La nota azul / Hipólito G. Navarro

No es muy grande el apartamento de la rue Pigalle…
     Aurora Dupin, baronesa Dudevant, más conocida como George Sand, termina de escribir las últimas páginas de El pantano del diablo, una novela campestre a pesar del título o quizá por él. Como la tinta que usa tarda en secar, las ideas que va trasladando al papel permanecen húmedas durante bastante rato, verdaderamente brillantes según el ángulo desde el que se miren. Aurora misma se sorprende del efecto.
     Mientras tanto, su amante de estos días, el Federico Chopin de los Nocturnos, acaricia las teclas del piano buscando de manera disimulada la siempre escurridiza y muy puñetera «nota azul», esa nota trampolín sin la cual no son capaces de componer nada los románticos del xix. Habría de todas formas que preguntar si comparten la misma opinión Liszt, Smetana…
     No es muy grande el apartamento de la rue Pigalle, ciertamente; lo justo para que la pareja pueda trabajar sin agobios, cada uno en lo suyo. Quizá sí resulte pequeño en días como éste, cuando coinciden en sus habitaciones otros amigos imprescindibles.
Paulina Viardot, la famosa cantante, ensaya algunos gorgoritos sin abandonar los brazos del violonchelista Franchomme, que la sujeta además entre sus piernas con una deformación profesional firme y férrea como una tenaza.
     Pedro Leroux apura en silencio una tercera taza de café, mientras contempla el frenético ir y venir de Eugenio Delacroix de un lienzo a otro, con los pinceles chorreantes de color. Se pregunta por qué está tan empeñado Eugenio en retratar a sus dos amigos a la vez, ¿para no dar más importancia a Sand que a Chopin o a la viceversa?, ¿para no poner a la música por delante o por detrás de la literatura? Los gestores del Louvre, desde que ha pasado a ser el museo central de las artes, se descuelgan con cada encarguito…
     ¿Alguien más por esos cuartos?
     El amigo Fontana, Adam Mickiewicz, ¿el niño Baudelaire también?
Mickiewicz —atrás quedaron, cree, Odessa, la guerra y los sonetos de Crimea— imagina ahora mismo uno de sus relatos, ésos en los que se dan la mano la razón y la locura. Ignora Adam este día que uno de sus partos más recientes, Los peregrinos polacos, está a punto de ser incluido en el Índice de libros prohibidos. Mejor. Así tan sólo imagina y dormita. En su duermevela le parece reconocer una nota verde, casi celeste, entre las que de forma atolondrada salen de la boca abierta del piano como si fuesen breves bostezos de charol.
     Es Chopin, que entretiene las manos con pequeños arpegios, ya se sabe, buscando la tonalidad que mejor corresponda a la atmósfera de este momento. También él imagina algunas historias. La que sigue mismamente, que da un salto mortal en el tiempo:

Año bisagra de 1970.
Los años finales de la década de los sesenta, como quien no quiere la cosa, introducen a toda una generación en los primeros años de la década de los setenta. La transportan. Un adolescente comienza entonces a descubrir el mundo: asuntos esenciales tales como que los años últimos de una década llevan siempre de manera indefectible a los primeros de la siguiente, que el ángulo recto hierve a los noventa grados, que existe un mar llamado Mediterráneo, con las playas llenas de turistas y tilde en la a.
     La música que se oye entonces en casa, en la calle, en el país entero, la forman cuatro acordes más o menos planos con el añadido de un argumento simple y lamentable: a un tipo desgraciado le han robado un vehículo movido por tracción animal, un carro. Como estamos inmersos aún en un tiempo francamente gris, se necesita una grandísima elipsis que se trague los colores todos del arco iris para llegar de forma directa a la solemnidad de lo dorado, de lo áureo. El tremendo hallazgo literario que nos quiere vender la dichosa canción tiene que ver con unos inverosímiles atalajes de oro. ¿Pero qué demonios son los atalajes?, ¿el no va más de la metáfora? La interferencia de la radio, que mezcla o combina asuntos y emisoras, lo termina de arreglar: no hay quien encuentre el maldito carro por ningún lado, cae una lágrima en la arena. Hemos descubierto pues un Mediterráneo en exceso posthelénico, cuajado de maletas de piel y bikinis de rayas. Se podría vomitar por las mismísimas orejas.
     Aparece en escena entonces, valga el homenaje, Manolo Cañado.
     Como un ángel de la guarda literario-musical.
     —Beethoven era sordo.
     —¿Bequién?
     Cuando un amigo le lleva a uno cinco o seis años ya en la adolescencia, no hay Dios que lo alcance luego: uno tiene 12, el amigo 17 o 18; que se llega a los 17, el otro se larga hasta los 22; cumplimos 51, pues nada, Manolo Cañado 56, quizá 57.
Pero en 1970, ese año bisagra, Cañado tiene además un tocadiscos, aparato raro en un mundo todavía antiguo, casi de galena, y una invitación a escuchar el disco que acaban de publicar unos tipos peludos que se hacen llamar Fluido Rosa, según se traduce literalmente del inglés.
     Desechados hace poco tiempo trompos y canicas, aceptamos la invitación un poco por inercia, por aburrimiento.
     Los Pink Floyd, verán, son unos músicos que prefieren estampar en la cubierta una muy generosa vaca lechera antes que la guapura o fealdad de sus caretos. Empezamos bien. Atom Heart Mother, madre de corazón atómico; por titular que no quede. Son además músicos que no se cortan un pelo a la hora de grabar discos de esos grandes de vinilo, llamados elepés, en los que tocan largo y tendido por las dos caras. Y músicos que nos regalan además una sorpresa que parecerá menor pero que no lo es en absoluto: en la cara A no hay más que una canción, un solo tema, casi veinticuatro minutos sin que cante un tío. Bueno, ¡el ruido de una moto acelerando, sí!, ¡¡la pucha!!
     Lo que sale por ese altavoz (la tecnología de Cañado es entonces monoaural, conste, una pretecnología que apelmaza o solapa en una única vía el doble argumento de lo estereofónico), lo que sale de ese altavoz es el descubrimiento del siglo, mi camino de Damasco. La habitación entera está llena de música. No cabría ahora en ella ni un alfiler. Cierro los ojos y puedo ver de manera muy nítida lo que escucho, tocar con la piel tanto sonido. Digo bien: ver, palpar, pues a la sorpresa gigantesca de la música hay que sumar enseguida lo que esa música significa, lo que Manolo Cañado asegura que esa música significa:
     —La vaca acaba de parir. Ha tenido una ternera. Pero han surgido complicaciones. Apenas se levanta la hija para alimentarse se derrumba la madre, agonizante. Puede ofrecerle tan sólo una escasa leche afiebrada, calenturienta. Óbito habemus. La infancia de esa vaquita no va a ser un camino de rosas, ¿tú qué dices? Y pasa el tiempo. Ahí se escucha claramente cómo pasa el tiempo.      Alguien, algo, ha construido mientras tanto una madre artificial, un robot con forma de vaca. ¿Ves? Es perfecta. Ella no puede ahora desde luego distinguir entre esta madre y la otra. La felicidad again. Se dan mutuos cariños en esas frases, óyelas. Ahí sin embargo ya es mayor, la hija va creciendo; su madre permanece siempre igual, y colige que en algún momento su hija, en fin, tú sabes, el envejecimiento. No hay desgaste en los mecanismos atómicos de la madre. ¿Debería exigir ella ahora una hija artificial? Son muy inquietantes estos pasajes penúltimos, etcétera, etcétera.
     ¿Fumábamos algo entonces?, me pregunto. Eran tiempos de ácidos y psicodelia, también.
     Así que la música, una digamos composición, ¿escondía en realidad toda una historia?, ¿cada partitura contenía entonces un argumento que se podía contar igual con música que con palabras, con mármol, con óleo o con silencios, como aseguraba Cañado?      ¡Menudo descubrimiento!
     La continuación es obvia: son varios los intentos para que el amigo repita esa cara del disco, pero todos desesperadamente fallidos cuando se trataría ya de una tercera audición. El ángel de la guarda se hace del rogar.
     —No hay que quemar la música —argumenta Cañado, mientras guarda en una bolsa unos cuantos libros—. Toma, ahora llévate estos volúmenes, léelos, ponles música. No, no los saques aquí, míralos en casa.

Regresemos sin demora al apartamento de la rue Pigalle del comienzo, donde Federico Chopin entretiene las manos buscando la «blue note», el motor primero.
     Su piano no es una herramienta sino más bien un amigo, su confidente. Y se deja hacer. Sabe que el músico tiene la obligación moral de la perfección, del acabado, por eso ahora tensa sus cuerdas lo justo, vamos a decir una tensión a medio camino entre la ansiedad y la relajación.
     Aurora Dupin, que recién acaba de poner el húmedo punto final a sus renglones, observa a su amante. Sus miradas se cruzan. Intercambian un par de sonrisas. «Tú vales mucho», se dicen en silencio, mutuamente; es un sentimiento que no nace tanto del enamoramiento como de la admiración. Así Chopin puede encontrar la nota, y atacar finalmente con una de sus piezas favoritas, un estudio, un scherzo
     Eugenio Delacroix suelta los pinceles —los retratos marchan, bien hojaldrados de color— y anota en su Diario: «Su mirada se anima de un resplandor febril, sus labios adquieren un color rojo sangriento, su respiración se vuelve más corta…», pero no podríamos saber a ciencia cierta, de no ser por el contexto, las palabras de Delacroix si se refieren a Sand dibujando el punto final, a Chopin improvisando el scherzo, a Mickiewicz imaginando su cuento, a Paulina Viardot conteniendo la tenaza del violonchelista Franchomme…
     La audiencia, cautivada, alcanza entonces, por be o por hache, el éxtasis.
     Cuando todos, durante un paso pianísimo, aguantan la respiración, Chopin da un puñetazo sobre el teclado.
     Estalla en risas.

 

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