La número siete

Silvia Eugenia Castillero

(Ciudad de México, 1963). En 2021 publicó Tiempo germinado, casi flor. Poesía reunida (Universidad de Guadalajara / Rayuela).

La niña adolescente llega a la escuela secundaria. A medio periodo escolar y al tercero y último año. No conoce a nadie y nadie la reconoce como compañera, persona, niña. La llaman la número siete.

Está en la escuela como un tallo arrancado de su mundo, su ciudad natal. Recorre una a una las miradas de los otros, y nada. No hay ecos, no hay sonrisas, no hay ningún resquicio para entrar en la historia del grupo.

La hora más cruda es la del recreo. Todos corren, se buscan, se juntan a comer. Juegan, conversan. La niña extranjera quisiera quedarse pegada a la butaca, pero no se lo permiten las reglas. Sale del salón de clase y se sienta en un rincón. De lejos la señalan, desde ese lugar de la pertenencia en el que se encuentran todos; desde la seguridad de estar donde se es, en el confort de la costumbre. En el reino de lo igual donde lo distinto es dañino. La rechazan con burlas y críticas, princesa caballero, la niña nueva. Siente cómo el horizonte se le viene encima, se achican los espacios sin poder huir. Día tras día el rincón la aguarda. El ángulo recto la protege de la intemperie; así siente que es su estar, a la deriva sin una raíz que la contenga.

Uno de los días, cree percibir un sonido como de corcho rebotar sobre la hierba, luego un golpe seco pero breve, parecido al de una canica en la madera. Los sonidos se repiten rápidos, a veces más lentos. Luego escucha el griterío y de nuevo el vaivén del corcho y el cristal sonando. Desde entonces, cada día el rincón la recibe con su estructura de refugio pero además con los ritmos de las hierbas, madera, cristal y esa especie de tic tac que siempre llega al ángulo recto de su guarida y rebota en las paredes, llenando su imaginario de paisajes montañosos, historias con nubes y animales exóticos; o entre personas de diferentes lenguas que dialogan con señas para lograr entenderse. Se ve en un bosque, sola como está durante cada recreo, pero encontrando seres amables y compadecidos que la acompañan en esa travesía del silencio.

Los recreos empezaron a volverse atractivos, gracias a esas alucinaciones auditivas. La niña adolecente fue tejiendo historias que la absorbían durante la hora que duraba la pausa, tramas tan verdaderas que se volvían sobrenaturales, a través de ese ritmo acompasado que sin embargo nunca era el mismo. Un día tuvo el impulso de conocer el manantial del que provenía ese paraíso de conexiones sonoras. Caminó sin que nadie la percibiera, lentamente siguiendo las huellas de los ecos. A cada paso dejaban de ser ecos para volverse ruidos tangibles, pero no veía nada sobresaliente como lo había imaginado. Los sonidos se escuchaban cada vez más cerca. Llegó a una mesa verde de cemento con una pequeña red al medio, y alrededor de ella varios niños, algunos de su clase, otros de salones diferentes.

De ahí provenía el vergel acústico del que se deleitaba día tras día. Su decepción aminoró cuando vio una pelota mínima, transparente, ligera, que pasaba de un lado al otro de la mesa. No podía creerlo. Y ese sonar sobre madera surgía de unas raquetas que golpeaban la pelota una y otra vez.

Triste frente al desengaño, permaneció mirando el vaivén de la pelota. Al día siguiente volvió a presenciar el juego de ping-pong que tantas imágenes le había ofrecido. Nadie se daba cuenta de su presencia. Nadie le preguntaba qué miraba ni por qué estaba ahí (de alguna manera se habían acostumbrado a ella). Desde el día del hallazgo, todos los recreos se paraba frente a la mesa de ping-pong, entre los niños jugadores. Uno a uno iban pasando y se quedaba el que ganaba. Así fue deduciendo las reglas y jugando en su mente, tratando de seguir la pelota y manipular la raqueta. Cada día avanzaba su destreza. Pasaron semanas, meses. El año escolar estaba a la mitad, cuando decidió solicitar a los niños permitirle retar. Todos se rieron, mas la dejaron.

Lo que la niña adolescente descubrió durante las horas de observación fue que el ping-pong es un juego que implica una manera de moverse tomando en cuenta el entorno, el viento, los colores, las sombras, las siluetas. Una práctica que excluye la razón y el cálculo. No se necesita el pensamiento lineal, más bien conseguir efectos que provienen de la geometría, lograr la parábola perfecta, más que calculando, sintiendo el toque de la pelota sobre la raqueta en todo el cuerpo. La mesa es un perímetro que debe excederse porque las parábolas que se forman al jugar se expanden, los brazos —continuados en la raqueta— tocan la pelota en un acto parecido al de la magia. No existe en el ping-pong la causalidad, esos nexos entre causa y efecto hacen perder al jugador, más bien se comprende corporalmente el espacio para entregarse a sus particularidades y llegar cada vez más lejos en la captura del todo. De manera similar al arte de la escritura, que necesita ceñirse a la capacidad de cada palabra, a sus significados y a sus vertientes rítmicas, a sus posibilidades de concatenación con otros vocablos, para lograr el sentido abierto del tejido semántico y poético del lenguaje.

La niña adolescente tomó la raqueta y, como quien se entrega a la elaboración de un destino, cinceló un juego perfecto. Uno a uno los chicos pasaron, entre risas de burla y nervios, a vencerla. Ninguno lo logró. La destreza de la niña venía desde la soledad, del desencanto; había decantado imágenes nacidas desde su propio torrente de angustia y sueños. Había logrado darle forma en su propio cuerpo a un juego desconocido. Apropiarse de sus reglas porque las asimilaba desde sus huesos y músculos. Al ser víctma del rechazo general, vivió el ping-pong como una metáfora de la lejanía y la cercanía. Comprendió que, en el juego, la destreza para calcular el golpe de la pelota en la raqueta, y luego en la mesa del lado del contrincante, significa entretejer lo cercano y lo lejano, y lograr una tensión entre ambos. Esa tensión entre los opuestos, entre la pelota que se aleja y luego se acerca, es lo que le infunde la energía para dominarla. Comprendió que allí mismo se estaba jugando la exclusión o la inclusión de su persona. Al jugar, les mostraba que lo mismo y lo distinto son capaces de unirse. De ahí su genialidad en el juego.

Desde ese momento la niña adolescente fue amiga de los jugadores de ping-pong, durante los recreos de la escuela secundaria.
Y nunca dejó de ser campeona.

Años más tarde, le preguntaron por la fórmula que utilizaba para ganar. Les respondió con una parábola sufí de Idries Shah:

—Yo puedo ver en la oscuridad —se jactaba

cierta vez Nasrudín en la casa de té.

—Si es así, ¿por qué algunas noches lo hemos visto

llevando una lámpara por las calles?

—Es sólo para que los otros no tropiecen conmigo.

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