La poesía chilena y el cerco de la muerte / Silvia Eugenia Castillero

Londres 38. Una casa blanca, el olor a muerte sofoca al primer paso dado dentro, como un tufo, una tumoración que hubiera crecido por paredes, techos y suelos. Creo que efectivamente es eso, la muerte brota de entre las paredes blancas, a lo mejor de tan blancas se han dejado carcomer más por la muerte. No hay imágenes, hay paredes, escaleras, hay algunas consignas, breves, lacónicas, los rostros de los desaparecidos —uno por uno— que van apareciendo sobre el muro de la pieza donde los torturaban —uno a uno— con su historia, sus datos, y sobre todo sus sueños dibujados en un rostro que mira la esperanza, una mirada con fuerza y decisión. Lo más sobresaliente es el olor a muerte, un como murmullo percibido por el olfato. Esa presencia maligna sin forma. La casa queda como un campo de batalla en medio de su agitación. Todavía se perciben los cuerpos ya inertes sacados por la escalerilla trasera a un patio trasero por una puerta clandestina, y se escuchan los gritos de los otros aún vivos. Y los golpes.
     Santiago es una bella ciudad, ciudad recóndita, discreta, aunque en su centro reina gran algarabía comercial. Al fondo siempre la cordillera, rodeada de montañas se vuelve una ciudad mineral con cierta bruma que baja todas las tardes de las faldas blancas. Converso con Raúl Zurita sobre su detención cuando el golpe de Estado. Lo encerraron en un barco en Valparaíso, lo golpearon, partieron su vida en ese antes y el después que para tantos chilenos, para la ciudad de Santiago entera, no deja de tener una presencia cotidiana. Me regala su libro Cuadernos de guerra (Amargord, Madrid, 2009), donde el viaje imaginario nace justamente de la tortura, del cerco, la cárcel, la vejación. «Oye entonces este presagio, sí dulce amor, oye / esta profecía: / Las barriadas avanzarán entre los paredones de / agua del mar y habrá ambulancias con perros / antidrogas y veteranos de guerra mirando en las / esquinas. / Y las autopistas del país de sed se arrugarán / como líneas de polvo en el tajo de las abiertas / aguas / y será la locura oh sí amor / y será la soledad oh sí amor / y será la derrota oh sí amor / Y veremos un país de tablas atravesado en el / medio del corredor del mar, chicos con acné y / retratos de mamá en una gran nevera, lo verás / dulce amor… / Y nuestros cuerpos rotos / se abrazarán en el / fondo del mar como puentes enmarañados…».
     Converso con Óscar Hahn sobre su regreso a Santiago después de un larguísimo exilio, su mirada azul refleja la tranquilidad de este nuevo Chile, aunque siga presente la marca, la herida de una dictadura que aún destila ausencias, ataduras, persecuciones y muerte. Como claramente se lee en su poema «Hueso» »Un día la picota que excava la tierra / choca con algo duro: no es roca ni diamante // es una tibia un fémur unas cuantas costillas / una mandíbula que alguna vez habló / y ahora vuelve a hablar // Todos los huesos hablan penan acusan / alzan torres contra el olvido / trincheras de blancura que brillan en la noche / El hueso es un héroe de la resistencia« (Apariciones profanas,  Hiperión, Madrid, 2002).
Resistencia a la dictadura, al exilio, a la desaparición. Tales son los temas recurrentes de una experiencia límite como la chilena. También la enfermedad y la muerte han aguijoneado a la poesía de este cono sur. Poetas jóvenes, malheridos por el cáncer. Poesía madura silenciada por la muerte. Diario de muerte, de Enrique Lihn (Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2010), libro póstumo escrito como un diario que, más que de la cotidianidad en que la muerte se va apropiando y marcando el cuerpo con tatuajes internos (como lo hace Gonzalo Millán en Veneno de escorpión azul),  es una especie de Arte del bien morir a través del cual llega al otro lado, cruza el puente y ve. La muerte se vuelve un lugar, «la zona muda»: «Únicamente los muertos no piensan que trabajan / ni piensan que no piensan ni antitrabajan / llegan a ese nirvana / a través del azar o con el error / de los iniciados / en las antípodas de la