeres, todos vestidos con ropa militar, todos armados, todos revoloteando en torno a Rafa y a ella como un peligroso enjambre de abejas.
—Pónganle unas botas a la pendeja…
Unas manos la sentaron a la fuerza en una piedra, le arrancaron las sandalias de Miu Miu, le embutieron los pies en unas botas de goma que le venían grandes.
—Sólo traíamos botas para ti, así que tu pololo tendrá que jorobarse…
Alguien la levantó de un tirón y entonces se dio cuenta de que le habían atado las muñecas con una correa trenzada. Miró a Rafa: él también estaba atado. Y demudado. El instructor, o quien demonios fuera, se plantó delante de ella, en una posición marcial que su ropa de camuflaje reforzaba.
—Soy el capitán Garrocha, de las Fuerzas Armadas del Pueblo Libre, y ustedes son mis rehenes. Y como se les ocurra hacer un solo ruido les vuelo la cabeza —proclamó, grave y pomposo.
Luego se relajó y volvió a soltar la carcajada:
—Así que tire paralante nomás y pórteseme bien, señorita Té con Leche.
Así que era eso, era eso, se espantó Lucky: la alegría que había sabido ver en él cuando el incidente de la camarera, su genuino placer, era el deleite del torturador. Un guerrillero tiró del cabo de la cuerda que trababa sus manos y la hizo trastabillar con sus grandes botas. El grupo se puso en marcha, rápido y compacto. Desde que Lucky había llegado a la cabaña no habían debido de pasar ni cinco minutos. Se dirigieron hacia la espesura, y nada más pasar las primeras plantas se toparon con la cerca defensiva que rodeaba el resort, columnas de hormigón de cuatro metros de altura unidas por cables electrificados y sensores de movimiento. Pero los cables estaban cortados, los sensores en el suelo. Más allá de la valla empezaba el bosque de verdad, sin desbrozar, sin tocar, con las hojas trémulas y brillantes al sol del mediodía. El resplandor verde. Penetraron en el muro vegetal y a los pocos pasos dejó de ser verde, dejó de ser resplandeciente. Ahora era una gruta orgánica, rumorosa, sombría. La húmeda y maloliente boca de la selva. El corazón de Lucky volvió a ponerse en marcha con un lento latido.