(Rosario, Argentina, 1951). Su libro más reciente es Oratorio (Vaso Roto, 2021).
Uno de los malentendidos más viejos en materia literaria (y que bien puede extenderse al campo entero del arte) es el que se empeña en clasificar las obras en categorías, géneros, escuelas, allí donde, en sentido estricto, no hay más que autores y artistas, es decir, aventuras espirituales, asaltos y expediciones dificilísimas que se dirigen —cuando valen la pena— a un núcleo imperioso y siempre elusivo.
No hay, quiero decir, razones válidas, ni siquiera lógicas, para esas nociones expandidas que equiparan novela con trama argumental, poesía con emoción y ensayo con pensamiento, a menos que se busque un desconsuelo absoluto. En materia de escritura, nos guste o no, el único paisaje que interesa es el territorio del lenguaje, allí donde quien escribe pone a prueba su voluntad de crear y donde mide (para desmentirlos o ampliarlos) los límites de su instrumento verbal, que son también, como nos enseñó Wittgenstein, los de su propio mundo.
Edmond Jabès dijo algo parecido con una imagen potente: comparó la poesía y el ensayo a dos hermanos siameses con cabezas separadas. En efecto, la escritura, cuando es tal, busca siempre lo mismo: rebelarse contra la frase hecha y el automatismo, contra lo consabido que embalsama la vida, contra lo que cancela el derecho a la duda y la concomitante conciencia de no saber; en suma, contra lo que desalienta la reflexión y empuja a la pura exterioridad, impidiendo el acceso de las criaturas a su propia inadecuación.
De ese modo y no de otro, logra su objetivo más arduo: producir estampas del desacomodo. Digamos que, en su construcción dubitativa, traza un atlas efímero e invita al lector a perderse, como un amante sin certezas, en pos de su verdad más pulsional —que incluye los enigmas nerviosos de su cuerpo— y así desarma, por un tiempo al menos, los decorados de la certidumbre.
Estoy hablando de un diagrama inestable, de un impulso que parte de una reivindicación poco común (la reivindicación de la ignorancia) y desde ahí cuestiona esa idea, en el fondo, autoritaria que, desde el confort de una aparente inocencia estética, propone siempre una realidad sin fisuras.
A esta disposición, a esta fiel persistencia en el punto de vista, a esta aventura sigilosa de pensar más allá de lo ya pensado y de la costra del uso —que es otro nombre de lo intrascendente— le debe la literatura su felicidad. ¿No es acaso el arte, el arte por excelencia de preguntar? Fabulosa tautología que prueba —si fuera necesario— que, allí donde se vuelve posible lo insólito y el hábito se agujerea, hay lugar para esa conciencia más fina donde se refugia desde siempre el espíritu.
Realidad textual, entonces, no suma de peripecias ni anorexias de la reflexión disfrazadas de banalidades ni obediencias a las modas del mercado, es decir al campo de la oferta y la demanda. El arte empieza allí donde la trama, como diría el crítico argentino Miguel Dalmaroni, cede el puesto al trauma, «concentrándose a un tiempo en lo que es sin nombre y lo que se le escapa». O bien, lo que es igual: allí donde el lenguaje se vuelve falta de lenguaje y hace de esa falta una riqueza, porque ¿dónde se podría buscar mejor un infinito que en una localización del vacío?
¿Tengo que agregar que las ideas son emociones de la inteligencia? ¿Que el pensamiento se parece siempre a una victoria dolorosa y fugitiva? ¿Que la poesía es una declinación del asombro? ¿Que, en la prosa que vale, la poesía sigue estando cerquísima de sí misma?
Los autores y autoras que me interesan conocen el peso y la urgencia de estas premisas. Por eso, tal vez, sus libros no figuran en las mesas más visibles de las librerías ni acceden siempre a los circuitos internacionales. Su música, sin embargo, no está sola: sale de un coro inquieto y ávidamente díscolo que postula un viaje indefenso a zonas que aún no existen. Me refiero a esas zonas donde quien lee, llevado por un personaje principal que es siempre la materia verbal, buscará dejar de existir y aprender a ser. Y, también, intentará perderse —igual que quien escribe— y disolver las capas y capas de petrificaciones que lo abrumaban como «realidad». A esto se refería, sin duda, el escritor argentino Macedonio Fernández cuando afirmaba que leer es la carrera literaria más difícil. Yo agregaría que allí donde el riesgo es más alto, también el sueño es más exquisito, más rica la desorientación que crea.
Como fuere, para esta estética hecha de astillas, la experiencia literaria representa un modo radical de la libertad, una ontología que, al reivindicar para sí estas prerrogativas, hace de la verdad conjetura y de la ambigüedad de la palabra una garantía contra lo unívoco.
«Escribir», dijo el poeta francés Bernard Noël, «es como abrazar un cuerpo que no se ve». Por eso, quizá, la palabra poética es transversal, anónima y desorientada. Por eso es también, inesperadamente, política y necesaria.