Junto a la tlapalería de la esquina hay dos puertas. Una de ellas conduce a un pasillo que cruza el edificio hasta la calle del fondo. Muy pocos se atreven a entrar por esa puerta pues, dicen, conduce a otra dimensión que escupe cadáveres al suelo de baldosas rojas. La otra puerta pertenece a la casa de la familia González. Si te aventuras por ahí, la familia González te recibe muy cariñosamente, en especial Gladys de González, la abuelita que ha sobrevivido desde el Porfiriato hasta nuestros días y te ofrecerá un té exquisito con galletas. Disfrutarás el té entre el bullicio de la numerosísima familia González, un clan de padres, tíos, hijos, sobrinos, nietos, lo cuales te mantendrán muy entretenido, pues todos cuentan chistes espléndidos que no habías escuchado jamás. Cada que te levantes con la intención de partir, los González harán como que se ofenden y te ofrecerán otra cosa: pedir una pizza, unos tacos de canasta o ver una película que se te hará eterna, al punto de que caerás dormido en un sueño profundísimo. Entonces varios miembros de la familia González —los más robustos— te cargarán hacia un enorme refrigerador de refrescos en cuyo interior permanecerás congelado durante varios días, entre las Chaparritas del Naranjo, los Orange Crush y las paletas heladas de grosella, hasta que llegue el domingo en la noche, momento en el que la familia González, mientras escucha La Hora Nacional, te colocará en la mesa del comedor y te extirpará el corazón.
La señora Fanny González prepara el corazón de muchas maneras: con chile pasilla, empanizado, en filetes con cebolla, en jitomate o picado, en quesadillas y tacos que la abuela vende los sábados por la noche afuera de su ventana. Un corazón, si es grande como el tuyo, rinde mucho antes de que la familia se aburra de consumirlo en infinitas y sorpresivas preparaciones. En cuanto a tu cuerpo, ya despojado de ese órgano vital, será lanzado por la puerta que se encuentra entre la tlapalería y la casa de los González. Acto seguido, el pequeño Ramón González, el más elocuente de la familia, al punto de que estudia canto en la academia Pedro Infante, llamará a la policía.
A la policía le da miedo sacar los cadáveres del pasillo que conduce a otra dimensión, de la que hasta el momento no se sabe cómo regresar. Por ello el agente Fernández, el más ingenioso de la comandancia, ha inventado un modo de jalarlos desde la puerta con cuerdas, ganchos y un riel, el cual hasta ahora ha funcionado muy bien. El comandante Gómez, jefe de la estación de policía de barrio, a quien por cierto su esposa alimenta con unas sopas de pollo y fideos exquisitas, piensa que es muy caro comenzar una investigación con respecto a los cadáveres que de tanto en tanto aparecen en el pasillo de la puerta que está junto a la tlapalería de la esquina y que conduce a otra dimensión. Una de sus razones es que de por sí le falta personal para controlar el tránsito en las cinco avenidas que cruzan su demarcación. La otra es que ya se iniciaron averiguaciones previas con respecto a todos los vecinos, sin resultados palpables hasta el momento. Al tlapalero, un hombre de tos rasposa que oculta su ojo de vidrio con otro vidrio pero verde, a manera de monóculo, lo patearon en la comandancia durante dos días y no confesó. Hubo de detener esa investigación el propio comandante, porque justo a esa hora había llegado su sopa de fideos y no hay cosa que más ansíe que tomarla solo, en calma, sin gritos ni interrupciones. Otros dos vecinos corrieron la misma suerte. De los González no se sospecha porque son ellos mismos quienes llaman a la policía e incluso han colaborado en la detención de algunos sospechosos, uno de los cuales apareció en el pasillo que conduce a la otra dimensión, sin hígado, así como en la organización de banquetes y fiestas dedicados al cuerpo de policía y sus comandantes, donde se sirven antojitos inusitados y llenos de creatividad.
Pablo González, el hijo mayor de la familia, es el encargado de extirpar el corazón propiamente dicho, pues estudia medicina. Aprovecha para operar otras partes del cuerpo que le interesan y saca el corazón por diversas partes —a veces el costado, a veces la espalda, a veces el cogote—, de manera que el comandante Gómez niega que exista lo que se llama un modus operandi en las extirpaciones. La herida se encuentra en distintas partes, dice, por lo que obviamente se trata de distintos asesinos. Uno de sus subalternos aclaró que siempre les sacan el corazón y eventualmente el hígado. Es que el hígado, respondió Gómez, pensando en las menudencias que acompañan su sopa, es algo muy preciado, eso cualquiera lo sabe. Una de las hijas del señor González, patriarca de la familia, llegó a sugerir alguna vez que mejor se extirpara el corazón de los intrusos a la usanza antigua, lanzándolo previamente desde lo alto del viejo armario, pero la abuela, que es muy católica, se niega a que se cometa una aberración pagana.
¿En qué parará esta historia? ¿Habrá quien quite la venda de los ojos al comandante y sus heroicas huestes, serán descubiertos los miembros de la familia González, habrá uno de ellos que caiga en la cuenta de la atrocidad que se comete con los visitantes, por no mencionar la descortesía? Juanito, el otro pequeño que no canta, el encargado de llevar el guiso diario al tlapalero —una caridad de Gladys González—, ha llegado a pensar que algo no marcha como debe ser, pero la convicción de sus mayores lo obnubila, amén del buen rato que pasan aquellos domingos contando viejas anécdotas, cantando y destazando plácidamente mientras escuchan La Hora Nacional. Sabe que cuando sea mayor extrañará estos momentos, cuando cumpla los dieciocho y se vaya de la casa, no sabe a dónde, pues algunos de sus hermanos y primos, los que se fueron, no han regresado jamás. De algunos se dice que entraron por la puerta contigua y ahora viven libres y dichosos, en otra dimensión.