sabiduría…». La muerte es una «tremenda devoradora», una bestia que embiste en lo hondo del cuerpo, el poeta construye una especie de ciudadela y ahí monta guardia ese cuerpo aterrado que más bien es un cuerpo atemperado frente a la muerte, «la muerte debe venir en una atmósfera de relatividad». La muerte se convierte en una conquista, en un tú por tú, «un lugar equidistante entre los vivos y los muertos»: Lugar de descubrimientos, de asombro y pavor: «Me he convertido en un actor que va a morir, pero de verdad, en el último acto / en un afamado equilibrista sin red que baila noche a noche sobre la cuerda floja…». Enrique Lihn enfrenta la sabiduría del todo por el todo, sus poemas reúnen las orillas de las cosas desde las emociones, y logran ensamblar su derecho y su revés con la perspectiva aguda, punzante, que sólo puede tenerse de la vida desde la propia muerte fechada.
      No es así el caso de Veneno de escorpión azul (Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2007), donde leemos: «Cuarenta años de fumador, cáncer avanzado e irreversible, 59 años (a punto de cumplir 60 años). Una relativa juventud, una madurez inmadura.» Libro sufriente, bitácora del deterioro —instante tras instante— y tal vez por eso es un libro tremendamente intenso y poético. Parece que Gonzalo Millán hubiera seguido esa consigna de Quevedo: «Mira que eres el que ha poco que no fuiste y el que siendo, eres poco, y el que de aquí a poco no serás…» («La cuna y la sepultura»). Es un diario que registra cada detalle de cada día, las horas, los alimentos, los medicamentos, y de ahí —de esa concreción dolorosa— brincan poemas de gran esplendor formal, una línea única y nueva en su poesía, pues a pesar del desgarramiento de cada verso, el manejo del lenguaje es una queja que se vuelve grito rabioso e impotente pero lleno de valentía, «la verosimilitud es el primer requisito del héroe. El diario round de gotas, de píldoras, de inyecciones, de lágrimas». En Millán, la palabra logra crepitar para hablar con todos, con la vida y la muerte, y se vuelve música para esconderse y mantenerse en un rincón. El jueves 10 de agosto de 2006, a las 18:00 horas, escribe «Autorretrato del poeta en su lecho terminal»: «Lleva una pijama de algodón, pañuelo, / Un chandail de alpaca. / Recostado en la cabecera ondeada de raulí / maneja el timón de una barca, / un velero con alas de lona. / El poeta yacente sumido hasta el pecho / en el agua salobre, esponjosa, de la marea alta, / naufraga. / La angustia se aprieta, se cierra, se ciñe. / Le tengo miedo al estómago de mi madre. / A ese motor visceral, a esa máquina / trabajando día y noche a mi lado. / Fábrica separada por una cortina palpitante. / Dejaré detrás de mí una humareda».
     Mi historia con Jorge Teillier es distinta. Aunque muerto prematuramente a los 61 años, víctima también de cáncer, supe de él en La Unión Chica, un bar de los pocos que se conservan de antaño en Santiago, al que con frecuencia iba Teillier y donde están su foto y una placa que lo nombra. En el prólogo a su libro Muertes y maravillas (Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2010) el poeta esboza una especie de poética en la que define la poesía como «un intento para integrarse a la muerte… a cuyo reino pertenezco desde muy niño, cuando sentía sus pasos subiendo la escalera que llevaba a la torre de la casa donde me encerraba a leer». Salgo del bar iluminada por esa experiencia de tiempo que hay en su poesía, un asombrado recorrido por lugares ya vistos e imágenes de alguien que ya partió. Parecería que ya hubiese sabido que la muerte lo acechaba. En los versos de Muertes y maravillas hay trazos que van hacia el futuro desde la raíz de la infancia, en una especie de aprehensión que no quisiera dejar que se curve tan pronto la vida, pues irremediablemente «en el pueblo no queda nadie para colocar una luz en la ventana / que guíe la llegada del alba / después de que el mar se retira, cumplida su faena, / dejando a la oscuridad y la muerte / dueñas de todas las calles…».

 

 

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