Aquel día que acertó a ser jueves me diagnosticaron una enfermedad atroz, de dolor sin medida y agonía inminente:
No deseé romper a llorar; deseé vengarme.
No deseé una inyección de aceite alcanforado; deseé jugo de ortigas.
No deseé piedad; deseé una horda de barracudas devoradoras.
No deseé destilar esperanzas; deseé que el médico colgara un farolillo por mi muerte en la puerta de su casa.
No deseé calafatear mi cuerpo con anestesia; deseé ser atacado por el sol.
No deseé todo el dulce y fugitivo aroma del pasado; deseé el infierno futuro.
No deseé postrar la clavícula; deseé las enormes muelas de piedra del molino del sufrimiento.
No deseé contemplar los abetos cubiertos por el manto dorado de millones de mariposas monarcas; deseé corromperme bajo los sampanes de vela cangreja en las aguas terrosas de un delta.
No deseé resistirme; deseé inmolarme con los ojos desorbitados.
No deseé testamentar; deseé entrar en vía muerta.
Aquel jueves no deseé una dentellada de espanto, ni que las zarzas invadieran mi cráneo; deseé únicamente ser pasto de caricias.